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el debate por la ley de humedales

Villa Paranacito: pese a todo, todavía hay vida en el humedal (y se pelea por ella)

Villa Paranacito, en el delta entrerriano. Escenario de las historias de vida de varias generaciones de productores.

Matías Longoni

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En la cooperativa de productores del delta entrerriano, cuya sede se ubica cuando termina la costanera de Villa Paranacito, los directivos están de reunión y por eso nos entretenemos mirando las cosas que se venden a los más de 150 socios desde un pequeño galpón: hay enormes machetes, botas de goma, motores fuera de borda y algún producto veterinario. Estamos en la puerta de entrada a uno de los grandes humedales que tiene la Argentina. La sede social de la entidad da directamente al río. Algunos clientes suelen llegar por tierra, pero la mayoría lo hace por agua. 

El otoño maquilla al delta con colores de ensueño. Si Mendoza es hermosa en esta época del año, esta zona del sur entrerriano, equidistante de los diferentes brazos del Paraná y del río Uruguay, no tiene nada que envidiarle. Es que esta es la mayor cuenca productora de álamos de la Argentina. Las hojas de ese árbol caen plateadas sobre el césped, mientras el río se llena de camalotes y de otras plantas acuáticas que descontroladas van estrechando los cauces por donde deben pasar las embarcaciones. “Será así hasta la primera helada”, nos dicen. La primera gran helada matará esas plantas y despejará los caminos. 

José Jacobsen sale a nuestro encuentro, apurando el final de la reunión porque ellos están muy interesados en mostrar su realidad a los periodistas, porque creen que todo lo que se está discutiendo en torno a una nueva Ley de Humedales los ignora por completo y temen que los legisladores terminen dictando una ley que omita por completo la opinión de los habitantes. José es el presidente de la cooperativa y ya forma parte también del paisaje: su abuelo llegó de Dinamarca y se instaló en el sur bonaerense hasta que a fines de los años 20, viajando en tren de Necochea a Buenos Aires, se cruzó con un extraño que lo tentó ofreciéndole las escrituras de 700 hectáreas de campos en el delta de Entre Ríos, sobre el Brazo Chico. El viejo Jacobsen aceptó con temeridad y muy pronto estaba abriendo surcos a machete para instalarse con su familia. Luego llegaron los tíos, los primos, los hermanos. La colonia danesa de isleños es desde entonces una de las más numerosas y activas.

Los descendientes de los alemanes que se instalaron en el delta también son bastantes. José Luis Peter es uno de ellos y su familia tiene en las islas casi tanto tiempo o más que la de Jacobsen: son históricos vecinos aunque sus casas queden en diferentes islas y a media hora de lancha de distancia. El abuelo y el padre de Peter se dedicaron casi siempre a la forestación pero también al transporte fluvial, ya sea de madera o más recientemente del ganado que comenzó a poblar este lugar de la Argentina. Según datos oficiales hubo casi 350 mil cabezas en el departamento Islas del Ibicuy, que incluye esta zona. Luego de la última gran crecida de 2016 hubo que evacuar y ahora quedan 240 mil. 

Peter nos muestra el mapa catastral de Villa Paranacito que está colgado en la oficina local del Senasa. Se percibe a simple vista que este lugar de la Argentina albergó a mucha gente y en algún tiempo registró un acelerado proceso de división de la propiedad: más cerca del pueblo las fincas son pequeñas pero largas, van desde la orilla del río a la espesura de cada isla. Los campos más grandes recién comienzan a aparecer un poco más al norte, yendo hacia Ceibas, donde la tierra parece un poco más firme. De allí hacia Diamante, recostado sobre el Paraná, el delta entrerriano matiza con miles de hectáreas de campos que todavía son fiscales. Peter nos dice que suele ser allí donde se originan los incendios que cada tanto inundan de humo las grandes ciudades. 

Aprendemos que los tacones de los árboles recién cortados muestran en tonos más oscuros o azulados los años que pasaron bajo la inundación. En todas las charlas con los isleños es recurrente la invocación a las grandes crecientes. Es que ellas explican por sí solas muchas de las cosas que han sucedido en el lugar y también el acelerado proceso de despoblamiento de las islas, donde en los buenos tiempos llegó a haber once clubes sociales y deportivos. 

Los ciclos económicos y productivos tienen mucho que ver con la inundación y sobre todo con cuánto tiempo le llevó a las islas volver a emerger de abajo de las aguas. Hubo una grande en los años 50 que arrasó con casi toda la cultura frutihortícola desplegada por los abuelos de Jacobsen y de Peter, y de muchos otros productores que aprovechaban la cercanía de Buenos Aires para cosechar frutas y verduras que se descargaban luego en el puerto de frutos de Tigre. 

A partir de allí apareció la forestación como opción de supervivencia: la instalación de las grandes empresas celulósicas (una de ellas es la controvertida Papel Prensa, que tiene su planta en San Pedro), provocó que el delta se convirtiera en la principal cuenca de salicáceas del país. Los álamos y sauces crecen rápido y ofrecen una madera blanda que puede ser fácilmente procesada para convertirla en papel.

La gran creciente de 1983, con el regreso de la democracia, duró mucho más tiempo y provocó heridas muy profundas: todo se inundó por largos meses. Los más de treinta aserraderos que existían en las islas y competían por la madera disponible con las grandes celulosas no pudieron continuar con su actividad. Hoy solo permanecen activas dos plantas que trabajan con el álamo, una madera que antes se utilizaba mucho para hacer cajas (por ejemplo, las de cerveza o las de gaseosa) y ahora es requerida para la confección de económicos ataúdes. Esas dos empresas están ubicadas a reparo de las aguas, en el camino de acceso a Villa Paranacito. Con semejante cuadro también la forestación ingresó en un periodo declinante del que todavía no puede resurgir.

Los socios de la cooperativa de productores están interesados en nuestra visita porque les permitirá mostrar qué tanto queda de todo aquello, pero sobre todo las chances productivas que -aseguran- sigue teniendo este enorme humedal que muchos ambientalistas quieren congelar y convertir en un santuario donde no pueda hacerse casi nada.Nos llevarán a recorrer las islas y para nuestro asombro lo primero que hacen es invitarnos a subir a una camioneta. Es que un poco más allá de la cooperativa desde hace unos pocos años funciona una balsa que nos permitirá cruzar el río hasta la isla 9. El barco vá y viene, de una orilla a la otra, y es capaz de cargar grandes camiones repletos de rollizos. Conseguir la balsa costó sangre, sudor y lágrimas a los pobladores del lugar, tanto como ahora les cuesta el gasoil que permite encender los motores. Pero mucho más tiempo y trabajo les llevó convencer al departamento de Vialidad de que había que hacer un camino que rodeara toda esa gran isla, conectando a los vecinos también por tierra.

La obra llevó décadas y todavía no está concluida, no cerró el círculo. Pero todos aquí coinciden en que ya transformó por completo la relación entre los isleños y el entorno natural que los contiene. La metáfora del plato nos fue muy útil para comprenderlo. En su estado natural, las islas del delta son como un plato playo y sus bordes suelen ser un poquito más elevados que el centro. Para trazar el camino circundante es necesario hacer un alteo que convierte la isla en un plato sopero: los bordes se elevan artificialmente y el interior queda más protegido de los desbordes. Es el principio de un incipiente proceso de manejo de las aguas.

Carlos Schaaber tiene apellido alemán pero en realidad su familia llegó a las islas en el primer gobierno de Juan Perón, a fines de los 40, desde la provincia del Chaco. Allí con el correr de los años su padre pudo montar un almacén de ramos generales de esos que ofrecen de todo, incluyendo dos viejos surtidores para que las lanchas repongan combustible. Hoy tiene 83 años y su hijo atiende el negocio, mientras su nieta le hace reportajes jugando a ser periodista para un trabajo escolar. Son cuatro generaciones de isleños a los que el camino les facilitó mucho la vida. Carlos conserva la historia viva de esa gesta en una vieja carpeta llena de documentos. La del camino fue sin duda la lucha más importante de su vida.

El cementerio de Villa Paranacito está ubicado cerca del viejo almacén, en la misma isla. Hasta que llegó el camino interno, los cortejos fúnebres se formaban con botes y lanchas (existe todavía incluso una embarcación mortuoria) porque solo se podía llegar por agua hasta al lugar. Los ataúdes se bajaban a un amplio muelle hecho de largas maderas que se hundían en las aguas marrones. Jacobsen y Peter conversan entre ellos: que allí está enterrado mi padre, que más allá está el cuerpo de mi abuelo. Ellos mismos confiesan que jamás se irían y que quieren terminar sus días en este mismo lugar.

“El mapa productivo desde 1935 hasta la fecha viene de la mano de las familias productoras. Recién a partir de los 70 se instalan dos empresas importantes (en referencia a Papel Prensa y a Celulosa Argentina), pero en el departamento alrededor de 60% de las explotaciones pertenecen a la agricultura familiar”, nos dice Hugo Benavídez, que es técnico del INTA de Villa Paranacito y un estudioso de la constante evolución de las islas. Al letargo de la forestación, el especialista remarca que se ha sumado en los últimos quince años una nueva posibilidad, que es la ganadería. En el INTA apuestan sobre todo a los planteos silvopastoriles, que son los que combinan bosques con bovinos, y que hasta imaginan vendiendo bonos de carbono al actuar como sumideros. “La ganadería no es antagónica a la forestación y por suerte en los últimos años también se han advertido efectos beneficiosos de este planteo conjunto”, informa Hugo.

Ahora sí nos subimos a una lancha y surcamos las aguas marrones a gran velocidad: mucho menos suntuosas, finalmente son ellas las 4x4 de los productores de las islas. Nos metemos en el brazo Bravo del Paraná y nos sentimos ínfimos en medio de la enorme masa de agua que fluye debajo nuestro. Desde hace mucho tiempo que las lanchas colectivas no prestan servicio en la zona de Villa Paranacito porque la mayor parte de la población ahora vive del empleo público y ha migrado hacia “el pueblo”, dejando taperas en muchas islas. Los que aguantan allí viven o de las actividades productivas, o de la pesca, o acaso de un incipiente desarrollo del turismo. Todas esas actividades son más sencillas en aquellas zonas del delta donde, como aquel camino, la mano del hombre ha hecho algunos “ataja repuntes”, como llaman los lugareños a los pequeños diques para regular las aguas y que a la vez hacen de caminos internos y les permiten dominar el territorio.

En la casa de la familia Gottert, el abuelo Don Máximo recuerda anécdotas que reflejan la intensa vida social que existía en aquellas islas de antaño, donde incluso se solían hacer bailes de carnaval. Fue allí donde él se animó a cortejar (aunque quizás haya sido al revés) a una joven danesa pelirroja, que terminaría siendo la madre de sus cinco hijos. Uno de ellos es Haraldo Gottert, que sigue al frente de la explotación familiar de unas 300 hectáreas. Allí conviven una hermosa forestación de álamos que se acercan a la anhelada época de corte (tardan al menos 15 años en lograr su estatura comercial), con un rodeo de vacas de cría que manejan sus jóvenes hijos. Es la conjunción de actividades de la cual nos hablaba Benavídez. Los chicos andan de a caballo, pero con botas de goma. Parece una postal gauchesca de San Antonio de Areco, pero entre bosques y en medio del gran humedal.

El planteo productivo de los Gottert es la síntesis perfecta del paso del tiempo por este delta bendecido por la naturaleza y maldecido también de vez en cuando, en épocas de creciente. El abuelo se radicó cuando esta zona funcionaba como la huerta de los porteños, el padre creció al amparo de un modelo más industrial que requería madera para celulosa y los nietos ven en la ganadería una buena chance para no tener que migrar del lugar, pues logran interesantes índices reproductivos alimentando a su plantel de madres con un pastizal natural que de otro modo se acumularía y sería materia altamente combustible demasiado peligrosa en tiempos de sequía. Ellos mismos ya lo vivieron y perdieron muchos árboles en un feroz incendio que no pudieron controlar. Por eso Haraldo aceptó finalmente incorporar las vacas. “Son el mejor bombero que hay”, reconoce ante la mirada cómplice de sus hijos. 

Juan Antonio González, de 63 años, no tiene registro de cuándo sus antepasados llegaron a las islas. Irrefutablemente criollo, él también cría 50 vacas y otras tantas ovejas en su pequeño campo ubicado en la Isla número 6, que a diferencia de la 9 nunca ha recibido los beneficios de tener un camino. Como todos aquí, González sabe que las retroexcavadoras serán bienvenidas. No celebra el hecho de que en su isla no se haya podido mover todavía la tierra para hacer mejores protecciones. “Donde usted puede cerrar el campo, pueda hacer un ataja repunte, ahí sí que el campo empieza a servirle, y tres veces más que lo que sirve cuando es campo natural”, afirma. 

Vamos volviendo hacia la Villa. Pero Peter se reservó la parada final para mostrarnos un viejo campo que ha comprado su familia de la quiebra de una empresa forestal a muy bajo precio, porque suele inundarse ante una mínima creciente. Salvo por los descuidados sauces allí plantados, está en estado casi virgen y se nos hace muy difícil descender de las lanchas. Ni bien lo logramos, los mosquitos del atardecer nos rodean y se hacen un festival. Podemos caminar unos metros al interior de la isla solo porque hay un viejo tendido de vías oxidadas, por donde circulan algunos carros que se utilizan para sacar la madera del lugar acercándola hacia la orilla. Caminamos sobre los rieles. De otro modo sería casi imposible ingresar. 

“Antes de la década del 90 el mayor porcentaje de las islas eran como esto, al menos en esta zona de Entre Ríos. No había manejo del agua. Pero, bueno, esto tiene su contratiempo. Acá no podés poner un tractor ni ningún tipo de máquina. Tampoco podés traer hacienda. Esto es inundable, no tiene ninguna defensa, no tiene ningún reparo”, nos muestra. El entorno es hostil, sin duda. Peter dice que hasta la fauna autóctona de la zona prefiere ir a pasar sus días en campos más confortables. 

Emprendemos nuestro regreso y las conclusiones son casi obvias: todavía hay vida en el humedal. La hubo mucho más antes que ahora y los que quedan se ilusionan con que se podría recuperar. Nos dicen los productores que hay una enorme porción del delta entrerriano que está casi despoblada e improductiva, expuesta a cazadores furtivos e incendios. Afirman que ellos, los pobladores, son los mejores custodios de este entorno natural. Piden un plan. 

Jacobsen, que lleva toda su vida allí, se rebela ante una derrota que parece cantada. Y lo mismo sucede con Peter y con tantos otros más. “Con una Ley de Humedales de las más duras, como las que proponen la mayoría de los proyectos, nosotros no vamos a poder producir y no vamos a existir más. Esto no es tierra fiscal, esto es una propiedad, pagamos impuesto inmobiliario, Ingresos Brutos, IVA y Ganancias. Pagamos todos los impuestos que hay. Con una ley que no te permita trabajar, todo eso no se va a poder cobrar más. Todos los proyectos de ley dicen que hasta 5% del Presupuesto Nacional se destinaría para el cuidado de los humedales. Con esa plata me parece que se podrían hacer un montón de obras para poder repoblar la zona. Y creo que el Estado debería hacer hincapié en la forestación que es una actividad que genera trabajo, captura carbono y bueno, que se yo. Yo lo que haría si fuese Estado sería promover la producción en vez de prohibirla”, expone José Luis antes de lanzar la amarra hacia el muelle y comenzar la despedida.

CC

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