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OPINIÓN

La caída de Boris Johnson puede traer la vuelta del “thatcherismo” más duro

Margaret Thatcher en un mercado en Budapest en 1984.

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Un ejemplo de lo peligroso que se volvió el liderazgo de Boris Johnson es que las políticas de sanidad pública son ahora apenas una trama menor en el horrendo drama que envuelve al Partido Conservador. El fin de semana, mientras los asesores del Gobierno proponían ser cuidadosos con las restricciones del COVID, los aliados del primer ministro sugirieron que la suspensión de las restricciones restantes en Inglaterra lanzaría su contraataque. Sin embargo, un alto cargo del Gobierno citado en The Spectator cree que eliminar las últimas normas debería coincidir con la renuncia del primer ministro. Esto, dice, le permitiría afirmar haber hecho un gran trabajo y “retirarse con dignidad”.

Sin embargo, al igual que lo que escuchamos de los tories más veteranos, esa sugerencia parecía tener otro significado: la dimisión de Johnson no es vista solamente como el fin de su mandato, sino como el telón que cae tras un periodo de gran gasto público e intervencionismo para que los conservadores puedan regresar a la normalidad.

Claramente, la caída en desgracia del primer ministro es consecuencia de lo sucedido en Downing Street, el simbolismo nefasto de tantos elementos de su historia, una administración llena de arrogancia, el engaño y una terrible falta de seriedad –una condición que la “Operación Salvar al Perro Grande” busca curar culpando a sus subalternos–. Pero en esta música de fondo también hay elementos ideológicos. En los últimos dos años, mientras el Tesoro aportaba fondos para pagar salarios, las políticas de austeridad han perdido prioridad y el alcance del Estado ha crecido de una manera inédita fuera de las épocas de guerra. Se ha especulado mucho sobre cómo esos cambios afectarían a la política a largo plazo.

Para los tories, semejante cambio habría ido acompañado por las políticas que Johnson ya había aceptado, aunque solo a medias, tal y como suele hacer: su rudimentario plan de igualdad, su disposición a aumentar impuestos y el esfuerzo para la consecución de la neutralidad neta de emisiones de carbono. Pero casi dos años después del comienzo de la pandemia, con el primer ministro quebrado y los potenciales sucesores ejecutando maniobras poco sutiles, el conservadurismo no lo ve para nada así.

Vuelta al pasado

En vez de desarrollar sus políticas hacia nuevos lugares, la crisis del COVID parece haber devuelto a los tories aterrorizados a sus antiguas creencias –un Gobierno pequeño, negocios sin trabas y la idea de que el gasto público, incluso bien intencionado, lleva al desastre–. El pasado diciembre, cuando el Gobierno se enfrentó a una enorme rebelión parlamentaria sobre las nuevas restricciones, los periodistas en Westminster detectaron ansiedad entre los parlamentarios conservadores ante un “Estado COVID” y el riesgo de que Johnson estuviera creando un “país de impuestos altos, gastos altos e inflación alta”.

Steve Baker, el líder parlamentario del núcleo duro del Brexit, piensa que “el Partido Conservador de hoy está mal posicionado y se dirige en la dirección opuesta al conservadurismo”. Mientras tanto, los columnistas de derechas se enfurecen con el Gobierno porque supuestamente libra guerras contra “los coches, los viajes por el mundo y otros aspectos del sueño de la vida suburbana”.

Como siempre, la frecuencia con la que mencionan a Margaret Thatcher es un indicador fiable de la inquietud entre los tories. Baker ha relanzado el grupo de presión Conservative Way Forward, que se autodenomina thatcherista. Mientras tanto, los potenciales sucesores de Johnson no dejan de probarse su capa como herederos. Según The Economist, Rishi Sunak, ministro de Economía, “tiene el mismo entusiasmo arraigado por equilibrar el presupuesto y limitar los gastos que el que tenía la hija del tendero” (Thatcher).

Liz Truss, ministra de Exteriores, parece desbordar felicidad dando la impresión de ser la protagonista de una obra de teatro sobre Santa Margaret y pronuncia discursos sobre los peligros de “incrementar inexorablemente el tamaño del Estado”, por oposición a las maravillas de la “libertad de comercio y la libertad de empresa”.

Algo parecido ocurre con otros potenciales candidatos como Kwasi Kwarteng, Nadhim Zahawi y Priti Patel. Si el conservadurismo más intervencionista de Johnson tiene alguna base de apoyo, probablemente se encuentre entre aquellos nuevos miembros del Parlamento electos en distritos tradicionalmente vinculados al Partido Laborista, que son demasiado marginales o carecen de la experiencia para presentar un candidato propio o de ejercer su influencia.

Así, su caída parece anunciar un momento de restauración ideológica. El autoritarismo temerario de Johnson –el único aspecto de su historial que recuerda a Thatcher– probablemente siga en juego, pero lo que arrojarán por la borda serán los últimos restos del plan de igualdad y cualquier pretensión de que al conservadurismo le interesa cambiar la economía en beneficio de la sociedad.

Poco por privatizar

¿Es esto lo que realmente pide 2022? Puede ser que el thatcherismo todavía defina el alma del Partido Conservador, pero el país para el que fue diseñado ha desaparecido gracias a las victorias conservadoras durante la década de 1980. La revolución no quedó inconclusa: ya no hay sindicatos poderosos que amansar, no hay servicios públicos para privatizar, no hay explosiones que detonar en las finanzas y no queda mucho para desregular. Algunos conservadores quieren someter al Servicio Nacional de Salud a la disciplina de mercado, pero eso podría suponer una calamidad política. El regreso de los recortes al gasto público puede alegrar a los thatcheristas, pero los conservadores más sensatos se han dado cuenta hace tiempo de que la austeridad ya había llegado demasiado lejos.

La razón por la que ha habido intentos esporádicos de los tories de alejarse de las políticas de libre mercado, también bajo el mandato de Boris Johnson y de Theresa May, es que ese camino llegó a su fin hace tiempo. Ciertamente, si el sucesor de Johson quisiera mantener la coalición electoral que consiguió la victoria hace dos años, es obvio que hay una necesidad de pensar diferente.

Aun así, los supuestos herederos del thatcherismo siempre han querido mantener la revolución en marcha, y su fervor ha trastornado desde hace tiempo la política conservadora. En ausencia de un gran proyecto disruptivo thatcherista, el Brexit –junto a la idea descabellada de convertir la economía de Reino Unido en un “Singapur sobre el Támesis”– se ha desplazado de los márgenes de la política al cauce central del conservadurismo y ha conmocionado la relación del partido con muchos de sus feudos suburbanos que no solamente están llenos de opositores al Brexit, sino que son cada vez más izquierdistas.

En las creencias de Truss, Kwarteng, Patel y otros, se ve al thatcherismo llevado a su conclusión lógica, como un credo frío que quiere someter la vida completamente a las demandas del mercado. En su libro Britannia Desencadenada, escribieron: “Una vez que llegan a su puesto de trabajo, los británicos están entre los peores holgazanes del mundo”.

En manos de Baker y compañía, el legado de Thatcher ha dejado de tener que ver con ideas y políticas públicas y se ha reducido a un ánimo puritano que los lleva a presentir traiciones por doquier y confabular contra los que están al mando. Los tories podrían pronto tener su séptimo líder en 20 años. Esto, quizá, es lo que sucede cuando un partido simplemente no sabe qué hacer consigo mismo.

Entre la gente de izquierdas hay una clara alegría ante la perspectiva de la salida de Boris Johnson, y hay razones. Pero deberían considerar su posible caída como un momento difícil, repleto tanto de esperanza como de peligro. Incluso si se va, podrían faltar casi dos años y medio para las próximas elecciones generales y las voces conservadoras que podrían advertir sobre la derecha que resurge en su partido han estado sospechosamente calladas hasta ahora.

Si el próximo primer ministro intenta regresar plenamente a las ideas conservadoras que ya han despedazado el Reino Unido, ¿podría el cansancio social tras el Brexit y la COVID permitirle triunfar? ¿O fracasará este movimiento tan claramente ajeno a su tiempo? Cuando comience la política post-Johnson, estas serán preguntas determinantes.

Traducción de Ignacio Rial-Schies

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