El 1° de Mayo de 1890, la primera vez que la clase obrera irrumpió en las calles argentinas
El 1° de mayo de 1886 fue cuando Chicago se tiñó de rojo. Cuando casi 340.000 trabajadores estadounidenses confluyeron en una movilización por la jornada laboral de ocho horas. En Chicago, uno de los epicentros del reclamo, la tensión social se sostuvo durante varios días. El 3 de mayo, hubo una represión frente a la fábrica McCormick Harvester: un obrero falleció en el acto y otros tres lo hicieron al cabo de un mes. El 4 de mayo, se realizó una congregación en la Plaza Haymarket donde intervinieron las fuerzas del orden. Cuando los manifestantes se retiraban pacíficamente, explotó una bomba y se escucharon disparos. Hubo casi 70 heridos y siete policías perdieron la vida.
Ocho trabajadores, en su mayoría anarquistas, fueron acusados de instigar los hechos. En noviembre de 1897, tras un proceso irregular, sin pruebas y con testigos sobornados, ocho hombres fueron condenados. Algunos ni siquiera habían estado cerca de la catástrofe. Tres recibieron largas penas en prisión y cinco fueron destinados a la horca: uno de ellos se suicidó en su celda para no caer en manos de los verdugos. Fueron los “Mártires de Chicago”.
En 1889, un congreso de la Segunda Internacional estableció, en su honor, el 1° de mayo como Día Internacional de los Trabajadores. Al año siguiente se realizaron marchas y actos en diversos países. Argentina no fue la excepción. La clase obrera va al paraíso y sale a las calles.
Argentina y los otros noventa
En 1890, Miguel Ángel Juárez Celman presidía el país. El régimen oligárquico, representado por el Partido Autonomista Nacional, sostenía el fraude generalizado. En palabras del historiador David Rock, prevalecía un sistema de “represión disfrazada”, como forma de restringir la participación política. La militancia era una verdadera preocupación de la clase gobernante; un atentado contra el “progreso”, que hacía peligrar el orden institucional.
Ese año se disparó una crisis económica sin precedentes. El crecimiento del período anterior (que el historiador Milcíades Peña atribuiría a la fecundidad de la Pampa y la fertilidad de las vacas, en un marco de estancias atrasadas y una tecnología agraria deficiente) experimentó una brusca caída. Los valores de exportación no se expandían lo suficiente como para afrontar las deudas que acarreaban las importaciones.
Este crack generó importantes consecuencias a nivel financiero, pero también político y social. Por un lado, surgió la Unión Cívica -el germen del radicalismo-, de la mano de jóvenes universitarios, sumados a sectores de la élite excluidos del reparto de cargos públicos y el patronazgo estatal. Por otro, aumentó la conflictividad, debido a un deterioro del poder adquisitivo de las masas, que difícilmente podían satisfacer sus necesidades básicas.
1° de mayo de 1890: fraternidad internacional y reclamos propios
En ese contexto se preparó la mítica jornada que tuvo lugar en Buenos Aires. Las tensiones y diferencias estratégicas que existían al interior del movimiento obrero y las corrientes políticas que lo representaban se hicieron evidentes.
El núcleo del socialismo alemán, agrupado en el club Verein Vorwärts (“Unidos adelante”), impulsó la organización. El 30 de marzo, en una reunión preparatoria, se produjo una discusión entre estos -que planeaban un mitin- y los anarquistas -para quienes era fundamental una manifestación popular por las calles de la Ciudad-. La discusión devino en la retirada de los anarquistas, que terminaron adhiriendo a la convocatoria debido al entusiasmo que generó entre diversos grupos.
Ni la lluvia, ni las amenazas de los patrones de despedir a quienes faltaran a sus labores impidieron la concurrencia. Hacia el mediodía del jueves 1° de mayo de 1890, entre 1.500 y 1.800 personas se acercaron al Prado Español, ubicado en el barrio porteño de Recoleta.
Además de los periódicos de izquierda, la gran prensa se hizo eco del acto. La Nación remarcó: “Entre nosotros, el hecho no puede tener gran importancia porque ni hay cuestión obrera, ni subsisten las causas principales que le han dado importancia en Europa y los Estados Unidos”.
La ironía solo disfrazaba burdamente una preocupación que copaba las páginas del diario hacía décadas: ya en 1871, meses después del aplastamiento de la Comuna de París -el primer gobierno obrero de la historia-, un artículo de La Nación advertía que Karl Marx era “un verdadero y completo Lucifer, una criatura bellísima dotada de una inteligencia suprema que ha[bía] consagrado a la ruina de la humanidad”. Durante los años subsiguientes, esta “tribuna de doctrina” (como la definió Mitre desde sus inicios) cubrió detalladamente cada paro y huelga, al igual que el desarrollo de las fuerzas de izquierda, siempre desde una óptica desfavorable para los explotados, los “agitadores” y los extranjeros.
José Winiger, presidente del Comité organizador, abrió el acto donde se recordó a los caídos en Chicago. Lo sucedieron cuatro activistas socialistas, elegidos por el comité. Se expresaron en español, francés, alemán e italiano. Luego fue el turno de un orador flamenco. En la nómina de convocantes había entidades como Italia Unita, La Figli del Vesubio o La Societá Italiana de Barracas. Esto era un espejo de la composición obrera del momento y de la relación -por momentos conflictiva- entre identidad étnica y pertenencia de clase.
Dos militantes anarquistas también tomaron la palabra. No faltaron incidentes aislados por parte de los libertarios (en notable minoría), prontamente desactivados. La asamblea votó una serie de puntos, que incluían, por supuesto, la bandera de la jornada laboral de ocho horas. También incorporaban la prohibición de trabajo para niños menores de 14 años (y jornadas de no más de seis horas para jóvenes entre 14 a 18 años); la abolición de las tareas nocturnas en todas las fábricas que pudieran prescindir de las mismas; el descanso semanal de al menos 36 horas; la prohibición de sistemas de producción perjudiciales para la salud; la suspensión del trabajo a destajo; y la inspección de los talleres y fábricas por parte de agentes estatales aprobados por los empleados.
La “cuestión femenina” fue parte del pliego. Haciendo eco de prejuicios de la época, se exigía la “prohibición del trabajo de la mujer en todos los ramos de la industria que afecten con particularidad el organismo femenino”. A la vez, surgía una consigna disruptiva: “Es obligación reconocer a las obreras como compañeras, con los mismos derechos, haciendo valuar por ellas la divisa: lo mismo por la misma actividad”. Hoy diríamos “igual salario por igual trabajo”.
El centro de las demandas estaba puesto en la necesidad de organización de todos los sectores del proletariado y en el reclamo directo al Estado. El Manifiesto final fue enviado, un mes después, a la Cámara de Diputados.
Curiosamente, el año siguiente, los anarquistas ganaron influencia entre las filas obreras, en detrimento de los socialistas. Durante el preludio del 1° de mayo de 1891 se repitieron viejos debates. Sin embargo, aquella vez, el resultado fue inverso: se votó una manifestación en Plaza de Mayo, por su cercanía a emblemáticos centros de poder, como la Casa Rosada, el Congreso, la Bolsa, el Banco Central “y demás baluartes del autoritarismo”.
La correlación entre las dos principales fuerzas políticas de izquierda entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX (a las que se sumaría el sindicalismo revolucionario) continuaría mutando, según la coyuntura. Tampoco la tradición del 1° de mayo se mantuvo estática, ni se celebró todos los años o bajo el miso nombre: sufrió modificaciones, apropiaciones, resignificaciones y su capacidad de atracción fue variando hasta el día de hoy.
La mejor de la planta más dulce
Existe un consenso entre los historiadores sobre que, a partir del 1° de mayo de 1890, la “cuestión obrera” irrumpió indiscutiblemente en el escenario local. Para entonces proliferaban las sociedades de resistencia, los primeros sindicatos y las corrientes contestatarias. El enfrentamiento al Estado se revelaba a través de novedosos métodos de lucha, que sacudieron a la casta gobernante.
Existe un consenso entre los historiadores sobre que, a partir del 1° de mayo de 1890, la "cuestión obrera" irrumpió indiscutiblemente en el escenario local.
Estos elementos no emergieron repentinamente con el quiebre de década. A mediados de los 80 habían ocurrido importantes cambios estructurales bruscos que impactaron en todos los aspectos de la vida social, económica y política. Es decir, la consolidación del Estado nacional, el aluvión inmigratorio, una vigorosa expansión capitalista e innovaciones productivas, asociadas al rol del país en la división mundial del trabajo.
En este marco, las cargas laborales inhumanas, la pobreza, los ritmos extenuantes y las condiciones insalubres, así como la falta de derechos que sufría gran parte de la población, ofrecieron a la izquierda un espacio ávido sobre el cual actuar: el ascenso huelguístico de 1888 y 1889 fue un ejemplo sobresaliente. La conmemoración en el Prado Español del Día Internacional de los Trabajadores no hubiera sido posible sin esta y otras experiencias previas.
En una famosa controversia con el dirigente socialista Juan B. Justo, el criminólogo italiano Erico Ferri se refirió a la corriente de su adversario como una “flor exótica”, impostada, que no tenía lugar en estas latitudes. Aseguraba que esta era una “importación” de los inmigrantes, “imitada por los argentinos al traducir los libros y folletos de Europa”. Su concepción fue compartida -con dejos de esperanza o negación- por muchos contemporáneos.
La formación de la clase trabajadora en el país fue un proceso lleno de contradicciones; rupturas e hilos de continuidad; retrocesos y avances. Combinó influencias foráneas con tradiciones y desarrollos locales. Las semillas socialistas y anarquistas que provinieron de Europa encontraron aquí un terreno particular y fértil, donde germinaron flores originales (para utilizar la analogía de Ferri). El primer homenaje a los Mártires de Chicago fue un hito en este camino.
JB
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