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Intentará ser un correo al que los suscriptores le den Play. Una vez cada dos semanas llegará a la bandeja de entrada algo que a Julieta Roffo, su autora, le entró por un oído y, en vez de salirle por el otro, le salió por un texto. Habrá música pero también habrá ruidos, canciones y sonidos de los que sabemos todos y, ojalá, de los que sorprendan a los lectores. A lo mejor resulta bien.

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Pequeñas delicias de la vida comunal

¿Cómo es tu sonido ambiente?

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Leer este texto te va a llevar lo mismo que escuchar la pista de batería de Gimme shelter. Te quiero mucho, Charlie Watts.

El llamador de ángeles hecho con cañas de bambú y muy probablemente comprado en el Mercado de Frutos. Esa colisión de maderitas que los primeros diez segundos es amena y después parece que vino a sarparle el silencio a la madrugada. El sacudón metálico de cuando el viento le apunta a las persianas que traen los edificios que tienen laundry y también tienen paredes finitas. Las patitas del cachorro que adoptaron los vecinos de arriba yendo de la cama al living. Primero los frenos y después las puertas neumáticas del 107, el 140 y el 71.

La señora que les dice “hola, chicas” todas las mañanas a las plantas que cuida en su balcón. El coro de tenders metálicos desplegándose cuando sale el sol después de varios días de lluvia o humedad. El derrumbe estrepitoso de baldes, bicicletas y changuitos de hacer las compras que traen las tormentas cada vez más tropicales. La tos que vaticina una radiografía jodida del vecino que sale una vez por hora a fumarse un puchito. El chispero de su encendedor justo después del escupitajo que baja nueve pisos en caída libre.

El pedregullo frotándose contra las gomas de los autos que entran y salen de las cocheras. La nena que sale al balcón una vez por mañana y dos veces por tarde a cantar Libre soy. El silencio que le devuelve el padre cada vez que ella lo llama para que salga a mirar alguna cosa en algún patio vecino. La melodía paleta-mesa-paleta-mesa de la pelota de ping pong sobre la tabla de madera que los del jardín más grande de la manzana montan sobre dos caballetes los días de sol y aburrimiento. El Requiem de Mozart, la banda sonora con la que una vecina +70 se ocupa de sus bonsái.

El aleteo de una bandada que, según la estación, pasa en algún momento entre las cinco y las siete de la tarde. La guitarra criolla del vecino que una vez por quincena junta a sus amigos en la terraza de su PH y que, toque lo que toque, siempre incluye Veneno, de La Renga, Amor clasificado, de Rodrigo, y Redemption song, de Bob Marley. La voz de la nena que todavía no logró que su perro aprenda a sentarse y que insiste cada vez que se acuerda: “Sit, Chinito, sit”. El maullido de un anaranjado propietario de una mecedora de mimbre.

El reporte sobre cómo va el compost que un novio le grita desde el balcón a su novia todos los sábados, cada vez que se ocupa de mezclar húmedos con secos y de averiguar cómo andan las lombrices. Ese quiebre sonoro de cintura de las sábanas, las toallas y los manteles cuando alguien los sacude para que las migas o los pelos caigan al vacío. La cumbia santafesina que escuchan en la casa de empanadas mientras está cerrada y pican morrón y cebolla. Las canciones de Hermética y Almafuerte que ponen los de la parrilla antes de que lleguen los primeros clientes.

La musiquita navideña que largan las luces que un vecino se obstina en mantener encendidas todo el año, todos los años. La parla de dos o tres cotorritas cuando, de vez en cuando, andan de visita por el árbol altísimo que le hace de Meridiano de Greenwich a esta manzanita porteña. Los chapuzones de pelopincho que empiezan en octubre y duran hasta marzo. Las apiladas bruscas de cajones de cerveza cada vez que llega el proveedor al supermercado de la vuelta. Los martillazos de la vecina que saca muebles a la terraza para restaurarlos.

Ropa cara, el hit de Camilo, que al menos una vez al mes unas cinco o diez adolescentes cantan en modo karaoke en un horario no apto para los que ya habíamos visto Okupas en su primera emisión. El conflicto bilateral interminable entre un beagle y un fox terrier, que se resetea cada vez que alguno empieza a ladrarle al otro. Las carcajadas de una cuarentona que sale media hora por tarde al balcón con tablet y auriculares como si se exiliara de sus convivientes. Cierta cercanía al Estadio Monumental, que estalla vez que River hace un gol. La vecindad con Saavedra, que salió del clóset la noche que Platense volvió a Primera y hubo algún grito de de “dale Marrón” y aplausos casi unánimes.

Los tres perros que custodian la casa con árbol, pelopincho y mesa de ping-pong. Sus ladridos desenfrenados, que empiezan y terminan todos a la vez, se meten en todos los Zooms de la manzana y hacen que todas las tardes el mismo hombre grite: “Te voy a matar a los perros, hijo de puta”. La mujer que suplica: “Tengo un bebé, por favor, silencio”. La señora que ahora les dice “hasta mañana” a sus plantas justo después de regarlas y sacarles las hojitas secas.

¿Y tu ventana? ¿Qué cuenta?

JR

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