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Al final, no era tan así

Dinamarca quiere reclutar mujeres para una guerra que Europa no sabe si promover o evitar

La primera ministra danesa, la socialdemócrata Mette Frederiksen.

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Desde hace un par de semanas que la palabra guerra se volvió más habitual en las conversaciones y los medios de comunicación en Europa. Con guerra se refieren a la que podría estallar entre los países de la OTAN (la gran mayoría de ellos presentes en territorio europeo) y Rusia. 

Uno de los últimos que se lanzó a atajar la inquietante temática es Dinamarca. La primera ministra de la nación escandinava, Mette Frederiksen, presentó un nuevo plan de defensa esta semana cuyo punto más debatido ha sido el de “igualar la conscripción” incluyendo a las mujeres. En la actualidad, Dinamarca cuenta con un servicio militar obligatorio de cuatro meses de duración al que solo son llamados los hombres. El nuevo proyecto busca ampliar ese tiempo a 11 meses, e incluir a las mujeres desde el 2026.

Cuando presentó la novedad, Frederiksen aseguró que su país no quiere participar de ningún conflicto: “No nos estamos rearmando porque queramos guerra, destrucción o sufrimiento; nos estamos rearmando para evitar la guerra, en un mundo donde el orden internacional está siendo desafiado”. Probablemente sea cierto pero, incluso con ese propósito, el hecho de vestir el uniforme militar, tomar un arma automática y salir a patrullar los bosques escandinavos con diez grados bajo cero no parece divertirle mucho a los daneses.

El periódico Politiken, uno de los más antiguos y consumidos en el país, realizó un reportaje esta semana preguntándole a la gente de un centro comercial si estaba de acuerdo con incluir mujeres en el servicio militar. Las mujeres consultadas respondieron que les parecía justo, sin embargo, salvo una el resto se mostró contraria a vestir el uniforme militar. 

Unas porque no les interesaba, otras porque no estaban de acuerdo en que fuera obligatorio, y otras lo rechazaron con sutilezas del tipo “tengo suerte que ya me pasó la edad”, “soy un poco femenina, no me gusta tener tierra debajo de las uñas”, o “si fuera más joven probablemente me gustaría alistarme, habría sido una experiencia emocionante…”. 

La que lo rechazó de forma tajante dijo que si querían contribuir a la igualdad sería más importante resolver la que existe en el mundo laboral, y no la que existe en el ejército. Por otra parte, la gran mayoría coincidió en que pasar tantos meses haciendo algo que no elegiste, no está bien. 

En resumidas cuentas, nadie parece dispuesto a servir en el ejército, y pocos o nadie se imagina que eso podría transformarse en una participación real en un conflicto militar. El extrañamiento general es, por lo menos, llamativo. No hay una distancia sideral entre Copenhague y el Donbás en Ucrania. Según Google Maps los separan unos 2.500 kilómetros, casi lo mismo que existe entre Buenos Aires y el Calafate en Santa Cruz. Los medios de comunicación informan casi una o dos veces por semana sobre las muertes que se producen entre rusos y ucranianos en el frente que se extiende a lo largo del sureste de Ucrania. No parece difícil imaginarse cómo es una guerra y qué podría pasarle a un ciudadano de un país que esté obligado a participar en ella.  

Uno de los analistas más importantes de Europa, Enric Juliana, escribió días atrás una columna en la que deslizó que el nuevo fenómeno de la guerra en la boca de los políticos podría esconder otro objetivo que no es precisamente la guerra: convencer a la ciudadanía de la necesidad de aumentar el gasto militar cuando las condiciones económicas de la gran mayoría no son las mejores.

Otra razón detrás de las declaraciones como la que hizo el presidente francés, Emmanuel Macron, sobre enviar tropas francesas a Ucrania si Rusia llegara a Kiev u Odessa, podría ser la cercanía de las elecciones del Parlamento Europeo (junio de este año) y la necesidad de liberales y demócratas de competir contra los nacionalistas y la ultraderecha, apunta Juliana. 

Otra voz autorizada de la Unión Europea, la exministra de Exteriores de España y actual decana de la París School of International Affairs, Arancha González Laya, dijo en una entrevista reciente a La Vanguardia que no había que subestimar a los ciudadanos respecto de una guerra. “Yo creo que quizás subestimamos un poco a la población. Cuando Rusia invadió Ucrania, todos dijimos y escribimos que la UE se iba a dividir sobre este tema, que la opinión pública europea no lo iba a apoyar, que el alineamiento con Ucrania no iba a durar. Y aquí estamos dos años después…”.

Tiene razón González Laya, los ciudadanos están haciendo un gran esfuerzo, pero no es lo mismo que el productor agropecuario francés se queje porque aumentó la nafta o lo haga porque su hijo o hija tiene que ir a perder la vida al frente de batalla. Lo mismo cuenta para el industrial alemán enojado por que subió el costo de la energía, o el ciudadano español que no puede comprar aceite de oliva porque la inflación que causó la guerra volvió su alimento central un producto de lujo.

En algún momento, la política o los ciudadanos deberían expresarse con claridad sobre cuál es el horizonte europeo que se imaginan, y si en él se incluye o no la posibilidad de una guerra. Mientras, en el país vecino de Dinamarca, Suecia, que tan solo unas semanas atrás entró de forma oficial en la OTAN, el primer ministro del país afirmó que debería pensarse en fortificar la estratégica isla de Gotland en el mar báltico, que serviría para rechazar un eventual paso ruso hacia Europa occidental… ¿Realidad o señuelo de la política? 

AF/DTC

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