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Ulises Román Rodríguez

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En 1987, Alicia Quiróz y Buenaventura Benicio formaban parte de las 2.000 familias que se quedaron sin su principal fuente de trabajo cuando la mina Metal Huasi dejó de operar en Abra Pampa, Jujuy. Los hombres abrapampeños -muchos de ellos tercera generación de mineros- no sabían qué hacer con sus vidas: se refugiaron en el alcohol, aumentaron los casos de depresión y la violencia doméstica. Muchas familias optaron por emigrar. 

Ellas, junto a otras mujeres y unos pocos hombres, decidieron quedarse y pelearla. En esa búsqueda de qué hacer para sobrevivir rescataron un oficio que estaba mal visto y prácticamente olvidado: el hilado de lana de llama. Corría octubre de 1989 y, en medio de una hiperinflación feroz, nacía la cooperativa PUNHA: Por Un hombre Nuevo Americano.

“Cuando comenzamos era vergonzoso ponerse a hilar, a tejer, era considerado como cosa de viejos, de campesinos, de bolivianos. Por suerte esa idea ha cambiado con los años, hemos recuperado muchos saberes de nuestras abuelas y, a la vez, incorporamos técnicas nuevas para trabajar la lana que son exclusivas de nuestra cooperativa porque las creamos nosotras probando distintos métodos”, cuenta orgullosa Eugenia Gutiérrez, presidenta de PUNHA, a elDiarioAR.

Con una revalorización del oficio fueron recuperando técnicas de tejido e inventando otras. “Hemos determinado las normas PUNHA como el prelavado del hilo que fue gracias a la tarea de Hernán Zerpa, que hoy ya no está entre nosotros, quien nos motivó a mezclar saberes antiguos con la necesidad de adaptarnos a estos nuevos tiempos”, dice Gutiérrez.

Manos que tejen

De las manos de las 76 mujeres y 4 varones que integran la cooperativa se producen ponchos, ruanas, telares, aguayos, bufandas, guantes, pulóveres, medias y otras prendas que se tejen en PUNHA y se distribuyen especialmente en Maimará (donde poseen un local), Tilcara y la plaza de Purmamarca.

“Viene gente que nos compra en cantidad y lo llevan a Buenos Aires o Europa, son revendedores que aparecen cada tanto. Nos estaba yendo bien pero desde que llegó la pandemia han bajado mucho las ventas. Estamos dentro de la Red Puna y tenemos nuestra página de Facebook pero una página web propia con buena publicidad nos ayudaría a vender mejor por internet”, afirma Eugenia sobre una herramienta fundamental de la que carecen.

Hubo un tiempo en que PUNHA vendía parte de su producción a Bélgica -con el apoyo de la ONG Oxfam de ese país- pero en el momento en que la lana de llama escaseó no pudieron cumplir con los pedidos y perdieron esa posibilidad.

“Todo este tiempo de pandemia ha sido muy duro y hemos tenido que reorganizar nuestro modo de trabajo”, cuenta la presidenta de la cooperativa que desde hace 32 años se levanta unos minutos antes de las 7, prepara el mate cocido y camina con su vianda hasta la cooperativa.

En el local de PUNHA, ubicado en la avenida Domingo Zerpa, la esperan sus compañeras y compañeros para trabajar la lana de llama: lavarla, secarla y dejarla lista para empezar a tejer con dos agujas o con las ruecas. “Enviudé hace un tiempo pero, por suerte, mi hija y mi hijo forman parte de la cooperativa: ella está en el sector de ventas y él es telero”.

Las tareas principales se dividen entre los teleros, que tejen ponchos y ruanas; las tejedoras (que por la pandemia trabajan desde sus casas) y las teñidoras: las mujeres que, con fibras naturales, en grandes ollas con agua de caliente, le dan color a la lana.

El hilado, el teñido y el tejido son realizados de manera artesanal y las tareas se realizan en los distintos talleres de la cooperativa. El primer paso es el de hilado, donde se procesa la fibra de llama y se preparan los hilos. Luego se pasa al taller de teñido artesanal, con plantas del lugar y de la zona de la Quebrada de Humahuaca (remolacha, hierba, repollo, quichamal, achigüete y lampazo); a su vez ese hilo es distribuido a los telares y tejido a dos agujas o en las ruecas. Finalmente los productos cierran el circuito en la sección terminaciones y recién allí pasan al sector de comercialización.

“Con lo que producimos en PUNHA se alimentan más de 80 familias directamente desde la cooperativa y otras 40 más que son los productores de lana de los campos de alrededor a los que les compramos”, cuenta Eugenia.

“La Siberia contaminada”

A 3.500 metros sobre el nivel del mar, en Abra Pampa los fríos son intensos todo el año. Días atrás el termómetro llegó a marcar 24 grados bajo cero y no salía agua porque se congelaron las cañerías. No sin razón, a finales del siglo XIX, se la conocía como “la Siberia argentina”. 

Con 8.705 habitantes (Censo 2010), es la segunda ciudad en importancia de la Puna jujeña, después de La Quiaca, donde la mayor parte de la población se identifica como kollas.

A mediados del siglo pasado, Abra Pampa creció al ritmo de Metal Huasi, una industria fundidora de plomo, que al abandonar su producción dejó toneladas de residuos contaminantes y un pasivo ambiental fenomenal que enfermó a los habitantes del pueblo.

Un trabajo de investigación titulado Abra Pampa: Pueblo contaminado, pueblo olvidado, dirigido por Ariel Dulitzky, director de la Iniciativa Latinoamericana de la Universidad de Texas, mostró cómo Metal Huasi arrojó residuos tóxicos que aún no han sido removidos completamente y detectó que el 81% de los niños y el 10% de los adultos sufrían de saturnismo (envenenamiento por plomo en sangre).

Un grupo de vecinos conformó una Multisectorial, a fin de impulsar la remediación de los pasivos ambientales de Metal Huasi y solicitó medidas sanitarias para los pobladores afectados. “Fueron muchos años que nos tuvieron a las vueltas y la gente se enfermaba por el agua y la tierra contaminada”, dice Eugenia Gutiérrez. 

Tras idas y vueltas entre los distintos gobiernos provinciales y nacionales que se sucedían sin resolver el asunto, en 2017 se retiraron las escorias y el suelo que estuvo en contacto con los predios que ocupaba Metal Huasi. De todos modos, el daño en el medio ambiente provocado por la mina es irreparable y las secuelas perdurarán por décadas en la salud de la población.

Las llamas y las mujeres organizadas

La contracara de Abra Pampa es que, a pesar de sus problemas ambientales, es la mayor productora de llamas del país. Desde las fibras hasta los excrementos son aprovechados por los productores para subsistir en esos parajes aislados de la Puna.

Muchos de los criadores de la Puna están nucleados en Acopios de Comunidades Andinas, una asociación integrada por la Asociación Cooperadora Abra Pampa del INTA, la Cooperativa Agroganadera Río Grande de San Juan, la Cooperativa Agroganadera El Toro, el Centro de Acopio de Cangrejillos y el Centro de Acopio de Pumahuasi.

“Nosotras le compramos a productores y cooperativas de la zona. Ellos hacen la esquila entre septiembre y diciembre. La lana también es un modo de ahorro porque muchas familias la guardan y la van vendiendo cuando necesitan el dinero”, cuenta Eugenia.

La otra pata fuerte de la cooperativa es el espacio conquistado por las mujeres. “Los hombres fueron consiguiendo otros trabajos y nosotras terminamos haciéndonos cargo de llevar adelante a PUNHA, que se convirtió en el lugar donde muchas hemos criado a nuestros hijos mientras tejíamos o hilábamos”.

La presidenta es una de las que imparte talleres de género para el resto de sus compañeras y compañeros. “Me fui capacitando en estos años. Últimamente tomé cursos del Ministerio de la Mujer, instructivos que están en la página web. Aquí vivimos en una sociedad muy machista donde no siempre está bien visto que la mujer trabaje fuera de la casa”. 

Las mujeres de PUNHA tejen y debaten. “Ahora sabemos que organizadas podemos salir adelante. Claro que no es fácil, por eso seguimos trabajando”, dice la mujer que ha vivido la mitad de su existencia abrigando sueños de lana.

URR/CB

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