Muere Rush Limbaugh: el locutor e inspirador de ultras que introdujo el término “feminazi”
Rush Limbaugh murió. Puede que creas que no lo conocés, pero en realidad lo conocés muy bien. Lo escuchaste en las voces de cientos de imitadores en todo el mundo. Es él quien introdujo en nuestras vidas el insulto “feminazi” y el primero que consideró atrevido y ocurrente comparar a una niña de 12 años con un perro porque era hija de un político del “otro lado”. Era Trump antes de Trump.
Para cuando “The Donald” incendió la campaña presidencial de 2016 diciendo que los inmigrantes mexicanos eran narcos y violadores, hacía ya años que Limbaugh defendía en su programa que no les gustaba trabajar sino vivir de los subsidios (lo que es falso). Y antes de que Trump fomentara esa historieta de que Obama era un presidente ilegítimo porque había nacido en Kenya, el locutor ya ponía regularmente en la radio la canción “Barack, el negro mágico” para animar a sus oyentes.
Rush Limbaugh, fallecido de cáncer de pulmón a los 70 años, fue un maestro de la radio de combate y paranoia. Hizo del miedo, el insulto y la indignación un género exitoso y muy imitado, y de paso se hizo multimillonario por el camino. Puede que no fuera tanto como “el motor intelectual del movimiento conservador”, como él presumía, pero sí un precursor de todo aquello en lo que iba a convertirse el Partido Republicano de Estados Unidos y otros alrededor del mundo.
Hijo de Reagan y enemigo de Clinton
Rush Limbaugh nació en una familia acomodada de Missouri y a los 16 empezó a trabajar en una emisora de la que su padre era copropietario. Fue dando tumbos de radio en radio hasta que uno de sus héroes, el presidente Ronald Reagan, acabó a finales de los 80 con una norma que había obligado durante décadas a las emisoras a dedicar un espacio similar a todos los puntos de vista sobre un debate público. Libre de ataduras, Limbaugh empezó su carrera nacional como locutor-agitador.
No se cortaba. Su primera polémica se produjo en 1988 cuando se refirió a la hija de Jimmy Carter, Amy, como “la hija de un presidente menos atractiva en la historia del país”. A pesar de esto, está claro que sus monólogos de estilo faltón y muy ideológicos tenían un público porque en apenas 20 meses su recién nacido programa de radio se convirtió en el más escuchado de todo el país.
Sin embargo, fueron los 90 los que le auparon del todo al estrellato. Con un demócrata al mando, Bill Clinton, Limbaugh ganaba un enemigo. Siguiendo esa especie de obsesión con las hijas de los presidentes demócratas, se metió en un lío cuando se refirió en televisión a Chelsea Clinton, que tenía entonces 12 años, como “la niña guapa de la Casa Blanca”, mientras mostraba en pantalla la imagen de un perro.
Sutil o no, funcionó. Si en 1990 su programa se emitía en 300 radios de todo el país, en los siguientes cuatro años esa cifra se duplicó. Llegó a tener más de 20 millones de oyentes, una cifra que nunca volvería a alcanzar. También empezó en esa época su enorme influencia sobre el Partido Republicano y sus líderes. En 1995 lograron arrebatar a los demócratas la mayoría en ambas cámaras del Congreso por primera vez en más de 40 años. Según su líder del momento, Newt Gingrich, “dudo que lo hubiéramos logrado sin él”.
Enemigo de Obama y aliado de Trump
Los inicios de la década de los 2000 fueron menos exitosos y más difíciles para Rush Limbaugh. Aunque seguía disfrutando de audiencias millonarias, tener en la Casa Blanca a un conservador como George W. Bush daba menos juego. Además, el locutor experimentó algunas dificultades personales.
En el año 2003 reconoció públicamente su adicción a los medicamentos opiáceos contra el dolor y tres años después fue detenido por haber engañado a diversos médicos para que le hicieran recetas. Limbaugh, que siempre se había mostrado en su programa partidario de la mano dura y el encarcelamiento de los adictos, llegó a un acuerdo con la fiscalía para pagar una fuerte multa y hacer rehabilitación en vez de ingresar en prisión.
Sin embargo, en 2008, EEUU le hizo un enorme favor en su carrera: elegir como presidente a un demócrata negro cuyo segundo nombre era Husseín. Ese mismo año renovó su contrato, firmando cuatro años más de programas a cambio de algo más de 700 millones de euros y haciéndose con un jet privado y una flota de coches de lujo. Después se dedicó a perseguir con más fuerza que nunca a la nueva administración.
No había conspiración suficientemente ridícula: Limbaugh defendió ante su aterrado público que Obama iba a obligar a todo el mundo a circuncidarse o que su reforma sanitaria incluiría “comités de la muerte” que ejecutarían ancianos. Eso sin contar con los diferentes ataques a la mentalidad “africana” del presidente, que había convertido en poco tiempo a EEUU un país donde “a los niños blancos les golpean en el autobús mientras los niños negros aplauden”.
Sus fijaciones racistas ya le habían costado su puesto en una cadena de deportes tras decir que un quarterback estaba sobrevalorado sólo por ser negro y ese argumento que repitió con Obama cuando dijo que solo podía ser elegido presidente por su raza. Durante el mandato del presidente participó de otros bulos racistas, como que los niños inmigrantes habían provocado una epidemia de sarampión. Sin embargo, la peor polémica de su carrera tendría más que ver con el sexismo.
Sandra Fluke, una joven estudiante de derecho, testificó en el Congreso a favor de una mayor cobertura pública de los métodos anticonceptivos. Rush Limbaugh dijo entonces que la mujer era “un putón” que quería que el gobierno le pagara por mantener relaciones sexuales “como a una prostituta”. A la condena general se sumó un boicot de anunciantes que le puso en el peor momento de su carrera, pero aún así sobrevivió.
Sobrevivió para ver en la Casa Blanca a su mejor creación, a Donald Trump, al que no apoyó al principio de su candidatura pero con quien acabó compartiendo confidencias en el campo de golf. Cuando Limbaugh hizo público que tenía cáncer el año pasado, Trump le concedió la más alta distinción civil del país, la medalla presidencial de la libertad que habían recibido, entre otros, Teresa de Calcuta o Michael Jordan.
Hasta su último programa, hace dos semanas, se mantuvo donde siempre. Antes de morir tuvo tiempo de defender todas las falsas acusaciones de fraude electoral de Trump y de comparar a los asaltantes del Capitolio con los fundadores de EEUU que lucharon contra el rey de Inglaterra. Se mantuvo coherente hasta el final y, en el día de su muerte, el expresidente Trump estuvo en televisión aprovechando el suceso para hablar del “robo” que él mismo sufrió. También Trump se mantiene coherente.
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