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OÍD EL RUIDO

Victorias y peligros de la política espectacularizada

Victoria Villarruel y María Elena Fuseneco, el personaje de Érica Rivas en "Casados con hijos".

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Nunca nos bañamos en un mismo río ni escuchamos lo mismo de igual manera. La deriva de los sentidos puede ser incontrolable, y mucho más al empuje de las tecnologías de la dispersión. Lo que alguna vez identificó a un sector político se desliza hacia zonas impredecibles. “El pueblo unido, jamás será vencido”. La consigna extraída de una canción de Quilapayún en tiempos de la Unidad Popular chilena retumbó en Caracas a fines de enero de 2019 cuando el diputado Juan Guaidó se autoproclamó “presidente encargado” de Venezuela bendecido por Donald Trump (y el madurismo, cultor de la salsa y el estraperlo a nivel estatal advirtió que otros también podían traficar con símbolos). “Se viene el estallido”, se canta en los mitines de Javier Milei. El tema de la Bersuit, de 1997, diseminaba un anhelo que en su momento no fue tomado como profético: recién se comprendió (se escuchó en contrapunto con el derrumbe) en 2001. “Se viene el estallido” ha sido apropiada por los seguidores del Profesor Jirafales de la escuela de economía austríaca para anunciar la vuelta de aquello mismo que se avizoraba en medio de la fiesta de los noventa en proceso de detonación.

Fue Pablo Stefanoni el que primero puso el ojo y el oído en las trasmutaciones de la ultraderecha: narrativas, oralidades, ademanes, consumos. La banda sonora de esa “rebeldía” se electrifico también. Milei dislocó el espacio de irradiación de “Panic show”, de La Renga, para anunciar la llegada salvífica de un nuevo rey de la selva. La Libertad Avanza (LLA) encontró su propio emblema sonoro en “La marcha del León”, que el mismo partido promociona. “Una luz de libertad empezó a despertar leones”, se canta, al estilo Riff, con una voz que parece invocar el fantasma de Pappo. La canción fue grabada por un tal Juan Pablo Gariglio. “Es la marcha del león despertándose en cada esquina!”. No puedo dejar de leer ese verso como una reescritura asertiva de “me voy corriendo a ver qué escribe en mi pared la tribu de mi calle”, de Los Redondos. Los mudos con sus voces de vencedores vencidos idolatrando en “cada esquina” al nuevo/viejo mesías del mercado redentor. “Qué impresionante La Marcha del León. Para ponerla al mango, con música y video. ¡Celebremos, bailemos y cantemos por la libertad!”, señaló en su momento Carlos Maslatón, el amigo liberal de nuestros progres asustados.

Esa marchita anarcocapitalista se nutre de numerosos préstamos, entre ellas, claro, las convenciones del heavy metal, con las guitarras distorsionadas en un primer plano que intentan comunican una energía indómita. Y así como ese canto leonino nos puede llevar a Norberto Napolitano, otras voces nos llaman a recordar rostros que asociamos con cierta tímbrica y registro. Pienso en Victoria Villarruel. Olvidémonos un momento de aquello que dice. Las vibraciones que deja escapar de su boca, esos giros en pleno trance sofístico, la pizca de altisonancia que se hizo patente en la discusión con al aspirante a la vicepresidencia Agustín Rossi, a la que volveré, me han hecho recordar a María Elena Fuseneco, el personaje de Casados con hijos que encarnó Érica Rivas. Una voz esperpéntica que viene del espectáculo se ha solapado en mi memoria con un referente de la política espectacularizada. No estoy hablando de imitaciones a lo Fátima Florez, la supuesta novia de Milei, ni copias que deban verificarse en un espectrograma (el cálculo de frecuencias de una señal que se representa a través de un gráfico). Solo de aproximaciones. Analogías tímbricas y algo más. Un juego ventricular capaz de informarnos sobre lo que dejamos pasar por alto.

La victoria de Villarruel es haber sido capaz, con ayuditas varias, de ser algo más que el nombre ocasional de una carrera de relevos que comenzó en plena dictadura con Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión (FAMUS) y que prosiguió, en democracia, a través de otras siglas. La novedad que la vuelve reconocible, aun sin verla, es fruto de un sostenido proceso de inserción mediática que no puede desligarse del momento calamitoso y normalizante.

El aparato resonador de Villarruel es también político. Los picos que aparecen en el espectro sonoro de las vocales suenan como anticipaciones inquietantes. La tesitura de una aspiración de tierra arrasada. Milei y su candidata a vicepresidenta funcionan como un mismo rostro bifronte. Jano que divide las tareas que garanticen la existencia de lo mismo, pero peor. De un lado, la máxima iracundia, capaz de ser oída como el grito de un verdadero indignado. Villarruel, por su parte, se encarga de otros aspectos programáticos: género, aborto, seguridad, revisión del pasado.

Insisto: la unidad de LLA se sella con el pegamento del espectáculo, entendido desde la perspectiva debordiana, es decir, como relación social mediada por imágenes, afirmaciones de una apariencia, la reconstrucción material de una ilusión religiosa al servicio de millones de desencantados. Si cada momento de la vida está mediado por mercancías, el espectáculo es el capital que ahora despliega sus fuerzas a través de sus iconografías y en un grado de acumulación que ya no lo dicta el ethos del trabajo como en tiempos de Guy Debord: se ladea hacia una economía de las aplicaciones y la valorización financiera. Es el discurso ininterrumpido del orden que puede pasar por el meme sonoro y los clips de Tik Tok que sueñan con su ruptura mientras abonan ingeniosamente el camino de la servidumbre voluntaria, para llamarlo con un concepto de León Rozitchner.

El tránsito de aquella María Elena de arrebatos feministas a esta Villarruel que defiende el programa de 1976 coincide con el surgimiento y declive del kirchnerismo. El primer episodio de Casados con hijos es de 2005, cuando la joven abogada terminaba su proceso de formación. Dieciocho años después, esa coloratura vocal nos arrecia con una advertencia: el instante de peligro que relampaguea en su garganta y teje una telaraña de la que contendientes como Rossi no saben salir cuando discuten con ella.

A qué me refiero: existe una fundada e incluso contrita crítica a las armas proveniente de lo que se conoció como izquierda revolucionaria que la candidata a vicepresidente pasa por alto como si todavía la idea instrumental de la violencia estuviera congelada en la portada de Causa Peronista que, en setiembre de 1974, seguía celebrando el asesinato del general Aramburu. Los señalamientos de Rodolfo Walsh a la conducción montonera sobre el militarismo, el debate suscitado alrededor de “No matarás” -el texto de Oscar del Barco de 2006 sobre la experiencia de la alucinada guerrilla en Salta de Jorge Ricardo Masetti, en 1964 (“no existe ningún ideal que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía”)- y la propia obra de Rozitchner -desde “La izquierda sin sujeto” y Perón, entre la sangre y el tiempo, a su respuesta a Del Barco- fueron, junto con otros, incluso exguerrilleros, construyendo una tradición reflexiva que no deberían soslayarse en ninguna discusión sobre el pasado. 

“La guerra, que no era más que el recurso a la violencia extrema como medio de la política, se transformó de medio en fin”, le recuerda Rozitchner a Del Barco. Se trató de una “concepción estrictamente de derecha, ofensiva, pero ejecutada sin misericordia ahora en el seno de la izquierda”. El intelectual de derecha, sigue León, sabe de antemano que hay coincidencia entre lo que sienten respecto del otro y lo que piensan. “Eso -que cada minuto muera un niño de hambre, por ejemplo- a los hombres de derecha no los incomoda”.

Son, escribe en “Primero hay que saber vivir. Del vivirás materno al no matarás patriarcal”, coherentes. “Que en la izquierda haya asesinos les complace: justifican a los propios. Pero las culpas y las responsabilidades de los militantes que se jugaron la vida para cambiar las cosas, y que muchos perdieron, son diferentes cualitativamente, desde el punto de vista de su inscripción individual y colectiva, de los hechos monstruosos de algunos miembros, jefes sobre todo, del ERP o de los Montoneros”.

Me dice a propósito Diego Stulwark, lector contumaz de Rozitchner: “Nuestros resonantes disidentes han sido desoídos. El costo de ignorancia es la delegación del poder de impugnación a las ultra-derechas”.

Villarruel es una walkiria obediente de la contrainsurgencia. Quiere elevar a sus figuras a la condición de guerreros sagrados. Erigir un nuevo panteón, si fuera posible, de llegar al Gobierno.

Es probable que Villarruel conozca este archivo, pero no le interesa: sus propósitos superan el deseo de patrocinar a víctimas inocentes de lo sucedido en los setenta (más que la verdad le importa producir un punto de desvío interpretativo sobre lo juzgado). Y al Estado tampoco le ha interesado, lamentablemente, ni esa tradición crítica ni las acciones reparatorias de familias que quedaron a la intemperie (habrían neutralizado a los querellantes que los representan con una carta guardada en sus bolsillos). El acuerdo de paz en Colombia obligó a las FARC a pedir perdón a familiares de sus víctimas. Ahí el conflicto interno provocó 450.664 muertos, de acuerdo con la Comisión de la Verdad. Dijo entonces Rodrigo Londoño, alias Timochenko, el jefe de esa insurgencia: “Después de haber silenciado para siempre nuestros fusiles, en el sosiego de la vida civil que nos ha permitido la reflexión profunda sobre la guerra en la que participamos y fuimos protagonistas, queremos decirles que el secuestro fue un gravísimo error del que no podemos sino arrepentirnos… Hoy entendemos el dolor que le causamos a tantas familias, que vivieron un infierno esperando noticias de sus seres queridos”.

Ese reconocimiento contrasta con el silencio sobre algunas acciones de homólogos argentinos que todavía viven y, a diferencia de lo ocurrido en Colombia, no participaron de una “guerra”, como la define, al igual que sus mentores, viejos cruzados que purgan condenas, la abogada Villarruel.

El dios Jano de Roma, recordemos, avizoraba el futuro y lo que había sucedido. Su templo se encontraba cerrado en tiempos de paz. Se abría cuando estallaba el ruido de las espadas y las lanzas. Y la guerra me devuelve, por último, a otra de sus escenificaciones consagradas que paso por el filtro de nuestras emergencias, solo a los efectos de proyectarla sobre nuestro horizonte. Pienso en las valquirias, rescatadas por Wagner de la mitología nórdica. Esas mujeres debían elegir a los más hombres heroicos de aquellos caídos en combate. Llevarlos al Valhalla donde se convertían en espíritus. En el drama musical Die Walküre, ellas le dan la espalda a Wotan y pagan el precio de la rebeldía. Villarruel, en cambio, es una walkiria obediente de la contrainsurgencia. Quiere elevar a sus figuras a la condición de guerreros sagrados. Erigir un nuevo panteón, si fuera posible, de llegar al Gobierno. Como si se tratara de Waltraute, una de las guerreras del tercer acto de esa ópera, nos canta: “la oscuridad desciende desde el norte. ¡Ya llega la tormenta!”

AG

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