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Superclásico

Gallardo sigue haciendo escuela y Tévez cumple de taco, pero la victoria es para la monotonía

A nivel juego, Boca depende más de sus individualidades; River, del funcionamiento de su equipo

Martín Zariello

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Desde un punto de vista coyuntural Boca venía de ganarle 7 a 1 a Vélez y River de perder 1 a 0 con Argentinos Juniors. Pero para analizar un superclásico es necesario remitirse a la Historia. Tampoco hace falta recordar el penal que Roma le atajó a Delém, pero sí es cierto que “los momentos” de River y Boca están determinados por cuestiones un poco más complejas que una goleada a favor y una derrota en contra. Más que un partido aparte, es el mismo partido a través de las décadas. La verosimilitud del River versus Boca reside en creer, por lo menos en forma inconsciente, que cada camiseta es ese puñal con vida propia que aparece en algún cuento de Borges. No es la lucha sponsoreada y de cortes de pelo idénticos, sino el choque atávico entre dos identidades.

Se podría decir entonces que el factor que determina este momento de River es el descenso. Y el factor que determina este momento de Boca es el retiro de Riquelme. Para River el descenso fue lo peor que le pudo haber pasado pero, aunque suene a herejía, lo cambió para bien. Para Boca, el retiro de Riquelme, símbolo de las Copas Libertadores que ganó con Bianchi y Russo, por alguna razón, le multiplicó el deseo de ganarlas y entró en una especie de psicosis donde si eso no sucede -y no sucede desde el 2007- es el fin del denominado “Mundo Boca”. El fantasma de Maradona también espera que el equipo la gane. Tiene una suite en una nube y un departamento en el infierno. Está bien, descansando. Escucha música y canta. Después se dedica a mirar en Youtube cómo unos yanquis reaccionan a sus gambetas.

Aunque las situaciones nunca se repiten, se podría trazar un paralelismo entre este mismo momento de Boca y lo que vivió River a partir del ciclo de Bianchi. El poder de un campeonato internacional del clásico rival desactivaba Aperturas y ahora desactiva ligas o copas o torneos, o cómo se llame lo que está en juego. River ganó varios campeonatos en el primer lustro de los 2000, pero la preeminencia de Boca a nivel continental empañaba su alegría sólo como un mal domingo puede llegar a arruinar una buena semana. Al no poder ganar la Libertadores se sumó, entonces, perder choques decisivos contra el River de Gallardo, que puede ser el de Passarella en algunos partidos, el de Ramón Díaz en otros y los dos al mismo tiempo si hace falta. Gallardo tiene la esencia riverplatense en el escudo de su saco negro. Su singularidad no está otorgada sólo por ser un buen director técnico, sino por ser alguien que está a la altura de una escuela de fútbol.

A Russo, por su parte, la goleada contra Santos le implicó críticas en los medios que hasta ahora no había recibido. A nivel juego, Boca depende más de sus individualidades; River, del funcionamiento de su equipo. Ahí está, tal vez, la diferencia y la razón por la que se disculpa más a River y menos a Boca. A eso se le suman programas donde se habla seguido del devenir existencial de Boca. ¿Qué piensa Tévez? ¿Qué piensa Russo? ¿Qué piensa Riquelme? Así con los jugadores del plantel, el cuerpo técnico y los dirigentes, y en todas las combinaciones posibles.

Es que la narrativa actual del superclásico, bien maniquea, implica que su antagonismo se resuelva como en un tobogán: cuando uno está arriba, el otro está abajo. Pero fue Boca el que, a partir de la era Bianchi, empezó a subestimar los torneos locales. Una forma de subestimar a River, claro. Hay una vieja nota del El monitor argentino en la que Spinetta le cuenta a Jorge Dorio y Martín Caparrós que, para él, Boca y River, al haber nacido los dos de la Ribera y después separarse, se dividieron “cual andrógino”. La teoría de Spinetta indica que el superclásico es algo así como una lucha de entidades que fueron divididas al nacer pero cuya pelea es la excusa para una incitación de orden libidinal. Por eso cuando hay un Boca vs. River, dice Spinetta, lúcido, el superclásico se juega en la cabeza.

Ante la ausencia de Cardona -el misterio de la semana-, Russo eligió agregar un central más, Izquierdoz, mientras que Gallardo decidió sacar uno para poner a Palavecino, volante ofensivo, que esbozó buenas apariciones cuando le tocó entrar. Dos perspectivas para afrontar el partido que de antemano pueden parecer cruciales pero no siempre son premonitorias: por eso el fútbol es diferente al metegol. Cuando el partido todavía no empezó, los silbidos artificiales matizan la repentina indicación de Gallardo a sus mediocampistas. 

Hasta los quince minutos Boca no puede resolver del todo la presión de River, que insiste con pelotazos en la zona de Fabra. Un tiro de De la Cruz por arriba que despeja Lisandro López, en el momento más impreciso de Boca, es el pináculo de River en el primer tiempo, porque Carrascal, que amenazaba con ser Ronaldinho, pierde batería. Sin el control de River el partido languidece y nos recuerda que es domingo a las seis de la tarde y que en la calle continúan los barbijos. Clásicos eran los de antes, se apresuran a murmurar los más grandes. De pronto se extrañan apodos como “Chiche” o “Carucha”, los sintetizadores de Vangelis, a Castrilli pero también al “Siga, siga” de Lamolina. De eso a preguntarse qué fue de la gorra de Sodero o de la nuca de Hugo Romeo Guerra hay un solo paso. Siempre los superclásicos del pasado fueron mejores, porque siempre hay una generación haciendo el duelo por su juventud. Se quiera o no, tendemos a convertirnos en el tío que contaba cómo jugaban Ermindo Onega o Rojitas.

Preguntale a Google

Pero Boca no se resigna a la nostalgia tanguera, al principio con un toqueteo estéril en su campo, y después envalentonado con la noticia de que River estrena defensa en La Bombonera y a veces hace agua. Inmediatamente, Villa, con caño a Maidana incluido, habilita a Tévez que no llega al mano a mano con Armani. En los palcos, Riquelme, Barijho y Bermúdez cuchichean con la boca tapada: las cámaras enfatizan el costado actoral del superclásico. A los 36´, Boca ratifica el declive de River, con un buen pase de Maroni a Fabra, quien desde la izquierda, la toca a Tévez, que define apurado para lucir a Armani. A cinco del minuto 45, un taco de Tévez -que, como todo crack en el final de su carrera, puede simplificar sus intervenciones, pero todavía ser peligroso- produce el penal de Paulo Díaz ante el desborde de Capaldo. Villa, fuerte al medio, pone el uno a cero. Borré, mientras tanto, cae en offside, señal de que el equipo no funciona como quiere Gallardo, a quien ya se lo puede imaginar, aunque no lo muestren, con la mirada fija y la computadora procesando los datos.

El segundo tiempo empieza con malas noticias para River porque Boca sale como si todavía siguiera el primero. Los intentos de River, que no terminan de ser efectivos, son el origen de las contras de Boca: Maroni por arriba, una tapada kamikaze de Paulo Díaz al tiro violento de Villa y Armani que se la saca otra vez a Tévez. Por un lado, se impone la máxima inobjetable, sobre los goles que se erran en un área y se pagan en la otra. Por otro, se especulaba con que Boca iba a extrañar a Cardona: el transcurso del partido indica más bien que River extraña a Nacho Fernández, que además no está lesionado sino en Atlético Mineiro. River juega al borde, está para el cachetazo, aunque en algunas triangulaciones da señales de vida. Las escapadas de Fabra, la velocidad de Villa, el buen partido de Medina, la experiencia de Tévez. Boca parece tener todo más o menos bajo control y Gallardo no hace cambios.   

No hay una transición demasiado marcada, como la del primer tiempo, cuando Boca tomó el dominio, simplemente fue que a River le salió una de las tantas que antes no pudo coordinar y parecían inofensivas. Tras el centro de Angileri, Palavecino, de cabeza, la cambió de palo y sacó a relucir ese plus que tiene el River de Gallardo cuando está en problemas. Como si fuera poco, echan a Zambrano por doble amarilla. El jugador de más revitaliza la presión de River. Si fuese posible decir que el partido es de una “monotonía cambiante”, ésa sería la mejor definición. Debuta Rojo para dar una mano atrás, entra Varela para equilibrar pero a poco de que lleguen los 30, Andrada desvía una pelota de Angileri, que se despertó, al igual que River, y ahora asedia como si recién hubiese empezado el partido. Pero el aburrido canto de sirenas del empate ya aturde y Casco, por doble amarilla y después de una maniobra peligrosa frente a Fabra, también es expulsado. Todavía hay tiempo para que Girotti, que entró recién, mande un centro que rebota en los defensores de Boca. La pelota serpentea por la línea pero pica de una manera poco habitual, por más esfuerzos que haga Zucolini. Si Boca no definió cuando podía, tampoco podrá River.

Es verdad, ninguno de los dos equipos puede sacar conclusiones a largo plazo. River se encuentra en proceso de reconstrucción: la defensa no termina de cerrar, en ataque los jugadores transitan una curiosa irregularidad. Boca, que durante buena parte del partido tuvo todo para certificar su evolución contra Vélez, casi lo pierde al final. Los empates, salvo imprevistos épicos (el cabezazo de Celso Ayala, la influencia de un Guillermo diabólico), no son recordados. En un par de años tal vez haya que recurrir a Google para saber cómo terminó este partido.

 

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