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Lecturas

La Manada

Tapa de La Manada

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Para todos estos hombres: lamento lo que el mundo hizo de ellos, y lamento lo que ellos hicieron después.

1.10 de junio de 2004. No fue sino hasta que Hache escuchó el golpe seco en el suelo que se percató de lo que había hecho. Casi como si ese estruendo lo hubiera despertado de sopetón de un sueño, aun- que siempre estuvo despierto. Parpadeó un par de veces y miró a su alrededor: contó cuatro cuerpos de pie y uno en el suelo.

Vio el hilo de sangre sobre el pavimento con ese color vinotinto ciruela, espeso y violáceo. La sangre mezclada con el color gris del piso. La sangre pasando sobre las piedritas y la suciedad de la calle. La sangre formando el cauce de un río seco.

Se miró la mano. No porque le doliera, sino para chequear que estaba entero, que sus extremidades seguían ahí. Entonces vio sus nudillos que empezaban a hincharse enrojecidos y con sangre. No supo de dónde venía, de quién era, si era suya o ajena. Abrió la mano y volvió a cerrarla. Levantó la cara; miró el cuerpo en el suelo y a los que estaban parados. Sus caras, todavía desencajadas, como hienas hambrientas, empezaban a confundirse entre la adrenalina y la preocupación. Todos miraron el cuerpo en el piso sin acercarse, sin mirar si estaba bien, si respiraba. Con babas en la boca, todavía desbocados, permanecían inconscientes. El episodio transcurría en cámara lenta y Hache no podía calcular el tiempo. Habían pasado segundos, pero en su mente los hechos eran una nebulosa incomprensible, estaban suspendidos como partículas minúsculas que flotan en el aire.

Hache volvió a mirarse la mano, vio sus caras y recapituló que el último golpe, el que había sido culpable del desplome de su contrincante, lo había propinado él. Mientras trataba de poner en orden los sucesos en su memoria, uno de los muchachos lo agarró por la espalda: “¡Vamos, vamos!”. Los otros tres corrieron y Hache sintió un empujón para que se uniera a la carrera, así que también corrió. Sentía cómo rebotaba su cuerpo contra el suelo. Corrió cada vez más rápido y empezó a olvidarse de sí, a dejarse junto a ese cuerpo tendido en el suelo. Ninguno de los cuatro miró hacia atrás. Hache quiso, pero no lo hizo. Pensó en llamar a alguien, pedir perdón, preguntar si había causado mucho daño, esperar ayuda, saber si ese chico se iba a despertar, parar todo lo que estaba pasando, también quiso llorar. No hizo ninguna de esas cosas, solo corrió detrás de todos los demás. Corrió tan rápido que logró adelantarse a la manada, sus zancadas se hacían más veloces y se sentía un animal capaz de levantar vuelo. La mano no le dolía y en su cabeza quedó un silencio que acalló la zozobra.

Cuando se empezaron a cansar y decidieron que no tenían que huir más, se detuvieron detrás de un muro alto en una calle solitaria. Uno le gritó a Hache, quien, al escuchar, disminuyó la velocidad y se devolvió caminando agotado hacia donde estaban. Le faltaba el aire, pero su cuerpo tenía una cadencia nueva, despreocupada. Los hombros altos, pero no tensos. Era como si su figura hubiera ganado algunos centímetros. Se sentía, de alguna manera, más liviano.

Al principio no hablaron. Apenas y podían jadear. Hache no les dijo entonces, ni ese día, ni en ningún otro, que esa había sido la primera vez que había golpeado a alguien. Y que ese, Juani, quien ahora yacía inconsciente sobre un charco de su propia sangre, sin siquiera poder preguntarse por qué había sido esa su suerte, era su gran amigo desde la infancia, en su colegio anterior. El vecino de la casa en la que él había vivido hasta hacía apenas un año.

Hache no les mencionó que Juani y él se habían hecho la primera paja juntos viendo pelis porno a escondidas, a los doce años. Tampoco les contó que cuando el padre de Juani había muerto, Juani había vivido con él durante un mes mientras la madre se reponía del duelo. No les confesó que lo quería. Juani tampoco pudo decírselos. El ataque fue tan repentino y contundente, los golpes de todos, la sorpresa y la violencia, que él tampoco llegó a expresar que no entendía por qué cuatro extraños y un viejo amigo lo golpeaban así. ¿Fue por miedo? ¿Por orgullo? ¿Por vergüenza que Hache mantuvo eso como secreto? Ya no importaba. No llegó a confesarlo en ese momento e ignoraba que no llegaría a contarlo nunca. Que esa sería la última vez que vería a su amigo con vida, con la expresión de angustia en los ojos, sin poder hablar, mirándolo con una mezcla de pánico y desilusión antes de que él, Hache, lo matara de un puñetazo. 

MMR

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