España: la inmigración como excusa para el odio

Dicen los psicólogos que en las relaciones de pareja se repiten a menudo los mismos patrones. Muchas mujeres se sienten poco –o mal– queridas por sus maridos, solo que no suelen decirlo así. Lo que expresan es otra cosa: que ellos no se hacen cargo de la casa; o que no están pendientes de la familia; o que están como ausentes, como si fueran pasajeros en el taxi de su propia vida.
Para esas mujeres el amor es un juego de pequeñas entregas: de gestos de dedicación y momentos de cuidado; de renuncias al tiempo propio para dárselo a los demás. Cuando los hombres no responden con el mismo código, ellas no solo sienten que ellos no son corresponsables, sino también que no las están queriendo. Así es como, en el fondo, la mayoría de las broncas conyugales no tienen que ver con si alguien se ha vuelto a dejar la cama sin hacer, la ropa sin tender o la cocina perdida: son los estertores ahogados de una persona que se asfixia por falta de amor.
Dicen también los expertos que muchos hombres sienten que sus mujeres están defraudadas con la persona en la que se han convertido. Como si cuando se conocieron ellas tuvieran un plan no escrito para ellos y ese plan nunca se hubiera llegado a materializar. De un tiempo a esta parte no dejan de sentir que son una especie de proyecto que no salió como debería.
Para esos hombres el amor era la forma en la que ella les miraba cuando se conocieron. Claro que tampoco lo expresan así. En su lugar, coleccionan una galería de pequeños agravios: si ella ya no se arregla, o si parece que siempre guarda un reproche, o si ya no tiene tiempo para ellos.
Nos hemos convertido en una sociedad tan desconectada de sus propias emociones que, pese a que no dejamos de sentir y de sentir ferozmente, a menudo no sabemos comprender lo que nos está pasando. Y nos enredamos en una montaña rusa de ira y disociación que parece no acabar nunca.
En los últimos años, una corriente internacional de partidos de algo que podríamos llamar “extrema derecha” se está haciendo experta en explotar un malestar social subyacente para producir odio con muchas excusas distintas. En una estrategia perfectamente concertada y liderada por el mismo Donald Trump, tocan temas aparentemente inconexos y superficiales para activar las mismas emociones profundas latentes en la sociedad. Una vez que ya no puede seguir colocando a sus enemigos clásicos –que eran el Estado, la “ciénaga” o lo “woke”– como objetivo de la ira, porque ahora el Estado, en muchos casos, son ellos, la internacional del odio ha virado sus baterías y dispara sobre los inmigrantes.
Así, poco después de llegar a la Casa Blanca, Trump puso en primer plano su política contra la inmigración. Amplió los poderes y el alcance de ICE (Immigration and Customs Enforcement) y lo convirtió en un temible aparato de redadas, detenciones y deportaciones en todo el país. Al mismo tiempo, reforzó deliberadamente la asociación entre inmigración y criminalidad repitiendo hasta el hartazgo que los inmigrantes –sobre todo los latinoamericanos– eran criminales, miembros de pandillas o violadores.
Lo que Trump, que es un genio de la imagen, había descubierto, es que las imágenes de familias separadas, niños recluidos en centros de detención lejos de sus padres, cárceles y deportaciones, funcionaban extraordinariamente bien en televisión.
Esa es la estrategia que hoy replican los movimientos de extrema derecha en todo el mundo: utilizan la inmigración como pretexto. El verdadero propósito es fabricar una atmósfera de amenaza permanente que justifique respuestas autoritarias, divida a la sociedad y erosione las normas democráticas.
Da igual que los datos les llevan obstinadamente la contraria; la realidad es que en España hay hoy dos veces más inmigrantes que hace 20 años y nunca ha habido menos crímenes, pero da lo mismo, porque los datos no tienen nada que hacer cuando lo que estamos tocando es una emoción que se esconde bajo la superficie. Incluso, como explica David McRaney en 'Cómo cambian las mentes' (un libro que, por cierto, sería maravilloso que alguien publicara en España), los datos y los temas superficiales como este de la inmigración a menudo se convierten en una forma de evasión que nos impide acceder a las emociones profundas que se mantienen subyacentes. Igual que quien no se atreve a hablar de amor o de expectativas en la pareja se encuentra más seguro discutiendo por los cacharros sucios, como sociedad, estas “ideas zombies” en torno a la inmigración nos alejan del tema que se esconde al fondo.
Y ese tema, esa emoción profunda que es la misma cuando la ultraderecha habla de los “woke” o de los funcionarios, o de los inmigrantes, no es otra que una creciente y dolorosa percepción de escasez. En los últimos 20 años el mundo occidental se ha convencido a sí mismo de que en los años que vienen nos va a ir peor: de que el futuro va a ser un lugar cada vez más escaso y nos tenemos que pelear, a sangre y fuego, por las cenizas de lo que quede. Me apostaría algo a que incluso los lectores de este artículo tienen esa percepción.
Hay una parte de esa noción que tiene que ver con el estrechamiento de las clases medias: como explican Olga Cantó y Luis Ayala para el caso de España, la clase media-baja se está viendo realmente aplastada entre unas rentas reales decrecientes y los elevados costes de la vivienda. Pero hay otra parte que tiene que ver con el discurso que hemos hecho durante todos estos años sobre el cambio climático, donde hemos dibujado un futuro tan apocalíptico como aplastante que nos ha dejado a todos con una sensación de inevitable condena. Y sin posibilidad de escapatoria. Y la última, quizás la más importante, tiene que ver con el clima generalizado de crispación, donde desde todos los púlpitos –sobre todo desde esa extrema derecha, pero no sólo, yo diría que también en las tertulias de barra de bar– se lanza constantemente un mensaje de lucha por los recursos escasos.
Como consecuencia, la inmensa mayoría de la gente está asustada. Aterrada, incluso.
Por eso, aunque parezca contraintuitivo, para ganar este pulso no podemos limitarnos a desmentir las mentiras que se lanzan contra la inmigración, como no funciona explicar con todo lujo de detalles para qué sirven los impuestos. Hay que devolverle a la gente la seguridad en su propia vida: ir a la raíz del problema y erradicar el miedo.
Por ejemplo, replanteando el acceso a la vivienda. No me refiero al acceso al alquiler o a abaratar precios –eso, en este caso, no resuelve nada–, sino a garantizar que todas las familias puedan invertir y ahorrar igual que quienes tienen una vivienda en propiedad. Durante los últimos 50 años, la vivienda ha sido sinónimo de seguridad económica para muchas familias. ¿Cómo podemos hacer para que todas las familias vuelvan a encontrar esa seguridad?
Quizás, también, sería conveniente replantear la manera en que hablamos del cambio climático. Llama la atención cómo en tantas ciudades españolas se están abriendo “refugios climáticos” que, con impecables intenciones, perpetúan la idea de que el calentamiento global es una especie de bomba nuclear frente a la que los ciudadanos no podemos hacer otra cosa que “refugiarnos” –antes en una estación de metro, ahora en centro cultural. Podríamos, como propone César Rendueles, apostar por una “abundancia de frigorías”: no resignarnos a la mínima inversión y transformar las ciudades por completo para enfrentar este reto.
Y rebelarnos, incluso en lo más íntimo y personal, sobre todo en la vida diaria, contra la tentación de replicar acríticamente las ideas que nos invitan a pensar el mundo como un lugar escaso y peligroso; incluso cuando esa visión parezca servir, en el corto plazo, para impulsar medidas necesarias, como ocurrió en su momento con el cambio climático. Porque el paradigma de la escasez sólo puede conducir a la lucha de unos contra otros; a la competición, al pánico, a la fragmentación de la sociedad entre víctimas y supervivientes del colapso. Y es precisamente ese miedo el que alumbra la internacional del odio.
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