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Relato

Bléfari, Rilke y los artistas y el dinero

Rainer Maria Rilke

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Mayo, 2015

Deudas y cuentas se me aparecen como un sueño, como si al final no importara. Toda esa preocupación eterna por el dinero que me acompañó toda mi vida parece, de pronto, perder peso y lugar. Tal vez si muero ya no importe de verdad. Se encargarán otros, del dinero que se debe, del que me deben, del que podría ganar…, algo de lo que hubiera querido no tener que preocuparme nunca… o algo en lo que me hubiera gustado ser más ¿práctica o afortunada?

Para algunos parece más fácil.

Rosario Bléfari, Diario del Dinero, Mansalva, 2020.

Hace poco terminé de leer el libro sobre Rilke que escribió Mauricio Wiesenthal, Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto, Acantilado, 2015).  A lo largo de 1.123 páginas Wiesenthal reconstruye el recorrido de Rilke y lo sitúa en su época. No es una biografía condescendiente, ni laudatoria. Más bien todo lo contrario: Wiesenthal se propone basar sus comentarios y descripciones en documentos, en libros, en fotos. Aunque a veces es concluyente, opina lo menos posible. Aún así, y como casi todo, creerle o dejar de hacerlo es sólo y siempre un acto de fe. 

En esa larguísima reconstrucción de lo que pudo haber sido el paso de Rilke por este mundo, hay una constante, junto con la de sus romances a distancia: la preocupación por el dinero, por el sustento. A lo largo de toda su vida, se dedicó a seducir a nobles y condesas para poder escribir y no tener que trabajar de otra cosa. Y una y otra vez esos mecenas le pedían rendición de cuentas sobre lo que hacía con el dinero. También pedían que se encerrara en su estudio a trabajar y comer lo mínimo necesario, que no dilapidara ese dinero en viajes y hoteles caros y bonitos y al pie de lagos centroeuropeos. Esos mecenas, además de darle el dinero, esperaban que él  actuara o representara a ese artista sacrificado que necesitaba de ellos para sobrevivir. Es decir, ellos querían, con su dinero, poder comprar un tipo de artista. 

Rilke nunca poseyó nada. Migró de casa en casa, casas prestadas, alquiladas, facilitadas, nunca propias. Él tuvo todo de prestado menos su don, el de escribir y el de resistir, resistir a lo que esperaban de él los que solventaban su vida.

Un siglo más tarde y de este lado del charco, Rosario Bléfari lleva, a lo largo de casi treinta años, un diario del dinero: anota en detalle lo que compra, lo que le cuesta cada producto del supermercado, el alquiler, el transporte público, la ropa para su hija; lo que le deben por trabajos realizados, lo que nunca cobró. ¿Esa misma artista habría vivido con menos angustia y pesar en algún otro país en el que los artistas sean, de alguna manera, acompañados o reconocidos por alguien, por algo? ¿Mecenas? ¿El Estado? ¿Existe, eso, en algún lugar? Y si sí, ¿de qué manera sería eso? ¿Por medio de subsidios, de dinero de desempleo? ¿De sueldo legítimo? 

Parece tener sentido que un artista pase por el mundo sin llegar a poseer nada material. Pero si eso lo abstiene de, en efecto, poder ser un artista por tener que procurarse qué comer, deja de tenerlo. 

Hace un par de años dirigí junto a dos amigas una obra que se estrenó en una sala del Teatro San Martín. La buena disposición en la primera reunión resultó finalmente una antesala al destrato y la dificultad: cachets paupérrimos, fechas aplazadas, problemas de comunicación.

La gestión pública no debería ser personalista. Ahí radica gran parte del problema: no deberíamos ni saber el nombre del que gestiona el presupuesto, porque debería estar gestionándolo para el bien común. Una vez que aparece el personalismo y sus arbitrariedades, todo comienza a derivar lentamente hacia lo particular y lo privado. 

Por lo menos los mecenas de Rilke no tenían una doble moral al querer poseer a su poeta, ni manejaban fondos públicos. El único modo real de mostrar respeto por alguien y lo que hace es facilitarle el camino, sin elogios ni promesas que no son nada, pero con presencia y hechos concretos. Y dinero.

Ensayamos esa misma obra, en la que actuaba Rosario, entre otrxs, a lo largo de dos meses en el octavo piso del Teatro San Martín. Ensayábamos casi todo el día así que almorzábamos ahí. A veces llevábamos vianda, otras íbamos a comprar comida por peso y otras poquitas nos aventurábamos al bar el Dado, que está sobre Paraná al costado del San Martín. El Dado es un bar típico del centro, con su barra clásica, sánguches y café. Rosario fue todo lo que pudo. Hicimos la broma de que se gastaba el sueldo de la obra en el bar el Dado, nos reímos, pienso ahora que es probable que fuera cierto, o por lo menos una parte importante.

A Rosario le gustaba mucho mucho la ciudad y la gente. Pero también le gustaba la tranquilidad del fondo de la casa de su papá en Santa Rosa. Y le encantaban las ciudades pequeñas y grandes de provincia. Y le encantaba la naturaleza cuando podía estar. A Rosario, concluyo, le gustaba todo mucho y era una gran observadora. Algo que se percibía cuando se hablaba con ella, y que se va a poder encontrar en sus discos y libros para siempre. A Rosario le gustó siempre mucho todo y decía, ella misma, que no conocía la frustración, porque siempre iba a parecerle bien lo que surgiera, lo que la vida le brindara. 

Por eso me atribula recorrer las páginas de su Diario del dinero. Ahí la encuentro triste, preocupada, apesadumbrada. No es que una cosa contradiga a la otra. Estoy convencida de que en el encuentro con el otrx ella vibraba. Con el público, con la música, en función. Rosario ya se sentía muy mal cuando ensayamos la obra. Pero no quería hablar de eso. Eso estaba ahí y era evidente y era implacable pero ella se abogaba el derecho de no ser sólo eso: una enfermedad. Rosario seguía siendo Rosario, con esa circunstancia. Rosario, a veces, se adormecía en el camarín antes de salir a escena, y todo parecía imposible. Pero empezaba la función y ella se encendía, y actuaba, y su voz salía, y ella estaba ahí, presente y poderosa, dueña del instante.

Rosario, como Rilke, tuvo siempre en su mano el poder del presente, del dominio de sí misma, de la amateur constante, de la alumna constante, de la sorpresa ante el mundo constante, como si siempre fuera la primera vez. Ese fue su patrimonio, junto a su voz y su música y su voz y su cara en el cine, y su voz en papel. Ella se poseyó a sí misma y se fue fiel, lo que es ya un montón. Ahora, leyéndola, no puedo dejar de pensar que junto con ella deseo que hubiese sido más afortunada en términos materiales, o ni siquiera, solamente que su don y su trabajo hubiesen tenido su valor en dinero, que ella podría haber convertido en un estar más holgado en el mundo, y con un poco menos de preocupación.

RP

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