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Este jueves habrá una convocatoria virtual

Se cumplen 20 años del asesinato de Natalia Melmann, el crimen que paralizó a la sociedad cuando todavía no decíamos “femicidio”

Natalia fue buscada desde el 4 hasta el 8 de febrero de 2001. La encontraron en un lugar que la Policía ya había rastrillado.

Julieta Roffo

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“Hasta ahora, ni los más altos jefes de la Policía se animan a arriesgar una hipótesis sobre lo que pudo haber ocurrido”.

La madrugada del 8 de febrero de 2001, cuando el diario Clarín imprimió esa oración como último párrafo de un artículo, Natalia Melmann, de 15 años, estaba desaparecida. Para dar cuenta de esa búsqueda en curso, el texto enfatiza: Natalia vestía un jean y una camisa rosa la última vez que había sido vista, el 4 de febrero a las 7.30 de la mañana.

Ese 8 de febrero en el que los jefes de la Policía bonaerense no arriesgaban hipótesis sobre los hechos -pero investigaban una fuga de domicilio, porque ese encuadre habían impuesto a la familia cuando denunció la desaparición- un nene de 10 años encontró el cuerpo de Natalia en el Vivero Dunícola, un predio de 500 hectáreas que le sirve de gran pulmón verde a Miramar. A esa ciudad se habían mudado los Melmann en 1992 para tener una vida más tranquila que la que les ofrecía el departamento sobre avenida Corrientes a media cuadra del Obelisco en el que vivían.

“Yo estaba en Necochea, porque la estábamos buscando por todos lados, y me enteré por Crónica. Nadie nos avisó oficialmente nada. Ni a mí ni a nadie de la familia. Me enteré y fui directo para el vivero”, dice a elDiarioAR Gustavo Melmann, el papá de Natalia, y dice también que lo más insoportable de estos 20 años es pensar en los gritos que su hija habrá dado para pedir ayuda, que la dejaran, que aparecieran su mamá o él mismo para salvarla, que basta. “Escucho los gritos de todo el tormento que le generaron esos hombres”, cuenta Gustavo. Tiene la voz quebrada.

La noche del 3 de febrero de 2001 Natalia había salido con amigas: primero fue al boliche La Cantina, después a reencontrarse con su ex novio, Maximiliano Marolt, al que la mamá de la víctima, Laura Calampuca, señalaría como un primer entregador. Los testimonios de la investigación después reconstruyeron que Gustavo “El Gallo” Fernández, un ex convicto con vínculos con la Policía de Miramar, se acercó a Natalia y a Marolt y, una vez que ellos se separaron, siguió a Natalia por la calle. La última vez que Natalia fue vista con vida, Fernández la conducía hacia un patrullero. Por su rol como entregador, Fernández fue condenado a 25 años de prisión, que luego se redujeron a 10.

Ese 8 de febrero de hace dos décadas Gustavo Melmann logró entrar al Vivero Dunícola a pesar de la resistencia de la Policía a dejar que la familia estuviera en el lugar: explicar que el cuerpo había sido encontrado por un chico en un lugar que las fuerzas de seguridad ya habían rastrillado requería ingenio. Natalia había sido estrangulada con el cordón de su propia zapatilla, su cuerpo estaba en descomposición, su camisa estaba desabrochada, la habían tapado con hojas y ramas, y tenía dobleces extremadamente prolijos en la botamanga de los pantalones. Gustavo Melmann los recuerda porque así de prolijo fue el cabo primero Ricardo Suárez, un policía de Miramar, cuando se dobló las mangas de su camisa en las audiencias por el juicio tras el secuestro, la violación, la tortura y el homicidio de Natalia.

Por el crimen están presos Suárez, el sargento primero Oscar Echenique y el también sargento primero Ricardo Anselmini. Los tres eran policías de Miramar y los tres figuraban en el libro de guardia de la comisaría de esa ciudad la madrugada y mañana del 4 de febrero: según las pericias, esas fueron las horas en las que se cometió el crimen. Los perfiles genéticos de Suárez, Echenique y Anselmini estaban presentes en el cuerpo de Natalia y en la casa del barrio Copacabana a la que, según determinó también la Justicia, había sido llevada tras su secuestro: allí fue la violación y el asesinato.

Restos de semen, de piel, saliva y vello púbico de los tres policías, además de rastros de tierra que quedaron en la zapatilla de Natalia y que eran compatibles con la tierra de la casa de Copacabana, fueron pruebas del crimen: se los condenó a 25 años de reclusión perpetua por privación ilegal de la libertad agravada, abuso sexual agravado y homicidio triplemente calificado por ensañamiento, alevosía, en concurso con dos o más personas para procurar su impunidad.

Esa reclusión fue luego rebajada por la Cámara de Casación a prisión perpetua, lo que permite salidas laborales o transitorias. La Suprema Corte de Justicia de la Provincia estableció que debía volver a ser reclusión y, ante la apelación de la defensa de los policías, la Corte Suprema de Justicia de la Nación falló en la misma dirección. En el medio, la familia de Natalia tuvo que esperar años, hacer marchas, huelgas de hambre y soportar que la placa con el nombre de esa hija asesinada que habían colocado con autorización municipal en la comisaría de Miramar fuera retirada por el repudio de los familiares de los policías condenados.

“Los de Suárez, Echenique y Anselmini son tres de los cinco perfiles genéticos que se encontraron en la escena del crimen o en el cuerpo de Nati. Uno de esos perfiles restantes está identificado, es de Ricardo Panadero -también policía, con rango de sargento-. A Panadero lo fueron dejando absuelto en varias oportunidades con el argumento de que las pruebas genéticas no lo inculpaban del todo. Apelamos hasta llevarlo a juicio, en 2018, y volvieron a absolverlo. Estamos tratando de que haya un nuevo juicio, porque estuvo ahí. Lo que pasa es que los restos genéticos que pudieron obtenerse en las pericias no fueron muchos porque, por los días que habían tenido a Natalia hasta hacerla aparecer en el Vivero, su cuerpo estaba muy descompuesto, y eso complicó las pericias”, describe Gustavo.

Sabe bien qué material pudo periciarse porque se acuerda de la mujer que, vestida de enfermera y en la sede de Policía Científica de Mar del Plata, le dijo que había una orden urgente del juez para cortarle las uñas a su hija. “Ahí terminé de entender lo que me dijo el chico que me llevó de Miramar hasta ahí en la morguera, con el cuerpo de Nati: 'A tu hija la mataron los rati'”. Decidió que era mejor quedarse a pasar la noche en esa sede policial para custodiar las muestras genéticas que serían trasladadas a La Plata para la investigación.

Un nuevo juicio a Panadero no es el único reclamo que la familia tiene ante la Justicia: “Se encontraron cinco perfiles genéticos. La Justicia debería avanzar en la identificación de ese quinto que todavía no sabemos de quién es. Y tampoco se investigó hasta ahora el encubrimiento institucional: esto no fue algo que pudieron hacer sin estar cubiertos por la Policía para la que trabajaban. Se supo, por ejemplo, que los libros de guardia de la comisaría habían sido adulterados para protegerlos, pero eso nunca se juzgó”, describe Gustavo. “A nivel procesal ya no estamos a tiempo, se vencieron los plazos y la Justicia no hizo nada, pero nuestro reclamo no para por eso”.

Lo que le hicieron a mi hermana está atravesado por dos vértices: la violencia de género y la violencia institucional, lo que, a la vez, complica el acceso a la Justicia. Creo que esa justicia es una especie de bálsamo, lo único efectivo sería que sus asesinos estén presos hasta que se mueran. Que no salgan de la cárcel más que para ser enterrados. Pero lo justo, lo verdaderamente justo, sería tenerla con nosotros hasta hoy. No hay manera de reparar este dolor una vez que sucede”, describe Nahuel Melmann, el hermano inmediatamente mayor de Natalia y uno de los cuatro hijos que tuvieron Gustavo y Laura.

“Lo más difícil de llevar de estos 20 años es ver que el dolor destruye a las personas que uno ama. Ver el deterioro de mis viejos y de mis hermanos”, describe, y apunta: “A mi hermana la atacó una manada de personas, con el agravamiento de que supuestamente trabajaban de cuidar a la sociedad. No considero que en estos años la perspectiva de género haya modificado los parámetros de la Justicia. Sí se han generado leyes, pero son pocas las condenas ejemplares que se sirven de esas leyes. Tenemos una mujer vejada, asesinada cada 30 horas, el femicidio es un flaglelo de la sociedad, y la Justicia debería ser eficaz, expeditiva e implacable para demostrar que esto así no va. Pero nada de eso pasa”.

Cuando se juzgó el asesinato de mi hija no existía el femicidio ni la perspectiva de género que hay ahora. Me acuerdo de algunos medios de Miramar y Mar del Plata cercanos a la abogada de los policías: decían que mi hija era promiscua, que no debía estar donde estaba cuando fue secuestrada, que era culpa mía y de Laura por dejarla salir. El abuso que cometieron contra ella, esa dominación, haberla tomado como objeto y dejar justamente como objeto de triunfo su cadáver, con los rastros de la aberración que habían cometido, es algo que tiene que ver con el lugar en el que se pone a una mujer. Hoy el agravante de femicidio permitiría una condena de 35 años, mientras que en ese momento la máxima era de 25”, describe Gustavo.

En la última década se hizo evidente la necesidad de mejorar la respuesta del Poder Judicial frente a delitos vinculados con la violencia machista. Se incorporó el agravante por violencia de género en los homicidios, que generalmente conocemos como femicidio, y se crearon fiscalías especializadas en delitos de carácter sexual o por violencia de género. Quedó claro que es imprescindible capacitar a las personas que integran el sistema de administración de Justicia para que la forma en que analizan las pruebas, escuchan los testimonios y aplican el derecho, se haga sin los prejuicios que resultan de los estereotipos de género. En todo ese proceso ha habido luces y sombras”, analiza la abogada Natalia Gherardi, que es directora ejecutiva del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA).

“Lamentablemente, todavía hay situaciones que llevan años de impunidad, encubrimiento y negligencia en el tratamiento de las pruebas. Pero lo que sí cambió es que hay elementos para que eso ya no suceda: hay una mirada pública más presente, protocolos de actuación para la investigación de femicidios y capacitación de los agentes del Estado. Nada de esto es suficiente, pero contribuye a generar mejores condiciones para que la impunidad no sea la regla”, suma Gherardi.

“Desde el momento del crimen de Natalia hasta ahora los avances en términos normativos y fácticos son muchísimos. Argentina se sumó a un proceso de inclusión penal del femicidio que tuvo lugar en toda América latina: es el reconocimiento de que hay un tipo de violencia diferencial contra las mujeres y de que hay que tomar medidas frente a eso. El segundo gran hito es 2015, cuando surge Ni Una Menos, que exige el fin de los femicidios. Eso impactó muchísimo en el Estado, porque se crearon unidades especializadas en violencia de género, áreas de género en los ministerios, comisarías de la mujer... Esa es la parte en construcción. Pero ¿qué falta? Muchísimo. Lleva tiempo porque es una transformación cultural”, explica Mariela Labozzetta, titular Unidad Fiscal Especializada de Violencia contra las Mujeres (UFEM) del Ministerio Público Fiscal de la Nación.

“La causa judicial por el asesinato de mi hija es el motivo por el que sigo viva”, asegura Laura, la mamá de Natalia. Lo hace por teléfono, desde la casa que compraron los Melmann en 1992 y de la que se fueron todos menos ella: Nahuel vive en Necochea, Nicolás, el más grande de todos, en Europa, y Lucía, nueve años menor que Natalia, en Buenos Aires. Gustavo volvió también a territorio porteño tras la separación del matrimonio. “Me quedé en Miramar para que todos acá vean a mi hija cada vez que me vean a mí, para que nadie se la olvide”, describe. En su cama, cada día, se tapa con una manta que fue de Natalia y besa una foto suya. Le habla en todos los desayunos y escribe en un diario las cosas que querría hacerle saber.

“Lo que más dolor me produce es pensar en lo que pudo haber sentido, lo que pudo haber sufrido, cómo habrá intentado defenderse”, describe. Se acuerda de cuando la escuela a la que iba Natalia rompió la tradición de que el abanderado de 5° año le legara la bandera a un alumno de 4° porque su hija, que cursaba 1°, la merecía más que nadie: “Estaba nerviosa, temblaba, y yo le dije que disfrutara de esa emoción y de ese reconocimiento”. Se acuerda de que, para juntar plata para una bicicleta o para su viaje de egresados de la primaria, Natalia se convirtió en una gran vendedora de diarios: “Era la que más vendía y le daban premios que, en general, canjeaba para algo para los hermanos”. Se acuerda de un aro de basket que Natalia llevó a casa para Nahuel y Nicolás.

“Esto sucedió porque políticamente estaba permitido. Porque era la usanza del lugar y del país. Las mujeres éramos invisibles. Yo aprendí del crimen de María Soledad que había que hacer quilombo en los medios porque la Policía es el ejército más grande del país. Así que salimos a marchar, a movernos, y parte de la sociedad de Miramar, que es un pueblo feudal, no sólo se movió por Natalia, sino que hubo por primera vez marcha por el 24 de marzo, y después por el Día de la Mujer y el Ni Una Menos”, describe Laura. La noche que encontraron el cuerpo de Natalia en el Vivero unas 6.000 personas se movilizaron en esa ciudad. La familia encabezó marchas cada sábado durante siete años, y en los últimos trece esa movilización se volvió anual.

Este jueves, cuando se cumplan 20 años del crimen, Laura, Gustavo y Nahuel serán parte de la inauguración de una placa recordatoria en la plaza central de Miramar. Para evitar aglomeraciones en medio de la pandemia, la habitual marcha anual será reemplazada por una convocatoria virtual, a través de la cuenta de Facebook en la que su familia recuerda a Natalia.

Aparte del conductor de la morguera que le sugirió que la Policía había asesinado a su hija, Gustavo Melmann se acuerda de otra conversación en un auto que lo llevaba a los Tribunales de Mar del Plata. “Fue un remisero, que me dijo que me iba a llevar toda la vida hacer justicia por Natalia. Y es lo que me está pasando”.

JR

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