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Análisis

Chile: por qué la extrema derecha lideró la intención de voto en el aniversario del “estallido social”

En mayo Chile votó a la izquierda de la izquierda al elegir convencionales constituyentes. Al elegir presidente en noviembre, ¿puede votar a la derecha de la derecha? ¿Puede preferir a los defensores de la bandera y de la iglesia, después de haber elegido a los herederos del estallido?

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En octubre de 2021, el ‘milagro económico’ de un largo ciclo de recuperación iniciado en 1985  ha desaparecido del inventario de clichés chilenos. Oscurecido, en un eclipse total, por la vigencia del  ‘estallido social’, cuyo segundo aniversario conmemoraron el lunes reivindicaciones y protestas que el viernes se prolongaban con la represión de los pescadores de Valparaíso por la policía marítima.

Las movilizaciones contra la desigualdad que se hicieron masivas a partir de la protesta del 18 de octubre de 2019 de un grupo de estudiantes contra el aumento del precio del subte, la violencia contra las cosas y las personas en meses de activismo ciudadano y descontrolada represión policial, el año de pandemia y cuarentena, la votación de una Asamblea sin representación de la derecha que redactará una nueva Constitución, significan que a quienes reivindican el “estallido” no sufren penuria de ejemplos si les piden que señalen qué cambió en estos dos años. El cambio adquirió un ritmo sostenido e imprevisto, aunque no siempre fuera imprevisible, y siguió cursos en los que faltó todo desafío a su avance. En menos de un mes, un padrón de 15 millones de votantes elegirá al sucesor del presidente Sebastián Piñera. Durante dos años, la izquierda, y aun la izquierda más a la izquierda, ganó todas las elecciones. La ola roja podría sufrir la primera de sus derrotas en la más importante de las próximas elecciones. En intención de voto, el de la derecha más a la derecha, José Antonio Kast, del independiente Partido Republicano, viene empatado con el candidato de la izquierda más a la izquierda, Gabriel Boric, de la coalición Apruebo Dignidad. Y por primera vez, en un sondeo conocido en la efeméride del estallido social, Kast superó a Boric por un punto.  

Los signos del fracaso de la derecha y de la inercia del consenso centrista de la Concertación saturan la deteriorada vida cotidiana y abruman el paisaje político, social e institucional. El gobierno chileno es el más débil de la historia nacional después del de Salvador Allende; el solitario presidente multimillonario enfrenta un pedido de destitución por negocios mineros familiares tramitados a espaldas del público andino en un paraíso fiscal caribeño –y, para humillación de jueces y fiscales,  investigados por un consorcio internacional de periodistas-; el sistema de partidos de los treinta años de democracia  post pinochetista se derrumbó y esfumó tras las elecciones de constituyentes y gobernadores; convencionales de izquierda, independientes e indígenas, que son mayoría en la convención constituyente ahora en funciones, redactan una nueva constitución que dejará atrás republicanismo y liberalismo y abrazará el estatismo plurinacional; las autorizaciones legislativas para el retiro de fondos de los aportes hechos a las AFP fueron vaciando las cuentas destinadas asegurar futuras jubilaciones y pensiones y un régimen previsional fundado en el sistema de capitalización; las transferencias directas de fondos a las familias y empresas y otras erogaciones dispuestas por la administración de Piñera para enfrentar la emergencia sanitaria de la pandemia y el cortocircuito económico de la cuarentena ahondaron el déficit hasta profundidades nunca exploradas por la tímida concertación de socialistas y democristianos que más veces ocupó el palacio de la Moneda desde 1989.

Si Piñera sobrevive al impeachment en el Congreso, entregará el poder el 11 de marzo. Todo parece indicar ese día la grieta de octubre de 2019 se reabrirá ante él, en el paroxismo del despoder, para arrastrarlo al fondo del abismo. ¿Sigue siendo tan segura la victoria automática de la izquierda, como parecía cuando el ‘estallido social’ era un slogan y un recuerdo, tanto más lejano y telescópico por la sordina de los meses de toque de queda? Desde el lunes, ese tumulto que la fórmula ‘estallido social’ etiqueta sin contener ni abarcar, despliega sus predicados en los medios. Incendios, saqueos, represión brutal.  Y en la vida cotidiana: entre las imágenes chilenas más pungentes de estos días son las que las cámaras registran, en un segundo plano de hechos sociales o policiales, que muestran a quienes madrugaron para trabajar o buscarse la vida por detrás de un primer plano de quienes no habían dormido en la noche. Volvió a verse, una vez más, la inepcia de la casta política, la misma que decía haber hallado remedio a estos males al entregarse a la reescritura de la Ley Fundamental, ante las violencias que siguen. El gobierno culpó a los candidatos presidenciales de izquierda de las dos muertes, 500 detenciones, y multimillonarios destrozos, contando sólo los de la primera noche. En la que dejaron sin luz a la capital política, Santiago, y a la legislativa, Valparaíso. Y la oposición respondió denunciando al gobierno acusador, y a sus provocaciones.  El público pudo ver a la casta política, que por primera vez incluye también a la Convención Constitucional, actuando como comentaristas de hechos que les quedaban grandes, y de cuyo control y aun comprensión se sentían por completo libres. Fue más tarde, después de tuitear respondiéndole ‘no soy yo’ al subsecretario del Interior Juan Gabriel Galli que al candidato presidencial de la izquierda Gabriel Boric le llegó el momento de deplorar por tuit los sufrimientos de la violencia –y también desentenderse. En los dos últimos años, los homicidios han crecido un 20% en Chile, y en las comunas al sur de Santiago, hasta un 80 por ciento. En el norte, la animosidad contra la migración ha llegado a un clímax de xenofobia asesina.

El único candidato que promete ley y orden, y observancia puntillosa del ejercicio de los viejos derechos del pueblo chileno, antes que consagración de una panoplia de ‘nuevos derechos’, es José Antonio Kast.  Se lo considera un ferviente partidario del dictador Augusto Pinochet. Se lo compara, una y otra vez, con Trump y con Bolsonaro. Desde septiembre estalló la violencia contra los inmigrantes en Iquique, un puerto en la árida costa norte de Chile. Tres semanas atrás, en una visita a Colchane, pequeña localidad en la frontera con Bolivia que se ha convertido en un punto de cruce popular para los migrantes, Kast destacó la violencia perpetrada por los migrantes. Ha propuesto crear un organismo de investigación, dentro de las fuerzas policiales, a imagen del muy criticado Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (Ice) de EEUU,  para “buscar activamente a los inmigrantes ilegales”. Kast no eleva muros pero sugiere cavar zanjas a lo largo de la frontera del país para frustrar la migración clandestina

De Kast estremece la sobriedad de su nostalgia con respecto a una tradición que fija su punto de inicio en 1985, en el ministerio de Finanzas de Hernán Buchi, después candidato presidencial derrotado en 1989. En temas de  migración, seguridad pública, delincuencia común, narcotráfico y licuefacción de valores sociales, Kast es el candidato de quienes no tienen ninguno. También por la cruzada en religiosa defensa de la propiedad privada de la tierra que predica para el sur atravesado por la reivindicación mapuche.

La intención de voto por Sebastián Sichel, el candidato de la coalición de derecha oficialista, consuetudinaria competidora de la concertación, entró en caída libre. La viabilidad candidatura luce irrecuperable en esta coyuntura; la colusión de verdades retaceadas y de revelaciones no refutadas sobre su fortuna y sobre la financiación de su carrera política y de la de otros miembros de su campaña es un freno muy poderoso.

No sólo ha desaparecido el centro en Chile. El entero universo político de consensos entre élites que envejecían en simultáneo con un personal que seguía en sus cargos, el escenario en el que se medían los pasos de distancia entre los extremos a derecha y a izquierda, ya no existe. Menos de cuatro años atrás, nadie podía en dudas la solidez de ese teatro y esas tablas.

En noviembre de 2017, Piñera ganó por segunda vez la presidencia. Sucedió a la socialista Michelle Bachelet, a la que él había sucedido en 2010, y la que lo había sucedido a él en 2014, en cuádruple alternancia. Dos mandatos para la concertación de centro-izquierda y dos para la coalición de centro-derecha. Mirados de más cerca, los números de ese pasado reciente invitan a mirar no sin cautela el futuro más próximo. En el balotaje, Piñera se impuso por el 54% de los votos, 10 puntos por encima de su rival. Y en primera vuelta, había superado casi por 15 al hoy un tanto desdibujado Alejandro Guillier, político progresista candidato del oficialismo. En octubre de 2019, la aprobación de Piñera cayó al 14%, nadir histórico de la democracia chilena. Era el mismo presidente que en junio de 2018 gozaba de una aprobación del 58%, mucho más alta que la más alta de la que alguna vez hubiera disfrutado Bachelet. De aquellos 54% y 58%, tan enfáticos, no tan lejanos, podemos preguntarnos qué queda, dónde fueron. Y si la corriente mayor de su flujo, como es de esperar, drenará hacia las urnas de Boric antes que a las de Kast, al heredero de la aventura del estallido social antes que a las del guardián del milagro económico. 

AGB

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