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Opinión Ensayo general
Las reglas

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo

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Mi parte favorita del libro de doña Petrona que tenía mi mamá era el principio. Siempre me gustó leer recetas de cosas que no pienso cocinar (lo sigo haciendo: ahora mismo tengo abiertas tres pestañas distintas con sopas que por supuesto no planeo preparar con este clima), pero más que cualquier aspic o mayonesa de ave recuerdo haber leído muchísimas veces las primeras páginas que el ejemplar que había en mi casa dedicaba a algunas reglas de protocolo muy sencillas que debía conocer un ama de casa de clase media para llevar adelante una mesa como Dios manda. Me olvidé de la mayoría de las cosas que decía, pero no de todas. De noche siempre mantel, si la ocasión es formal, blanco; de día, en un almuerzo, se podía optar por individuales. Los cubiertos se ubican de afuera hacia adentro según el orden del servicio, pero en una cena de cierta informalidad no hace falta cambiar los cubiertos en cada plato (había muchas aclaraciones de este tipo, un tono general que recomendaba no sobreactuar etiqueta como si eso fuera efectivamente de tan mal gusto como olvidarla). Me gustaba especialmente una indicación que daba de sentar a las parejas en diagonal en lugar de enfrentadas o juntas, para evitar que cada uno converse con quien vino e invitar a la gente a mezclarse. 

Me simpatiza esa cosa de los modales de digitar ciertas interacciones para hacerlas más fluidas sin que quienes participan de ellas tengan demasiado presente la digitación; es una de las razones por las que, de esa época en adelante, mantuve cierto interés en el protocolo, aunque no soy una experta ni mucho menos. La otra, supongo, es que nací en una comunidad que se regocija en el conocimiento de la regla; que la manga hasta el codo, que las tres estrellas que inauguran el sábado, que las mil y una normativas sobre lo que se puede comer y lo que no. La tercera, relacionado con esto mismo, supongo, es que cuando una deja de ser judía ortodoxa lo más importante es que parezca que conoce las reglas del otro mundo. No creo que sea raro que los que no pertenecemos nos obsesionamos un poco con los indicadores de pertenencia.

Descubrí hace poco un podcast sobre etiqueta que se llama Were You Raised By Wolves? (“¿Te criaron los lobos?”). Es bastante divertido. En algunos casos analizan la historia de alguna regla muy conocida y se preguntan si tiene sentido sostenerla; otras veces plantean situaciones de la vida contemporánea y se preguntan cuál sería el curso de acción más cortés. El podcast parece operar sobre un principio sencillo: hay algo valioso en eso que entendemos por la cortesía o los buenos modales, que sería la intención de no hacer daño ni incomodar a otras personas, pero no todas las reglas de etiqueta van hoy en esa dirección y no debería ser grave, por un lado, ni abandonar las reglas que ya no cumplen esa función ni elaborar nuevas reglas que sí colaboren con ese valor de aceitar la convivencia. Por ejemplo: la regla de no poner los codos sobre la mesa, dicen en el podcast, surge en el medievo y no se basa en razones estéticas sino en preservar el espacio del otro en una mesa en la que de otro modo no estaríamos todos cómodos para comer. Cuando ya no estamos comiendo y no hay platos ocupando lugar hasta la experta en etiqueta Emily Post concede que no hay nada de malo en apoyar los codos en la mesa, e incluso puede ser lo más cortés si es para inclinarte y así escuchar mejor a alguien que se encuentra del otro lado. 

Siempre tuve ese mismo criterio con las reglas religiosas: entendía perfectamente por qué no estaba bien matar o robar las vacas de tu prójimo, pero no por qué estaría igual de mal prender la luz en shabat o cualquier otra cosa que no le hiciera mal a nadie. Con la etiqueta me pasa lo mismo: me gusta especialmente una regla que leí hace poco en algún manual de los años cincuenta que dice que no hay que pedirle al anfitrión nada que no haya a la vista. Me encanta porque está dirigida al que creo que debería ser el objetivo de la cortesía, que es no hacer sentir humillada a una persona por no tener alguna cosa, por cara o porque se olvidó de comprarla, no importa: evitar que otras personas se sientan en falta. Es lo contrario de esas normas arbitrarias que son solamente marcas de clase, que solo sirven para mostrarle a otra persona que es una mersa porque no las conoce, como esa de no poner la coca cola en la mesa (no labels on the table, “ninguna etiqueta en la mesa”); si tiene algún sentido superior pido disculpas por desconocerlo, yo solo he visto que sirve para que bajen la coca disimuladamente cada vez que alguien se equivoca y la deja en la mesa, una obsesión absurda que no hace ninguna contribución ni al fluir ni al placer de ningún encuentro. 

Lo que estoy tratando de entender es si “no contestar cuando te atacan” es una regla de cortesía de las que mejoran las interacciones o de las que las empeoran, las embarran, las hacen más torpes o más opacas. Recuerdo la indignación masiva en Estados Unidos cuando Will Smith se paró a embocar a Chris Rock, que acababa de hablar mal de su mujer. La reacción mediática fue absolutamente exagerada, pero pongamos que se podía justificar en una desproporción (responder a una agresión verbal con una agresión física). En el caso de Messi y su supuesta “vulgaridad” sencillamente me cuesta entenderlo: ¿por qué vendría a ser más vulgar el que responde a una descansada que el que te descansa? Vuelvo al caso de Will Smith y Chris Rock; más allá de la mentada desproporción, siento que hay una constante en eso de terminar siempre hablando más de quien contesta que de quien pegó primero. Supongo que para algunos hay una marca de elegancia (¿de clase, también? No lo tengo claro, me lo pregunto) en la impasibilidad, el no dejarse afectar. La elegancia a veces parece consistir exactamente en eso, la capacidad de ser indiferente. Lo puedo entender, pero para demasiadas cosas en la vida es importante no ser un desafectado completo. La capacidad de ser afectados está en el centro de nuestra humanidad, nuestra vulnerabilidad, nuestra capacidad de sentir y de crear, de estar conectados. No creo que haya nada particularmente valioso en ese ideal anglosajón de la desconexión total, mind your own business, ocuparse solo de las cosas de una: no hablar de otras personas, no mirar a otras personas, no envidiar, no dejarse afectar ni provocar. Puede ser “más elegante” no responder una provocación, pero hasta las personas más elegantes saben que la elegancia no es el único valor de ninguna moral defendible. 

TT

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