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Opinión - Los cuadernos de primavera

Una chica con onda

Fabián Casas Cuadernos de primavera

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En algunos momentos de desintegración de la cultura popular, tenemos que recurrir al mito para ordenar el mundo. Christian Petzold es un director que forma parte de la nueva escuela de cine alemán. Su país la rompió en una de las últimas grandes tragedias de nuestra civilización. Bastaría imaginarse qué hubiera escrito Hitler de haber tenido Twitter. Esa grietas que dejó la guerra -la culpa, el desarraigo, los fantasmas, la delación y el coraje- atraviesan buena parte de sus películas. Si el cine norteamericano -a grandes rasgos- se caracteriza por vindicar los cabezas de termos al estilo Forrest Gump y el francés a sofisticar ciertas historias hasta que parezcan cool, el alemán -como su país- parece  estar en una constante restructuración, es un cine que por debajo de su frialdad y melancolía, sigue teniendo inyectada la potencia del romanticismo. 

El fin de semana pasado fui a ver Undine, de Petzold, en el cine Lorca. Para mí fue todo un acontecimiento. A mi lado, butacas libres por el Covid, y nadie comiendo y tomando gaseosas mientras se proyectaba el film. En la sala éramos sólo tres personas: como estaba sentado justo donde nacía la escalera, pude ver a mis contemporáneos cuando entraban. Una ex hippie de mas de sesenta, con una bolsa en la mano y, al rato, un chico joven, en bermudas negras, que parecía más vestido para ver un recital de ACDC que la peli en cuestión. Después se apagaron las luces y el milagro se produjo de nuevo. 

En la mitología griega la ondina es una ninfa acuática condenada a amar a un hombre. Pero si éste las hace salir del agua para después engañarlas o abandonarlas, ellas tienen la obligación de matarlo. Como siempre, el mito tiene algunas variaciones según la singularidad de los países que lo adopten. En una de las versiones, la ondina condena al hombre que la dejó a que cada vez que se duerma tenga momentos de asfixia, la culpa como apnea. Paradójicamente, la película de Petzold es de esas que respiran. Uno se puede quedar en los planos, habitarlos. No es un colocón de cocaína como las de Tarantino, que nos deja esa sensación de ser geniales y emotivos, pero en realidad estamos más duros que la panza de las modelos de lencería.

Por suerte Petzold no es un obsesivo del mito y puede cambiarlo a su antojo. “Nunca investigo mucho -dijo hace poco en una entrevista-. Leí el mito de ondina cuando tenía 22 años. Y lo sabía erróneamente en ese entonces. Pero cuando empecé a escribir el guión, no lo volví a leer. Sólo quería escribir un guión con las cosas que recordaba. Es un poco como las canciones que has escuchado, pero no puedes recordar todas las letras, así que cambias un poco por las tuyas. No está mal crear tu propio recuerdo”. 

Cuando empieza Undine, hay un hombre y una mujer -plano y contraplano- callados, sentados en la vereda de un café. No van a hablar mucho. Vamos a tener que entender lo que pasa con los restos del lenguaje. El hombre recibe un llamado a su celular y la mujer le pregunta si lo llama “ella”. Suponemos que “ella” es su rival. El hombre le dice que se tiene que ir. La mujer -que se llama Undine Wibeau- le dice que no la abandone, que no la deje. Y que si lo hace ella va a tener que matarlo. Undine es una chica que sabe meter presión. Le explica que tiene que irse al museo donde trabaja como guía -queda al lado del bar- y que en media hora va a estar de vuelta, y que si no está ahí esperándola va a suceder lo peor. 

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En las pocas cuadras que iban desde la avenida Independencia hasta la avenida San Juan, cuando éramos chicos, teníamos cuatro cines: el Los Andes, el Cuyo, el Moderno y el Nilo. Incluso la gente que trabajaba en el cine era parte de nuestra vida. El acomodador del Cuyo, si nosotros subíamos las latas de las películas por unas escaleras empinadas hasta la sala de proyección, nos dejaba ver las de James Bond gratis. De esta manera vi con mis amigos La espía que me amó. Recuerdo la primera escena del film por la euforia que me produjo. Bond y Mandíbulas, su archienemigo, peleaban en un avión y ambos caían al vacío. Pero Mandíbulas con paracaídas y Bond sin nada. “¡¿Qué va a hacer?!”, gritamos todos. Y lo que hizo Roger Moore fue genial. Puso su cuerpo como si fuera Superman y empezó a volar en dirección a su enemigo que tenía el paracaídas, para sacárselo. Ahora pienso que tal vez no era Mandíbulas, sino otro enemigo, pero como Petzold, no me importa inventarme la letra de la canción.

La hija del boletero del cine Los Andes era una mujer policía. El tipo vivía en nuestra cuadra con ella. Se decía que en un enfrentamiento con la guerrilla, ella quedó trastornada. Una mañana apareció por los techos de mi casa familiar diciendo que la perseguían para matarla. Se tiró al patio y mi mamá y mi tía la escondieron en la cocina. Al rato vieron aparecer a los tipos que la buscaban, también por los techos. Del miedo que tenían, mi mamá y mi tía no se dieron cuenta de que uno de los dos hombres era el padre, el boletero del cine. El hombre hacía señas de que a la pobre chica le faltaba un tornillo. 

La vida es como una película mala, dijo alguna vez Jean Luc Godard. Y yo recuerdo que cuando salía de ver tres películas seguidas en algunos de los cines del barrio, la vida exterior me parecía chirle, gris, sin sentido. Me imagino que los cuatro cines de barrio que teníamos drenaban algún tipo de metafísica en la comunidad. ¿A dónde habrá ido a parar todo ese combustible?

Undine vuelve, después de dar una charla sobre la gentrificación de Berlín -mostrando maquetas del Berlín oriental, del occidental y de futuras construcciones que se proyectan- y el hombre que la abandonó se ha ido. Ella no lo puede creer. Lo busca hasta en el baño del café. Cuando sale del retrete, se encuentra con otro hombre que le dice que la estaba buscando porque le encantó su charla. Undine -que está atravesada por la pérdida- no lo registra. El hombre le pide disculpas por molestarla y cuando se va retirando golpea con las espalda una pecera inmensa y se produce un pequeño tsunami que los arrastra por el piso mojándolos. Ambos quedan empapados, uno al lado del otro, y el hombre le saca a Undine pedazos de vidrios que tiene incrustados en la blusa. Así nace la historia de amor que Petzold va a empezar a contarnos utilizando a la simpatía de la magia como motor narrativo. No es mala idea ver esta película y leer El arte narrativo y la magia, un ensayo extraño que escribió Borges cuando perdió su voz poética después de que lo dejó Nora Lange. 

Para algunas personas el amor es un chicle que pierde su sabor de tanto masticarlo, pero que cuesta escupir. ¿Nunca les pasó? El chicle sin sabor se vuelve más adictivo que cuando lo tenía. 

Para algunas personas el amor es un chicle que pierde su sabor de tanto masticarlo, pero que cuesta escupir. ¿Nunca les pasó? El chicle sin sabor se vuelve más adictivo que cuando lo tenía.

Cuando uno ve películas americanas, las escenas suelen estar muy cortadas. Se privilegia la acción. Da la impresión de que la gente no tiene tiempo para escuchar largos diálogos o soportar escenas que no formen parte del arco narrativo. Las películas de Tarantino tienen diálogos largos e ingeniosos, pero son del tipo que solemos tener cuando tenemos un subidón y que al otro día recordamos con dolor de cabeza. El stand up también banalizó la posibilidad de hablar. Y mucho menos para que los personajes se desarrollen con una compleja inestabilidad. El plop, el punto de giro, todas esas garchas sobre cómo escribir un guión han convertido a las películas en elementos estereotipados como los cumpleaños infantiles con piñatas (una forma de iniciar a los niños en el capitalismo salvaje). O los casamientos donde los novios nos muestran las fotos de su vida antes de ellos juntos (una foto de ex novios podría ayudar un poco con el tedio). 

Cuando Undine, que es historiadora, le habla a los visitantes acerca de un palacio que fue construido en el siglo XXI pero que es una réplica exacta de uno del siglo XVIII, saca la siguiente conclusión, que es un poco la poética del film: “La parte engañosa de esto, es que al no haber diferencias reales, parece indicar que todo progreso es imposible”. Pensé en ciertas cadenas de pizzerías que impostan su edad, que son construidas de un día para otro pero que se muestran -desde su arquitectura y su slogan- como antiguas, como si hubieran estado desde siempre. 

Desde ya que en el cine fast food las escenas de Undine hablando sobre las maquetas y la historia de Berlín hubieran estado elididas. La primera vez que vi una película de Petzold no sabía que era de él. Y me impactó mucho. Se llama Bárbara y la daban en Isat. La segunda vez fue porque leí en este diario una columna muy buena de Romina Paula sobre Phoenix y después vi el film. 

El último plano de Undine es una subjetiva a ras del agua. Desde ahí nos mira ella para que nos portemos bien. Te entendí. 

Me fui del cine tarareando “Una chica llamada Johnny”, una canción hermosa de los Waterboys: “Y la casa que una chica llamada Johnny construyó/es ahora sólo cenizas y arena”.

FC

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