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Los 70 de Charly García
Charly y todos los García

Charly García en 1990

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Difícil que lleguemos a ponernos (completamente) de acuerdo sobre Charly, salvo en lo que refiere a su presente institucional. A los 70 años y a casi medio siglo del lanzamiento de Vida, el primer disco de Sui Generis, García es objeto de múltiples (y merecidos) reconocimientos. La “Canción de Alicia en el país” se canta en las escuelas y se enseña en un posgrado universitario. Hasta el Estado nacional y municipal lo consideran su patrimonio. En ese lento devenir institución, el autor de Instituciones ha sido diseccionado desde diferentes costados y entusiastas perspectivas. Sus hechos públicos, es decir, sus conciertos, apariciones televisivas y derivas mediáticas, han sido recopilados en Esta noche toca Charly. Repito: todo lo hecho y deshecho. Los dos monumentales volúmenes escritos por Roque di Pietro no dejan resquicio escénico sin detectar (como decir que García ha sido por lo tanto una voz de fondo durante los últimos cincuenta años, un cuerpo presente). Lo que siguen son, por lo tanto, interpretaciones (incompletas).

Hay tantos Charlys como oyentes (las fechas de entrada y salida del mundo García son, por lo tanto, muy distintas para cada uno, igual que las explicaciones sobre el gusto o el desapego: quien escribe, que acá recuerda otra vez que se educó escuchándolo, que atravesó parte de la dictadura con Charly, y gracias a Charly hubo momentos de consuelo, circa 76-77). Abundan lugares comunes sobre su genialidad. También ciertos consensos: el período 72-84 reúne sus mejores canciones. Ese repertorio ha tenido la capacidad de construir significados sociales profundos. Cada generación (a esta altura abuelos y nietos) las ha cantado con diferentes entonaciones y subrayados.

Entre tantos Garcías posibles, quisiera detenerme en momentos que señalan su inscripción en la historia política y cultural. Empecemos entonces con “Instituciones”, la canción del disco homónimo que se editó a fines de 1974. “Oye hijo, las cosas están de este modo. Una radio en mi cuarto me lo dice todo. No preguntes más”. ¿De quién es la voz del padre? ¿Quién es ese padre que define con su canto un orden inmutable? ¿Qué padre podría haber hablado así a mediados de ese año cuando el disco empezó a esbozarse? Y, además: ¿Qué padre tiene la voz rota (la rima no permite decir “afónica” o “que carraspea”) y no acepta ser interrogado? Por último: ¿quién es el hijo al que le dicen que no pregunte más? No puedo dejar de pensar en Perón, el Perón que, en su intento de imponer un armisticio entre los sectores en pugna de la Juventud, se autoasignó en setiembre de 1973 el papel de un “padre eterno” con la “misión” de “aglutinar el mayor número de gente posible”. Y pienso especialmente en la escena que hizo entrar en crisis final esas aspiraciones, el 1 de mayo de 1974, cuando desde el balcón de la sede presidencial, el general rompió amarras con Montoneros. Sus abigarradas columnas juveniles no habían cesado de interrogarlo de manera desafiante en la Plaza de Mayo (“¿Qué pasa general”?) y, tras el reto (“Esos estúpidos que gritan”), abandonaron el ágora con una canción propia de hijos que no saben qué cantan (“aserrín, aserrán/ los maderos de San Juan”).

A partir de ese disco, Instituciones, Charly es un comentarista incisivo de su presente. Los pocos segundos en los que la sirena se adueña de la tercera pista de Instituciones contienen no solo esta transición del mito al ruido y del ruido a la letra, sino aquello que empuja a la canción hacia la crónica espeluznante de 1974. Cuando la sirena se aleja, y la escuchamos partir, es que recién Charly cuenta, con impostada ingenuidad: “Tengo los muertos todos aquí/ ¿Quién quiere que se los muestre? / Unos hincados, otros de pie/ Todos muertos para siempre”. García da por entendido que todos podrían hablar de lo mismo. En el armado original del disco, la sirena funcionaba como el eslabón que unía a “Juan Represión” con el “Show de los muertos”. La censura impidió ese cruce. Pero la falta no resintió en lo más mínimo el aliento de la canción. Nos queda como un documento de la violencia política durante el tercer gobierno peronista.

A mediados de 1976, Charly se presenta por primera vez con La máquina de Hacer Pájaros en La Bola Loca, un local céntrico relativamente cerca de Tribunales. La mención geográfica no es arbitraria. Ahí estrena “Superstars”, la semilla de una canción que recién editaría en 1982 como “Superhéroes” en su etapa solista y que, ese 25 de junio, se fusiona con “Obertura 777”, segmento que grabaría aparte ese mismo grupo un año después. “Cómo estar en la calle/ sentado ahí nomás/ con miedo en la escuela/ en tu casa/ muebles y humo/ cuánta estupidez/ las chicas se iban y los habeas corpus”. El mismo recurso que debieron presentar en un tribunal numerosos familiares de detenidos era invocado por un cantante de apenas 24 años. Frente a la catarata de reclamos similares ante la justicia para asegurar los derechos básicos de una persona comenzaron a desaparecer los abogados. Las precarias grabaciones de aquellos conciertos revelan cierto desajuste. Ante el terror desencadenado, se canta una palabra que, si se tradujera, quiere decir “tendrás tu cuerpo”. El latín pudo desconcertar o pasar inadvertido. “Habeas corpus”, con su reminiscencia a una institución jurídica que busca garantizar que una persona está viva, consciente y en condiciones de “ser escuchada” por un juez, para saber de qué se lo acusa, no le dijo nada al público de Charly, más interesado en los viejos éxitos anteriores al golpe de Estado. Por muchos años, García estuvo delante de su público.  

En 1977 grabó “No te dejes desanimar” con La Máquina. Quiero detenerme en el estribillo final. “No te dejes desanimar, basta ya de llorar/para un poco tu mente y ven acá”, canta primero García. El verso se repite a través de una progresión armónica ascendente. Es apenas un tono más agudo, pero alcanza para que lo que va a cantarse pueda ser separado de lo que lo precedía, como si se lo quisiera subrayar. Con una voz en la que el vibrato se intensifica, Charly le da mayor fuerza emocional a su ruego: “No te dejes desanimar”, insiste, pero añade algo más: “no te dejes matar”, porque “quedan tantas mañanas por andar”. El significado del verbo se aleja del argot roquero de la ponderación (“mató mil”): ha sido completamente repuesto. “No te dejes matar” es un recuerdo que se formula desde lo percibido: la regla es el Estado de excepción. Si le sustrajéramos ese clamor dirigido al oyente (no dejes que te maten), podría estar más cerca del manual de autoayuda “contra el bajón”, como pensó entonces una revista juvenil. Pero ese añadido la transforma en una canción que parece ignorar, pero sabe. Y cómo: el disco se presentó el 17 de junio en el Luna Park. Ese día desaparecieron varias personas en la capital. 

Dos años después, Charly repite como un mantra que “no se banca más” el presente. Una canción de La grasa de las capitales se titula “Los sobrevivientes” y se presenta nada menos que en coincidencia con la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Ese coraje todavía me estremece. Cuando estrena “Inconsciente colectivo” parece responder al dictador Jorge Videla en su definición sobre el desaparecido. Charly se los encuentra en sus sueños, que eran nuestras pesadillas. Él también las vio: “Miro alrededor/ Heridas que vienen/ Sospechas que van/ Y aquí estoy”, escribe en “Desarma y sangra”, una de las canciones más bellas de la historia de la música popular argentina.

Después del derrumbe del régimen estalinista en Checoslovaquia, en 1989, Václav Havel, el liderazgo surgido de la llamada “revolución de terciopelo”, condecoró a Frank Zappa por el papel que desempeñó su música en la diseminación de los disidentes culturales a partir de la Primavera de Praga. Charly hubiese merecido un reconocimiento político similar de las primeras autoridades democráticas de Argentina. Pero entonces, podría decirse, no sabían muy bien quién era: la brecha entre generaciones podía ser abismal. No es posible imaginar a Raúl Alfonsín tarareando “Canción de Alicia en el país”. Lo cierto es que García fue nuestro héroe cultural durante la dictadura, aunque él, como dijo con ironía en “Transas”, se “cansó de hacer canciones de protesta”.

Los tres primeros discos solistas (Yendo de la cama al living, Clicks modernos y Piano bar) lo encuentran en estado de gracia. Claro que todo cenit siempre tiene su nadir. El declive será gradual, con algunos mojones de inspiración (“Adela en el carrusel”, “No me verás”, “Anhedonia”, “Reloj de plastilina”, “Gato de metal”, “Suicida”, su versión del himno). “Ya no sé bien qué decir/ Ya no sé más qué hacer”, cantó en “Cerca de la revolución”, en 1984, como si pudiera intuir qué le sucedería. Esa pendiente estuvo marcada por el imperio del adverbio “no”. Hasta se podría hacer una canción con apenas algunas de esas referencias a la imposibilidad. “No te puedo amar”, “no elegí este mundo”, “no voy en tren”, “no quiero que me toquen”, “no voy a esperar”, “no quiero parar”, “ya no sé qué hacer”, “no conozco a nadie”, “no sé por quién vivir”, “no siento nada”, “¿para qué fingir? no vale la pena”, “no te acerques a mí”, “no sé qué mierda pasó”, “ya no soy mi/no puedo dormir”, “no sé más quien soy”, “no voy a seguir”. Su arribo a la era say no more fue, en ese sentido, inercial. “No viste quién soy/ No sé si lo entenderás”, previno a sus seguidores, a los que comenzó a llamar fans y aliados.

Ricardo Piglia cita en Respiración Artificial el “no se banca más” que vomita la radio, en 1979. El oyente/narrador confunde a propósito a Charly con Spinetta. De eso siempre se trata, de escuchar mal. Si ese año, la figura del entonces alma mater de Serú Girán es la de un denunciante, cuando Fogwill la recupera, en Vivir afuera, una novela sobre los noventa, García es otro. Un auto atraviesa la ciudad.  El chofer le cuenta al personaje “que habían internado a Charly y que un compañero suyo lo había había llevado en ese mismo taxi, totalmente drogado, sostenido por los dos guardaespaldas”. Esas dos maneras antagónicas de ser nombrado en la literatura trazan una parábola de época. Otra novela, La escoba del sistema, de David Foster Wallace, permite a su vez postular una hipótesis. Wallace reescribe La metamorfosis de Kafka: “Cuando Greg Sampson se despertó una mañana tras un sueño intranquilo, descubrió que se había transformado en una estrella de rock”. Tiene campera con tachas y “una guitarra Fender con la correa fuertemente sujeta a sus hombros”. 

A diferencia de esa ficción, la metaformosis de Charly no fue producto de una noche. El paso del piano a la guitarra en su proceso compositivo tuvo un evidente efecto de redundancia y vulgarización en sus canciones. De otro lado, el abandono de su idea de forjar una Música Popular Argentina (MPA), a la usanza de la MPB brasileña, la adopción de las gestualidades aristocráticas de ciertos astros de rock anglosajones a partir de la transición democrática (el paso de “bienvenidos al tren” a “no voy en tren”), la falta de interlocutores artísticos de peso, la adulación acrítica de Prince y su inverosímil simpatía por Marilyn Manson crearon las condiciones para un estallido en cuotas. Su definitiva cooptación por la lógica del espectáculo más venal aceleró el derrumbe personal con el cambio de siglo (él tuvo su propio 2001). 

Hay un tópico de la perdición en sus letras que explica esa pendiente: el esnifado. Habrá que revisar alguna vez el papel de la cocaína en la festiva transición democrática. “Me sigo pavimentando y llegaré hasta el fin”, canto Charly en “Peluca telefónica” (escuchábamos el “Alegría” de esa canción en diciembre de 1982 y creíamos que todo sería mejor: fue el propio García que nos despertó del engaño con “Nos siguen pegando bajo”). Un cuarto de siglo más tarde, lo estaba esperando Palito Ortega para darle un abrazo redentor. A partir de ahí, Charly fue, a su modo, con matices, claro, nuestro Brian Wilson. El líder de los Beach Boys, hacedor de un disco extraordinario como Pet Sounds, se autodestruyó en su inútil competencia con Los Beatles. La droga, primero, y el chaleco farmacológico, después, lo testimonian. 

Se ha defendido al Charly de los noventa y su aguante bajo el argumento de que no se trató de un artista malogrado, que descuidó hasta sus grabaciones, sino de una renuncia sacrificial a la gracia y el esplendor. La canción, en tanto artefacto, habría cedido su fuerza a la actividad performática (valía tanto ahí abrazarse con Menem o Hebe de Bonafini, amenizar el living de Susana o querer lanzar muñecos desde un helicóptero). Su salto de un noveno piso puso en acto ese giro. Pero García nunca quiso ser como el performer norteamericano Chris Burden, de efímera  reputación en los setenta en el mundo del arte norteamericano después de sus acciones de riesgo. En Shoot, por ejemplo, se hizo disparar por un asistente.. La intención era que una bala rozara la parte superior de su brazo para que apenas brotara una gotita de sangre. La mano del tirador tembló y la bala del calibre 22 le atravesó la carne. En Transfixed, Burden se crucificó a su vez sobre un Volkswagen y tensó los límites del arte (del daño) corporal. David Bowie  tomó nota de esas experiencias extremas. “Te diré quién eres si me clavas a mi coche”, cantaría en “Joe the Lion”, su canción de Heroes. Es evidente que Charly no perteneció nunca a ese tipo de prácticas, por más que se empeñen en asociarlo. “No es la bala lo que te mata, es el agujero”, señalaría Laurie Anderson sobre Burden. Podríamos tomar prestada esa idea y decir sobre García “no fue el salto a la pileta sino el agujero de un dolor insondable”.

No hay mejor explicación de su parábola que la propia materialidad de la voz del autor de “Cuando me empiece a quedar solo”: al principio transparente, dueña de un falsete que tenía su encanto. Con el correr de los años, de esos años infames (el menemismo) se impuso la ronquera, el carraspeo (más agudo que el de Perón, por cierto), la reducción del rango de su canto. Esa pérdida irrecuperable de armónicos, con su consiguiente oscuridad, a veces cercana al balbuceo y la duda en el vivo, puede ser entendida como una metáfora sonora de la misma Argentina.

AG

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