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CRÓNICA

Sembrar palabras en tiempos de ajuste: la resistencia que florece en La Chicharra, una radio comunitaria de Goya

Eladia Fernández camina afuera de FM la Chicharra con su hija, en Goya, Corrientes, Argentina en diciembre de 2024.

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Se enciende una radio y se abren caminos. Un mate en la mesa. Dos micrófonos prendidos. Del otro lado del vidrio, una compañera tuneando los niveles de audio. 

“Si hay algo que tenemos seguro, es que la salida es comunitaria,” dice Eladia Fernández, con su nenita de dos años jugando entre sus piernas. Este es un cierre de ciclo de un programa impulsado a pulmón, como tantas otras iniciativas que nacen de colectivos humildes en la ciudad de Goya.

Afuera, pega un sol correntino imponente. Adentro, Fernández entrevista a una amiga que organizó un festival, cuyo nombre quiere decir amistad en guaraní. Le pide que se presente. Es profesora, dice la mujer. “¿Y feminista?”, le pregunta Fernández. 

“En una ciudad que tiene ciertas miradas conservadoras, es un desafio nombrarte feminista,” dice Fernández, despues la entrevista. “Y tambien salir un poco de que es ‘la feminista’ –la de la tele, la de Rosario, la de Buenos Aires”, dice, en referencia a un movimiento muchas veces dominado por discursos urbanos.“Capaz no somos las mismas.” 

De ahí parte la mirada de La Chicharra, una radio comunitaria que se inauguró en 2015 como una respuesta a la necesidad de, como dice Esther Migueles, una de sus fundadoras, “contar lo que les pasaba”.

“Siempre tuvimos presente que sean visibles las zonas rurales y los barrios mas vulnerables,” dice Migueles, la docente jubilada que también está al frente de la conducción del programa feminista, al lado de Fernández, con Cintia Coria en la sala de técnica. 

Yo la conocí a Migueles en 2022, cuando viaje a Goya para presenciar un juicio de una mujer que estaba acusada de homicidio después de un aborto espontáneo. Los jueces la absolvieron. Migueles, junto a varias otras feministas de diferentes puntos del país, habían acompañado a la mujer día tras día. 

En una de esas charlas del entretiempo, me contó de la pequeña radio que ella ayudó a gestionar. Los orígenes se remontan a mujeres rurales que se capacitaron como comunicadoras populares y empezaron a hacer un programa de radio en los parajes de la zona, contando sus vivencias, desafíos y reclamos. Nombraron el programa Sapucai, que quiere decir “grito” en guaraní. Un día, llevaron una grabación rústica hecha en territorio con grabadores de la época a una radio local para su difusión. Migueles marca ese momento como un antes y un después, un acto que dio pie a una asociación civil de comunicación que incluiría un centro de formación, una escuela popular de género y La Chicharra. Su antena tiene un alcance de aproximadamente 60 kilómetros –los brazos radiales extendiéndose hacia la ruralidad que la gestó.  

Ahora, con las políticas de austeridad del gobierno de Javier Milei, y un relato que se vuelve cada vez más hostil hacia proyectos feministas, lo único que sobrevive de esa labor multidisciplinaria es la radio. La escuela de género estaba en fila para recibir más fondos del Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad, pero su disolución cortó esa vía presupuestaria. 

En la Argentina hay unos 120 radios comunitarias, populares, cooperativas y de pueblos indígenas, según los últimos datos del Foro Argentino de Radios Comunitarias que los nuclea.

Migueles, Fernández y Coria gestionan como pueden la Chicharra, buscando hacer rifas, ventas de mercadería que compran al por mayor u otros emprendimientos que las ayudan a solventar los gastos de electricidad y de internet, que aumentaron dramáticamente este último año. La situación sigue empeorando, y varias veces le han cortado la luz. La Chicharra no recibe subsidios del Gobierno, como otras radios en la zona. Aunque eso hace lo económico más difícil, le mantiene una independencia política que se vio en el abordaje de algunas notas, como el juicio de un aborto espontáneo. “Apelamos a la solidaridad de los distintos socios, del aporte más mínimo que se puede hacer” a una cuenta de Mercado Pago, dice Fernández. “La radio sigue, pero atravesada por esa situación.”

Fernández, de 38 años y docente de arte plástico, tiene una voz hecha para radio, se podría decir. No había televisión en su niñez rural, la radio era el hilo conductor hacia las ocurrencias del pueblo. Voces y programas marcaban el día como un reloj. En los 90, cuando Fernández empezó el colegio secundario, su familia se mudó a la ciudad y su mamá inició un emprendimiento de ventas de torta fritas y pan casero. Fernández era la vendedora. 

Con los años su familia se involucró con la Feria Franca de Goya, donde productores locales pasan a vender directamente al público, ahora desde un galpón en el centro de la ciudad. Mientras estudiaba filosofía, y después artes visuales, Fernández tomaba cursos de producción de radio. 

Un año, las autoridades municipales le dijeron que los productores locales no podían vender en una plaza central. La respuesta entre ellos fue armar un informativo en la radio. “Generó un tamaño revuelo”, recuerda Fernández, que formó parte de esa iniciativa. “A partir de ese momento fue hacer carne del arma, del instrumento que implica la comunicación”, dijo. “A cuanto podíamos llegar, cuanto podíamos jorobar o no”. “Nos dio identidad”, agrega. “Poder contar quiénes somos te hace pensar en quiénes somos.” 

Estela Ojeda casi se pierde en un mar de verde. Estamos en su campo, cerca de San Isidro, un pequeño municipio unos 45 kilómetros al sur de Goya. Este terreno es de su familia, un lote que obtuvieron hace varias décadas cuando el gobierno de entonces compró las tierras y las hizo disponibles para pequeños productores. Ojeda tenía 17 años en ese momento. Ahora es abuela. Y con los años, la sangre y el sudor que volcó hacia el suelo lo convirtió en parte de ella, sus propias raíces arraigando como si fueran los alimentos que ahora cosecha. Es posible encontrarla por momentos con un montón de cebollas en sus manos, o un esqueje de durazno que va a injertar cuando sea del grueso de una birome. 

Con un cuchillo de cocina, Ojeda se agacha y corta las hierbas que la rodean. Yerba buena y menta negra. Un abanico de bienestar para Migueles y Coria, quienes vinieron a visitarla. Se conocieron a través de la radio, en capacitaciones de producción y talleres de género. Hace unos años, Ojeda también mandó reportajes locales a La Chicharra. 

“El trabajo de agricultura no es fácil”, dice Ojeda, sentada en una mesa grande de su patio. “Pero en algún momento fue más rentable, te podías sostener produciendo”, dice Ojeda. Hay una caja en el centro de la mesa, llena de bolsitas transparentes que contienen semillas. 

“Yo me concienticé de que nace todo de ahí, de la semilla. Mi mamá y mi papá hacían ese trabajo de guardar la semilla”, dice. Ahora lleva adelante un intercambio de semillas con otros productores. Si alguien viene sin semillas para intercambiar, igual se van con algo. Es parte de su militancia rural. 

“Queremos que produzcan su alimento y se multiplique. Cuesta que otro se encadene a multiplicar”, dice. “Nos acostumbraron mucho a que todos compremos y no produzcamos. Y ahora es una época que hay que producir porque no se puede comprar.” 

En marzo del año pasado, el gobierno de Milei eliminó el Instituto de Agricultura Familiar Campesina e Indígena, que se había creado bajo el gobierno de Alberto Fernandez para implementar políticas públicas para el desarrollo de la actividad de pequeños productores. Había reemplazado a la secretaría del mismo nombre. En una conferencia de prensa desde la Casa Rosada, el entonces vocero Manuel Adorni redujo la labor del Instituto a números: 160 delegaciones, dos sedes, 204 vehículos. El 85% de su presupuesto iba a sueldos. “Casi una agencia de empleo político”, dijo Adorni en su momento. De unos 946 empleados, ahora son 64. Un ahorro de $900.000 millones, dijo Adorni. 

Para Ojeda, la disolución se traduce en estancamiento. Programas y asistencia no avanzan. 

Mireya Gutiérrez también piensa en la producción y que sea algo que mantenga a la gente rural en su lugar. Ella vive y trabaja en los alrededores de Goya, pero en la otra dirección, al norte. Con sus hermanos, cultivan un terreno que heredaron de sus padres. Gutiérrez, de 41 años, se pudo haber ido de Corrientes. Lo pensó. Pero ya no. “Uno empiece a ver y decir, ¿de qué le sirve uno ir lejos?”. “Uno si deja su lugar, deja su historia. Deja el legado de sus antepasados, que lo han construido tanto.”  

Gutiérrez empezó su militancia a los 13 años y se destacó como una voz importante entre la juventud rural. Pasó por una asociación provincial de productores, una cooperativa, y se recibió como abogada. 

A la vez, buscaba proyectos y fondos provinciales o de ONGs para talleres o cursos que generaban otras salidas económicas para cada cosecha, como la producción de dulces o mermeladas, o capacitación en cuestiones ambientales. Los fondos también lograron servicios básicos, como acceso a internet, o la electricidad –elementos de los cuales no se hizo cargo el estado para su zona. Igual que Ojeda, Mireya también fue delegada nacional de la agricultura familiar para la provincia de Corrientes y ayudó en la redacción de la ley de agricultura familiar, que introdujo obras sociales y aportes jubilatorios. 

A pesar de los esfuerzos, un futuro rural sigue siendo una apuesta vertiginosa para muchos chicos jóvenes, que emigran a lugares urbanos en búsqueda de otras oportunidades. No es algo de ahora. Ya viene sucediendo hace años. “Hay que buscar la forma de resistir,  no solamente subsistir”, dice Gutierrez. 

Sin embargo, las semillas de La Chicharra están por todos lados. En el jardín de Yanina Gutierrez, por ejemplo, crecen mangos, maracuyá, limones, quinotos y tomate. Yanina fue presidenta barrial en la zona que se llama Arco Iris, en Goya, cerca de la radio. Como tal, gestionaba reclamos de sus vecinos en el municipio. Se volvió esa referente con herramientas que le aportó la asociación civil de la radio. Participó en la escuela de género, liderada por Coria y Fernández, que abordó temas que siguen latentes hoy, como la diversidad sexual y la violencia de género. También hizo reportajes para programas de radio sobre las problemáticas de su barrio. Informaba sobre un comedor que ella operaba, y vio cómo sirvió de modelo para otras comunidades. Pero el merendero de Yanina que alimentaba a 100 niños no funciona más. “No podes comprar un paquete de leche porque no te alcanza”, dice. Su propia huerta es menos sostenible por el precio de las semillas. Ahora, algo de su pequeño terreno lo usa para criar cerdos, que rinden más. 

“A mí lo que más me gusta de la radio es que da espacio”, dice, sentada en una silla de lona pliegable en su fondo, aceptando un mate que ceba Migueles. “Si le sabés sacar provecho te sirve un montón. Porque esto es popular. Es algo tan lindo. Está abierto para el tema que quieras tocar”, apunta.  

Coria formó parte del equipo que convirtió la escuela popular en un espacio  itinerante, llevando las políticas públicas a los barrios periféricos, como en el que vive Yanina, y a los parajes, como en el que vive Ojeda. 

“Para mí fue un proyecto muy enriquecedor”, dijo Coria, docente. “Con cada una siempre era trabajar con las particularidades del lugar, que tiene cada una de las personas. El saber que puede tener una y poder compartirla con otro, es lo mejor que uno puede hacer.” 

Coria, quien se encuentra ahora fuera de Argentina por trabajo porque se volvió muy difícil encontrar un empleo fijo en Goya, nota que los espacios colectivos se han vuelto aún más necesarios en este contexto. Se asombra del nivel de cambio –que un proyecto pequeño de una escuela popular de género ya no cuenta más con fondos estatales para operar.

“Todo parece que se tornó oscuro, sombrío, no se sabe si realmente uno puede seguir hablando de estos temas con total libertad”, nota. “Más allá de que somos las que siempre estamos levantando las banderas de estos temas, por ahi salir afuera ya… no sé. Hasta me animo decir que en Goya mismo, hoy por hoy, hacen ruido algunas cuestiones porque no hay un apoyo del Estado”, dice. “Uno también se siente desprotegido por parte del Estado.” 

De vuelta en La Chicharra, bajo una cita plasmada en la pared de Rodolfo Walsh –“El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento”– Migueles revuelve los cajones. “Parece que estamos muy pobres. No hay un triste birome”, comenta. Pero lo que falta en recursos desborda en compromiso, eso aprendimos trazando el camino de una pequeña radio que empezó bajo el lema “sembramos palabras, cosechamos derechos.” 

“Es una forma de sostenerse en tiempos difíciles”, agrega Fernández. “Y tiempos de vientos a favor, aumentarse y crear más”. 

Este trabajo fue realizado con el apoyo del Pulitzer Center

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