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Opinión

La utopía de no envejecer (o el mandato de negar la vida)

Lisa Simpson versus la muñeca Stacy Malibú

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La muerte de Silvina Luna mostró el extremo más crudo de la violencia estética. Los medios, que crearon y legitimaron discursos negativos en torno a su físico durante años, buscaron convertir en rating su pelea por recuperar la salud arrebatada. Pero ella se elevó por sobre la hipocresía. Durante meses difíciles, transmitió sus procesos de cambio, sus reflexiones y su reconstrucción de autoestima, cuestionando a la industria de la estética y la medicina irresponsable, asesina. 

Frente a los mensajes insidiosos que recibía en las redes sociales –incluso durante los momentos más críticos– subrayó la importancia de no opinar sobre los cuerpos ajenos. “¿Qué me pasó en la cara? Tengo 42 años. Quizás se quedaron con la imagen de la chica de 22 y me pasó la vida”. Silvina advertía que ya no buscaba su valía en el exterior. Y capturaba un hecho fundamental: las agujas del reloj son un arma en manos de esteticistas y farmacéuticas. Que “la vida no pase”, que las mujeres no vivan (o que vivan en silencio, sin que se les note) es un negocio. La muerte es un negocio.

Mi cuerpo, ¿mi decisión?

Para muchas, el miedo a envejecer empieza a una edad imposible. La proyección de longevidad –indicador histórico del progreso social– parece representar una carga antes que un alivio. No es nuevo. Cuando Gloria Steinem, una de las personalidades más destacadas de la segunda ola feminista, cumplió su cuarta década, se enfrentó a múltiples acotaciones sobre su apariencia juvenil.  “Así es como se ven los cuarenta. Hemos estado mintiendo durante tanto tiempo, ¿quién lo sabría?”, respondió.

Diez años atrás, había protagonizado una lucha pionera que derivó en la conquista del aborto en Estados Unidos por cincuenta años. Aunque, en paralelo, debió asistir a un frente de batalla, secundario y desgastante, contra los eternos comentaristas de su aspecto. Su principal preocupación fue siempre el cuerpo concreto y en acción de las personas gestantes (su posibilidad de elegir, de desear, de intervenir en la arena pública); el foco de sus detractores se centraba en el cuerpo femenino como proyección de valores y terreno de dominación.  

Durante aquella década –los conmocionados setenta–, la filósofa, escritora y directora Susan Sontag escribió “El doble estándar del envejecimiento”. El artículo resistió el paso del tiempo porque los prejuicios que denunciaba siguen latentes, como cimientos podridos.  

La autora decretaba: “Después de los 35, cualquiera mención a la edad de una conlleva el recordatorio de que uno está más cerca del final de la vida que del principio”. Para ella, la internalización de esta crisis de subjetividad emergía cada vez que una mujer mentía con respecto a su edad. Ya sea a un empleador, a un prospecto amoroso o a un extraño.

Los esfuerzos para contrarrestar el paso de los años se relacionaban, según Sontag, con el hecho de que las mujeres conforman “un tipo de ser humano más estrechamente definido”. Nada demostraría más claramente su vulnerabilidad que el especial dolor, la confusión y la mala fe con que se vive el envejecimiento. 

“Ser mujer es ser una actriz”, cuyo valor –indican las publicidades, el mercado de trabajo y del deseo– radica en cómo se disfraza para ocultar lo que es. Los orígenes de estos preceptos se encontrarían en un hito de la Modernidad occidental, la caza de brujas. “Que las mujeres viejas resulten repulsivas es uno de los sentimientos más estéticos y eróticos de nuestra cultura”.

Sontag opinaba que los prejuicios que aumentan contra las mujeres a medida que pasan los años son una parte importante del privilegio masculino, que cercena su libertad y las condena a ser adultas de segunda clase. “Cada vez que una mujer miente sobre su edad, se convierte en cómplice de su propio subdesarrollo como ser humano. (...) Las mujeres deberían permitir que sus rostros muestren la vida que han vivido. Las mujeres deberían decir la verdad”, concluía. 

De una premisa válida, se desplegaba un juicio demasiado tajante. Si el problema es estructural, ¿la salida puede ser individual?  

Muñecas bravas

La llegada a los cines de Barbie constituye uno de los mayores fenómenos contemporáneos del mainstream que acapararon el ojo femenino. Muchas cosas se pueden decir sobre la película y, a más de un mes desde su estreno, la mayoría ya fueron dichas. Los debates más interesantes son aquellos que remiten al mundo real, fuera de la pantalla. Y en esa interacción hay un punto que quedó prácticamente inexplorado: la edad de Barbie.

En la película se intuye que los personajes no cumplen años. Como ocurre en su versión de juguete, se los ve intemporales. Margot Robbie, la protagonista, tenía 32 años a la hora de grabar. También ese dato es difícil de adivinar sin Google (y esto es válido para casi cualquier actriz o actor que desea permanecer en Hollywood). Solo en un mundo de fantasía (y de múltiples recursos para ser gastados obligadamente en procedimientos estéticos) la gente puede despistar tanto acerca de sus años.

La genial Nora Ephron –escritora, directora, productora y guionista de películas como Cuando Harry conoció a Sally y Tienes un e-mail– hizo de sus conflictos con la edad el motivo de algunos de sus textos más recordados. Con un tono cómico, opuesto al de Sontag, desnudaba los mismos conflictos estructurales. 

En el clásico ensayo “No me gusta mi cuello” rechazaba todos los libros que vanagloriaban el envejecimiento y afirmaba: “Por supuesto que es cierto que ahora que soy mayor, soy más sabia y apacible. Y también es cierto que, honestamente, entiendo lo que importa en la vida. Pero ¿adivinen qué? Es mi cuello”.

En otro texto, se quejaba del mantenimiento por el que pasaba a diario, al que definía como “lo que tenés que hacer para poder salir por la puerta sabiendo que, si vas al mercado y te topás con un tipo que una vez te rechazó, no tendrás que esconderte detrás de una pila de comida enlatada”.

En “Lo que me hubiera gustado saber” continuaba riéndose de sus demonios: “Todo lo que pensás que está mal con tu cuerpo a los 35, te va a generar nostalgia cuando tengas 45”. No dudaba en confesar el tiempo, la plata y los pensamientos que le dedicaba a su apariencia. Con una sinceridad desprovista de culpas, las líneas de Ephron expresan estados tan válidos como la indignación. Ella se consideraba una feminista convencida, pero hacía literatura y humor a partir los choques que se generaban al momento de traducir su teoría a la práctica personal.

De vuelta a la ficción. Cuando Lisa Simpson decidió crear a la antítesis de la “Stacy Malibú” (la Barbie estereotípica del universo amarillo), partió de una premisa: que tuviera “la sabiduría de Sor Juana Inés de la Cruz, la agudeza de Simone de Beauvoir, la inteligencia de Isabel I y el cuerpo de Michelle Pfeiffer”. Su muñeca tenía pensamiento propio, independencia y un “corazón de león” (o sea, la capacidad de sentir, de amar). 

Había algo fundamental con lo que no rompía: la imagen esperada, la única que podía vender. Su derrota frente a la marca más fuerte, entonces, no se debió solo a que Stacy Malibú tuviera un relanzamiento marketinero con un nuevo sombrero, sino a que la versión ideada repetía las características físicas hegemónicas de su antecesora como único modelo a seguir. 

Esa trampa –la del empoderamiento mezclado con el deseo de encajar y el libre albedrío para elegir mandatos– es familiar. Se trasluce en las críticas de Susan Sontag, en los lamentos jocosos de Nora Ephron, en la respuesta cansada de Gloria Steinem, en el aprendizaje relatado por Silvina Luna, en los dilemas cotidianos de millones. No es culpa de ninguna mujer en particular, ni en solitario. Citando a la pequeña Lisa, se trata de que “todo el maldito sistema está mal” (y de que hay muchas personas, con múltiples contradicciones, que pelean para cambiarlo).

JB/DTC

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