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ANÁLISIS

Qué será lo siguiente para la política exterior de EEUU y cómo afectará al resto del mundo

Un soldado estadounidense.

Patrick Wintour

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Siempre supimos que el vigésimo aniversario del 11-S y sus consecuencias darían lugar a un profundo momento de reflexión sobre lo que perdimos y aprendimos.

Pero hasta hace unas pocas semanas la retrospectiva estaba en riesgo de adquirir una dimensión histórica, hasta un tono sepia, cuando la atención de los líderes políticos se desplazó sobre una serie de amenazas más contemporáneas –la pandemia, las emergencias climáticas, la competencia entre grandes empresas tecnológicas y las grandes potencias, incluyendo el ascenso de China.

La “guerra contra el terrorismo”, después de todo, no parecía un triunfo; como mucho había sido un empate. Parecía posible que el terrorismo musulmán fuera un fenómeno temporal y manejable, confinado cada vez más en África, con excepción de algunos terroristas solitarios en centros comerciales europeos.

En cambio, el vergonzoso final de los 20 años de Estados Unidos en Afganistán –es decir, que el aniversario del 11 de septiembre haya coincidido con el comienzo de un segundo Emirato talibán– ha hecho de la efeméride algo mucho más actual.

Una primera víctima parece ser la idea de construir naciones, y quizás también su prima distante, ya malherida, la doctrina de la responsabilidad de proteger. Jonathan Powell, el antiguo jefe de gabinete de Tony Blair, dijo que no sabía si se trataría de un fenómeno a corto plazo o un punto de inflexión que los historiadores estudiarán en el futuro.

Fin de las grandes operaciones

Joe Biden, que no cree en una guerra en Afganistán más allá de los fines antiterroristas, claramente prefiere la segunda opción. “Esta decisión trata de terminar una época de grandes operaciones militares para rehacer otros países”, le dijo a los estadounidenses hace unos días. En un lenguaje similar al de Trump, sostuvo que Estados Unidos ya había alcanzado sus intereses nacionales vitales en Afganistán cuando enviaron a Osama Bin Laden a “las puertas del infierno” y eliminaron los campos de entrenamiento.

En resumen, el departamento militar de “exportación de democracia” de Estados Unidos estaba cerrando sus puertas. Emmanuel Macron, el presidente francés, dijo que a él tampoco le interesaba ya construir naciones, en referencia a Mali.

El contraste con el comienzo de este siglo es fuerte. Antes de entrar en la Casa Blanca, George W. Bush había hecho campaña en contra de la construcción de naciones, con la declaración: “No creo que nuestras tropas deban ser usadas para lo que llaman 'construir naciones'. Creo que nuestras tropas deberían servir para luchar y ganar guerras”. Así rechazaba los esfuerzos de Bill Clinton en Somalia, Bosnia, Kosovo y Haití, por no mencionar los de Truman en Japón y Alemania.

Incluso después del ataque a los talibanes en 2001, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, aclaró que no le interesaba planificar lo que sucediera después de la guerra, cuando dijo en una conferencia: “No creo que eso nos otorgue la responsabilidad de decidir qué tipo de gobierno debería tener ese país”. La estrategia, en palabras de Colin Powell, el entonces secretario de Estado, fue “bombardear y esperar”.

El cambio

Pero, en su autobiografía, Bush dijo: “Después del 11 de septiembre cambié de opinión. Afganistán era la gran misión de construcción nacional”. La caída de Kabul en 2001, la instalación de una administración apoyada por la ONU y la llegada de sus fuerzas de paz, operadas bajo control nacional británico y limitada inicialmente a la capital, llevaron a Estados Unidos a pensar en cómo reconstruir el país para protegerlo del terrorismo a futuro.

En abril de 2002, en un discurso en el Instituto Militar de Virginia, Bush demostró su conversión. “Sabemos que la verdadera paz solo podrá lograrse cuando le demos al pueblo afgano los recursos para alcanzar sus propias aspiraciones. La paz se logrará ayudando a Afganistán a desarrollar su propio gobierno estable”.

Más tarde, ese mismo año, la estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos decía que extender la democracia era “un interés nacional vital de EEUU”. En 2005, el Pentágono había publicado la Directiva 3000.05, que convertía a las “operaciones de estabilidad” en una misión militar central. La edición de 2006 del Manual de Campo para Soldados del Ejército y Marina decía en la primera página: “Se espera que los soldados y marines sean tanto guerreros como constructores de naciones”.

La comunidad internacional tenía el permiso, en una era de globalización, incluso el deber, de intervenir en casos de genocidio o crímenes de guerra.

Pero con la retirada de Afganistán, se han intensificado las reacciones en contra. Los defensores de la intervención ven cómo las corrientes intelectuales en Estados Unidos, aunque quizás no tanto en Europa, se alejan de ellos.

Los poderes y presupuestos de la antigua política exterior están en estado casi de asedio, atacados por una extraña alianza entre nacionalistas, demócratas de la era de Obama y progresistas. HR McMaster, consejero de Seguridad de Trump, describió este punto con enfado como “el encuentro de la derecha neoaislacionista con la izquierda que se odia a sí misma”.

Hay quien cree que, si el apoyo al Gobierno afgano puede evaporarse en un mes después de veinte años de asistencia y entrenamiento, ya es hora de enterrar la creencia de que el mundo puede ser recreado a imagen y semejanza de Estados Unidos. El almirante retirado Michael Mullen, el oficial militar de mayor rango durante los gobiernos de Bush y de Obama, apoyó con firmeza la construcción de naciones, pero fue la primera figura militar de este nivel en admitir el error, cuando dijo: “Deberíamos habernos retirado hace una década, después de la muerte de Osama Bin Laden. Biden lo ha comprendido”.

Ahora se piden audiencias parlamentarias para indagar por qué fue más fácil permanecer en una guerra imposible de ganar durante 20 años que retirarse.

Los papeles de Afganistán

Ahora hay un renovado interés por los Papeles de Afganistán, la serie del Washington Post de diciembre de 2019 que “desveló que las instituciones políticas y militares estadounidenses mintieron sistemáticamente al Congreso sobre los avances en el terreno, y que no creían que la misión pudiera triunfar”.

Algunos críticos del establishment de la política exterior afirman que existe casi un estado de guerra incrustado en los comentaristas de política exterior y en el mundo de los thinktanks, como el Centre for Foreign Relations, Brookings y el American Enterprise Institute.

Matt Duss, el asesor jefe de Bernie Sanders en política exterior, dice: “Si algo hemos aprendido en la última semana es lo profundamente comprometida que está la cúpula mediática con el proyecto imperialista estadounidense”.

Stephen Walt, profesor de la facultad de Gobierno en la Universidad de Harvard y autor de The Hell of Good Intentions – un libro sobre la élite de la política exterior estadounidense – condena al “coro de expertos sobrexcitados, buitres impenitentes y adversarios oportunistas que ahora exclaman que la derrota en Afganistán ha hecho jirones la credibilidad estadounidense. Están equivocados. Terminar una guerra imposible de ganar no dice nada sobre la voluntad de una gran potencia de luchar por objetivos más vitales”.

Muchos defienden una corrección de curso más amplia. Ben Rhodes, consejero adjunto de Seguridad Nacional de Barack Obama, ha estado al frente de esta petición. En un artículo en Foreign Affairs, escribe que podría sostenerse que Libia, Irak, Afganistán y Somalia estarían mejor sin la intervención estadounidense, y agrega que las políticas estadounidenses posteriores al 11 de septiembre fueron usadas para otros propósitos por estados autoritarios como Egipto o Arabia Saudita. Al abusar de sus poderes para vigilar y castigar, EEUU terminó exportando represión, y no democracia.

Pero Rhodes va más allá: según él, toda la estructura de la “guerra contra el terror”, incluyendo el uso excesivo de los ataques con drones, debe ser desmantelada para permitir que EEUU deje atrás la agenda posterior al 11-S. Las intervenciones militares liberadoras pueden haber tenido buenas intenciones, pero han terminado en el fracaso o la locura, como demuestran las acciones de comandantes militares estadounidenses astutos como el General David Petraeus, que convocó a antropólogos para convencer a Obama de que el ejército estadounidense podía lograr que los habitantes de Kandahar rechazaran a los talibanes.

“Estados Unidos debe preguntarse: ¿qué necesitamos realmente para mantener seguro al país? La cantidad de militantes ha crecido todos los años desde el 11-S. Claramente lo que estamos haciendo también produce terroristas”, escribe Rhodes.

Los demócratas más influyentes, como Chris Murphy, un senador experto en materia de asuntos exteriores, probablemente capten el estado de ánimo actual. “La pregunta es: ¿deberíamos habernos quedado allí eternamente para resguardar esos avances? Hay regímenes terribles, despóticos en todo el mundo y EEUU no toma la decisión de enviar tropas en contra de cada uno de ellos”.

Esto deja a los defensores de la intervención discutiendo sobre el complicado escenario donde Biden podría haber conservado unos 2.500 soldados en Afganistán para inclinar el campo de batalla.

Una “presencia abierta”

Richard Haas, presidente del Concejo de Relaciones Exteriores desde 1993 y un diplomático veterano, sostiene que la alternativa a la retirada de Afganistán no fue una “ocupación indefinida”, sino de una “presencia abierta”. “La ocupación es impuesta, la presencia es invitada. Si no, creerías que estamos ocupando Japón, Alemania y Corea del Sur”, dice. Sostiene que la cantidad final de tropas estadounidenses –lo que Biden llamó una opción de baja intensidad– podría haber funcionado.

Una de las dificultades es que quienes defienden la intervención suelen terminar sosteniendo que la política fue correcta, pero que hubo errores en su ejecución.

James Dobbins, un antiguo enviado especial a Afganistán, es un ejemplo de ello. Dice que la Administración de Bush se enfrentó a las alternativas de “ocupar permanentemente, reinvadir periódicamente o comprometerse a construir un régimen sucesor mínimamente competente”, idealmente en paz consigo mismo y con sus países vecinos.

Dice que Bush había elegido sabiamente la segunda opción, pero nunca había enviado el apoyo económico o militar necesario, por distraerse con la guerra en Irak.

Richard Holbrook, un diplomático veterano de Vietnam y representante especial de Obama en Afganistán, aportó otra versión cuando le escribió a Hillary Clinton que la contrainsurgencia puede funcionar en principio, pero que requiere una coerción considerable, como demostraron las guerras en Filipinas, Malasia o el Marruecos francés. Hubo dos problemas específicos en Afganistán, según él. La contrainsurgencia solo funciona si el enemigo no tiene refugio al otro lado de la frontera – los talibanes tenían a Pakistán – y “el Gobierno actual carece de la legitimidad y de la atracción suficiente para motivar a cientos de afganos a morir por él”.

Douglas Lute, que pasó seis años en la Casa Blanca enfocado en el Sur de Asia durante dos administraciones, dice que las prioridades de Estados Unidos estaban mal. “Hicimos demasiado por construir un ejército afgano según nuestro modelo, con un 80% de analfabetismo, un consumo de drogas galopante, una cultura política corrupta hasta el fondo”, dice. “Durante años y años les ofrecimos apoyo aéreo, disparamos armas de precisión, los transportamos en nuestros helicópteros y les dimos la información de inteligencia de nuestros drones, los enviábamos a entrenar en bases aéreas norteamericanas y ellos desertaban para solicitar asilo. Había un índice anual de deserción del 30%”.

No es que los afganos no estuvieran preparados para la democracia, sino que nunca hubiera sido posible que la democracia ganara asidero en medio de la insurgencia.

El inspector general especial para la reconstrucción de Afganistán explicó que “el éxito en estabilizar los distritos afganos raramente duraba más que la presencia física de tropas y civiles de la coalición en ellos”.

En realidad, “llegar a Dinamarca” –tal como Francis Fukuyama describió alguna vez la construcción de naciones– requiere tiempo, experiencia, recursos y habilidades.

Los opositores puristas de la construcción de naciones descartan esto como “el regate de la incompetencia” y sostienen que tras 20 años en Afganistán, casi todos los cambios de la política intentaron varias opciones y nada funcionó.

Guerras eternas

En cualquier caso, son tres los problemas que emergen.

Si los regímenes democráticos concluyen que las intervenciones con apoyo militar en busca de la democracia no funcionan, ¿los regímenes autocráticos mostrarán la misma contención? En el discurso donde calificó de imbecilidad la demanda de acabar con las “guerras eternas”, Tony Blair señaló que Putin había demostrado que estaba preparado para guerras eternas en Siria.

Mark Sedwill, antiguo jefe de gabinete británico, usa el mismo argumento con China: “Si eres uno de nuestros adversarios autoritarios, harías bien en recorrer el resto del mundo, acudir a esos países que están en juego y decirles: ”como veis, lo habíamos dicho, tenemos la paciencia estratégica y ellos no’“, dice. La construcción de naciones no es solamente un fenómeno occidental.

En segundo lugar, si una intervención militar de gran escala se ha visto deslegitimada en Afganistán, ¿qué objetivos pueden alcanzarse militarmente, y cuáles pueden alcanzarse sin la presencia de EEUU?

Blair, por ejemplo, teme que los estados frágiles en el Sahel se desintegren, y que se produzcan genocidios. Retirarse a la antigua táctica de utilizar medidas coercitivas indirectas – sanciones económicas, aislamiento político, denuncias a las cortes penales internacionales, presión diplomática – casi no han funcionado en Siria o Bielorrusia.

Finalmente, si las intervenciones militares a gran escala han terminado, ¿cómo será la lucha contra el terrorismo en la que Biden insiste que EEUU sigue involucrado?

El antiguo director de la CIA Mike Hayden sostiene que los ataques puntuales con drones podrían golpear a líderes de alto rango de Al Qaeda, pero solo valdrán la pena si están alineados con la inteligencia en el campo.

Suzanne Raine, antigua directora del centro de análisis para el terrorismo del Gobierno británico, dijo hace unos días que “la capacidad de Biden de ver más allá del horizonte tendrá dificultades para acceder a algo más que nombres y datos, y será vulnerable a la desinformación, al prejuicio y a la manipulación, y perderá la oportunidad de conocer cómo piensan los adversarios de Occidente”.

En un aleccionador ensayo publicado en el aniversario del 11-S, advirtió: “Ahora hay movimientos alineados, aunque estén bajo diferentes comandos y controles, de Nigeria a Burkina Faso, de Mozambique a Afganistán, a las Maldivas, Indonesia y las Filipinas. Un califato antiguamente inimaginable ha durado cinco años y sus seguidores alrededor del mundo, que han luchado juntos o lidian con el agravio de no haber podido hacerlo. Todavía hay más de 60.000 combatientes de Daesh con sus familias en campos y cárceles en Siria e Irak, incluyendo a ciudadanos extranjeros de otros 60 países. Mientras tanto, los socios de Al Qaeda en Siria, Hurras ad-Din, publicaron la grabación de una videollamada en enero donde animaban a atentados contra de Occidente. Se cree que al menos la mitad de sus miembros, estimada en torno a los 2.500, son extranjeros, con un liderazgo egipcio y tunecino. Esto definitivamente no es un avance”.

Traducción de Ignacio Rial-Schies

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