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Intentará ser un correo al que los suscriptores le den Play. Una vez cada dos semanas llegará a la bandeja de entrada algo que a Julieta Roffo, su autora, le entró por un oído y, en vez de salirle por el otro, le salió por un texto. Habrá música pero también habrá ruidos, canciones y sonidos de los que sabemos todos y, ojalá, de los que sorprendan a los lectores. A lo mejor resulta bien.

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Una crónica de alto vuelo

Algunos de los sonidos con los que te cruzarías en un aeropuerto.

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Leer este texto te va a llevar lo mismo que escuchar Free Bird, la canción de Lynyrd Skynyrd que suena en Forrest Gump cuando Jenny piensa en matarse.

El chapón del auto contra el badén que te saca de la ruta para empezar a meterte en el estacionamiento. El enésimo sacudón que les das a las llaves hundidas en un bolsillo de la mochila para escucharlas y confirmar que van a estar esperándote cuando las necesites. Los mocos que absorben los que te despiden y tus mocos. El crujido del paquete de carilinas que sacás de la campera. El viento, que arrasa y que choca con las manos y las congela. El (sobre)peso de las valijas impactando contra el suelo, las ruedas del portamaletas girando sobre el asfalto, la promesa de abrigo del otro lado del sonido neumático de las puertas automáticas. El viento, que silba y sigue arrasando.

El chillido del freno a contrapedal del portamaletas delante del mostrador, la voz de la mujer que pide documento, y la valija arriba de la cinta, y por favor ver la hora a la que se emitió el certificado nacional de circulación. El clic del candado que cierra los cierres y la vibración ininterrumpida de la cinta transportadora que hace desaparecer el equipaje. El tono preocupado del chico que pregunta si hay dos pasajes para volar dentro de un rato y cuánto salen y a qué hora aterriza el vuelo.

El zumbido de otra puerta automática: la que abre la cafetería. Las dos tazas que el mozo desliza en la mesa y que sirven para esperar. La voz del que enumera por televisión cómo formarán esta noche los equipos argentinos que jueguen la Libertadores. El ruidito que los de Mercado Pago le pusieron al momento en el que pagás los cafés. El reggaetón que escuchan tres chicos sentados contra una pared, cerca de un enchufe.

La voz que escupen los altoparlantes, que sale como si la estuvieran cocinando en aceite hirviendo y que parece decir que llegó la hora. Las caras de los que no están seguros de si les toca o no. Los pasos apurados hasta alguna pantalla que diga la verdad en forma de número de puerta de embarque. Ese ruido colectivo bastante argentino que ocurre cuando mucha gente a la vez levanta bolsos y bolsas del piso y de los asientos para apurarse a hacer una fila que jugará al juego de la estatua un rato largo.

Las manos que revuelven bolsillos hasta que encuentran DNI y tarjeta de embarque, las respiraciones aliviadas de los que se habían puesto nerviosos. La voz del oficial de la Policía de Seguridad Aeroportuaria que pregunta apellido y número de documento, el peso de celulares, abrigos, cinturones y billeteras cayendo contra las bandejas plásticas de radiografiar pertenencias personales. Los rodillos deslizando las bandejas por delante de la mirada inquisidora de una máquina y un ser humano. El sonido largo y agudito si la luz del detector de metales da verde. El corto y grave cuando es rojo. La voz de otra oficial que indica “retroceda y pase de nuevo, a ver”. El silencio como fondo de cocción de la tarde: nadie le eligió música funcional a este día en este aeropuerto.

En 1978 Brian Eno editó Ambient 1: Music for Airports. Sobre el disco, dijo: “La música ambient tiene que ser capaz de ajustarse a varios niveles de atención auditiva sin imponerse en ninguna: ha de poder ser ignorada como interesante”. Lo escuchás completo acá y es recontra home office friendly.

Las bolsas de plástico apoyándose contra el asiento de por medio que hay que dejar libre en tiempos pandémicos en esta zona de embarque. El crujido de las bolsitas de alfajores que no van a llegar enteras a destino. La voz del empleado que avisa que hay que esperar a que alguien salga para poder entrar al baño: máximo dos personas. El golpazo contra el piso que suena cuando a un chico se le cae su ejemplar de La montaña mágica de las manos. El ruido mental que provoca verlo tirado ahí y recordar las deudas personales con eso que llamamos grandes clásicos de la literatura universal.

Otra vez una voz, esta vez más aceitada que aceitosa: primero embarcan los de zona uno. El piiip largo que viene cuando el código de barra de la tarjeta de embarque tiñe de verde la pantalla y el traqueteo de los carry ons sobre el piso de goma. Una hermana que le pregunta a la otra “¿sos boluda?” cuando frena demasiado de repente, demasiado cerca, casi haciéndola caer. La sensación de que entre veinte y cincuenta dentistas prendieron el torno al mismo tiempo: así suena acercarse a un avión que prepara sus motores para volar.

La voz de una primera azafata que dice “buenas tardes, bienvenidos”, los pasos propios y ajenos por el pasillo alfombrado del avión, los gruñidos de los que levantan las valijas de mano más pesadas, las puertas de los portaequipajes que se van llenando cerrándose con fuerza. El susurro de un hombre que reza mientras el avión se acomoda en la pista, los gritos de un nene que está enojado porque se hizo de noche y no se ve nada por la ventanilla, el ruido de las patadas que le pega a la butaca de adelante. La voz de la azafata que habla al micrófono para decir -en castellano y en un inglés de cabotaje- que las salidas de emergencia están aquí, allá y allí delante, que prohibido sacarse el tapabocas y que los celulares en modo avión, por favor.

El ruido que harían todos los odontólogos del país -y tal vez de la región- si prendieran todos los tornos juntos: esta máquina ya tiene todos sus motores prendidos y está lista para ponerse a volar. El sonidito de alarma amigable que suena justo cuando se encienden las luces de ponerse el cinturón de seguridad. La sensación de que los dentistas se mudaron con el torno a un barrio un poco más lejano: los oídos tapados por el despegue. El crujido de los dedos contra los paquetes de chicles o pastillas para aliviar el síntoma que sólo dejará de joder cuando volemos a altura crucero.

Acá hay SIETE horas de sonido ambiente de un aeropuerto. Se supone que es relajante. Cuchá Cuchá vota por Brian Eno.

La tos con catarro de una mujer que va a durar todo el viaje y que inquietará especialmente a uno de sus vecinos estrechos. El clic de los auriculares conectándose a las fichas de las pantallas individuales. El “uhhh” que se le escapa a un hombre que sintonizó el documental sobre Maradona que hizo Asif Kapadia y que ve el momento en el que Andoni Goikoetxea le rompe el tobillo de una patada. El recuerdo de la voz de Maradona.

El ruido de los portaequipajes que abren y cierran rápido los que estaban demasiado desabrigados, y el de los respaldos reclinándose. Los ronquidos in crescendo y la charla de dos amigas que usan el viaje para ponerse al día. Un papá que orienta una partida de casita robada y una mujer que le insiste al marido para que se ponga bien el barbijo. El ruido invisible de las cervicales de una chica que se despertó después de cabecear demasiado fuerte contra la nada.

Otra vez, el sonidito amigable de ponerse el cinturón y el no tan amigable que hacen los aviones cuando se sacuden un poco, como si la panza pasara por lomos de burro hechos de aire en vez de cemento. El sonido constante, enorme, de los motores. Como una condena perpetua a que el subte te pase cerca, o como si a pocos metros de nuestras orejas cayera una cataratita. El ruido de los ventiladores, que nos prometieron que cambian el aire del avión tres veces por minuto y que son los teloneros de la banda principal: los motores.

Los resoplidos fastidiados de la mujer que no puede hacer funcionar la pantalla táctil de su butaca para ver un capítulo cualquiera de Friends, la voz vehemente de la azafata que advierte al hombre que insiste en usar mal el barbijo, el crujido de los dedos de la mano de una señora que los hace sonar cada vez que los siente agarrotados, los pasos de ida y vuelta por el pasillo que lleva al baño, la puerta trabándose desde adentro, la cadena que se lleva todo.

Los bostezos de los que se despertaron, los ronquidos de los que todavía no, y la voz del capitán que avisa que empieza el aterrizaje. Los clics de los cinturones que se habían desabrochado, los motores acelerados, el impacto de las ruedas contra el suelo, el carreteo a la velocidad de una inercia feroz, el tututúnnn que hace el avión hasta quedar parejito en la pista. La azafata que dice “bienvenidos a Buenos Aires”, como si cruzar la General Paz desde el aire no hubiera sido suficiente aviso. Lo de “gracias por volar con nosotros” y al final, uno de los ruidos colectivos más argentinos de todos: un aplauso para el aviador.

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