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QUÉ ESCUCHAR

Billy Wilder y compañía

Sunset Boulevard

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Hay dos momentos –debe haber más pero tengo presentes esos dos–. Uno es en el cuento “Emma Zunz”, de Jorge Luis Borges, publicado por primera vez en la revista Sur, en 1948. El otro es dos años posterior y sucede en una película.

En el primero, quien cuenta, una tercera voz que todo lo sabe –ese famoso narrador omnisciente– duda. Quien había comenzado con precisión de cronista (“El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto…”) y en el segundo párrafo fue capaz de señalar que “Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor”, justo en el centro del cuento dice: “…¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían…” Un pequeño paso para el narrador pero un gran paso para la literatura, podría decirse. Allí, por primera vez, el que todo lo sabía sólo puede suponer. “Tengo para mí”, aventura esa voz que a partir de allí deja de ser una simple convención. “…Pensó (no pudo no pensar)…”, conjetura quien antes podía describir con certeza la sensación en el vientre de la protagonista y sus pensamientos.

El segundo momento también fractura aquello que se espera de una tercera voz y, de paso, todo lo que un espectador podía esperar de una película en 1950. Durante 1 minuto y 22 segundos los títulos son acompañados por una música de síncopas punzantes en las cuerdas, con abundante percusión (unos platillos, un xilófono), escrita por Franz Waxman, un judío alemán que había orquestado, en Berlín, la partitura  de El ángel azul –el film que hizo famosa a Marlene Dietrich– y había compuesto la banda sonora para Lilom, de Fritz Lang, en 1933, poco antes de ser agredido en la calle por un grupo de las SA hitleristas y de escaparse primero a París y, en 1934, a Hollywood.

Los últimos nombres en aparecer son el suyo, el de Charles Brackett, el productor, y el del director del film, Billy Wilder. Se oyen sirenas, se ven autos policiales acercándose a una mansión y una voz cuenta: “Sí, este es el Sunset Boulevard, Los Angeles, California. Son cerca de las 5 de la mañana. Esta es la brigada de homicidios: detectives y, también, periodistas. Un asesinato fue reportado en una de esas grandes casas, en la manzana 10000. Lo leerán en las ediciones vespertinas de los periódicos, estoy seguro. Lo escucharán por la radio y lo verán en televisión porque una antigua estrella del cine está involucrada; una de las más grandes. Pero antes de que conozcan esa historia distorsionada y fuera de contexto, antes de que caiga en manos de esos columnistas de Hollywood, quizá quieran escuchar los hechos, la verdad completa. Si es así, lo sabrán de una fuente confiable.”

Los policías recorren la entrada, suben unas escaleras, presumiblemente de mármol, se ve la mansión y, a la izquierda, casi en sombras, una pileta con un hombre flotando, las piernas y los brazos abiertos en cruz. “Verán el cuerpo del joven que encontraron flotando en la pileta de la mansión, con dos tiros en la espalda y uno en el estómago”, continúa la voz. “Nadie importante, en realidad. Sólo el guionista de un par de películas poco conocidas. Pobre imbécil. Siempre soñó con una piscina. Al final fue suya, solo resultó que el precio fue demasiado alto.”

Hasta allí se trata de un film negro. Perfecto, habría que agregar ­­–tanto como Double Indemnity, otra de las obras maestras de Wilder–. Pero aquí se trata de otra cosa. O también de otra cosa. Cuando la voz que narra dice “pobre imbécil” se ve a los policías y fotógrafos acercarse al borde de la pileta. Pero se los ve desde abajo del agua. Es la toma subjetiva de un muerto y la voz sigue contando: “Retrocedamos seis meses y encontremos el momento en que todo empezó”.

https://archive.org/details/1950-sunset-boulevard-el-crepusculo-de-los-dioses-el-ocaso-de-una-vida-billy-wilder 

La música de Waxman para Sunset Boulevard (conocida en la Argentina como El ocaso de una vida y en España con el wagneriano título de El crepúsculo de los dioses) –que incluye, incidentalmente, a “La cumparsita” de Matos Rodriguez y, aunque no figure en los créditos, Roberto Firpo– ganó el Oscar de 1951.

No fue el único. Había sido nominada en once categorías y se alzó, además de con el Oscar a mejor música, con los correspondientes a mejor guion original (firmado por Wilder, Brackett y D. M. Marshman Jr) y mejor dirección artística y ambientación. Perdió los premios a mejor película y mejor director a manos de Joseph Mankiewicz y All About Eve. Los Globos de oro de ese año fueron más generosos –o justicieros–. Además de por su banda de sonido Sunset Boulevard fue galardonada como mejor película, Wilder como mejor director y Gloria Swanson como mejor actriz.

En el film, Swanson, que había sido estrella del cine mudo, hace de Norma Desmond, una ex estrella del cine mudo, y su mayordomo está personificado por Erich von Stroheim, uno de los grandes directores de la historia del cine. El mayordomo contará que, antes de serlo, había sido su marido y dirigido las películas que la llevaron al estrellato. Y en el film se verá a Desmond mirando La reina Kelly, una película de 1928 con Gloria Swanson como protagonista y dirigida por Erich von Stroheim. En un juego múltiple de espejos y autorreferencias, por el film desfilarán Cecil B. DeMille y Buster Keaton haciendo de sí mismos (y Keaton obviamente, no pronunciará palabra). William Holden, el protagonista masculino, nominado también al Oscar (lo ganó José Ferrer por Cyrano de Bergerac), finalmente se hizo con la estatuita en 1953 por otro film de Wilder, Stalag 17, la primera –y tal vez la única– comedia negra ambientada en un campo de concentración.

Wilder se llamaba Samuel. Su madre lo había apodado Billie después de ver con él un espectáculo itinerante de Buffalo Bill. Fanático del jazz, en los años 20 Wilder había entrado al mundo del espectáculo como periodista, escribiendo las crónicas de las actuaciones de la orquesta de Paul Whiteman –la misma que en 1924 encargó y estrenó la Rhapsody in Blue de George Gershwin.

Convertido, a comienzos de la década siguiente, en cineasta y joven estrella de la Nueva Objetividad, una corriente del cine alemán precursora del neorrealismo italiano y de la Nueva Ola francesa, Wilder, como Waxman, escapó a París y luego a los Estados Unidos ante el ascenso del nazismo. En Hollywood decidió usar el sobrenombre que le daba su madre pero como Billie, en los Estados Unidos, era un apelativo femenino, lo cambió por Billy. En Europa habían quedado su madre, su padrastro y su abuela.  

En 1945, tres meses después de la entrada de los aliados en Berlín, Billy Wilder se ofreció como voluntario al ejército de los Estados Unidos. Había tenido un éxito notable con Double Indemnity ­–con guion de Raymond Chandler basado en una novela de James Cain– y se ofreció para una tarea espantosa: revisar durante horas las filmaciones que los propios nazis habían hecho en los campos de concentración y exterminio para elaborar un documental que ayudara a “re civilizar la población alemana”. El proyecto fue coordinado por la Oficina de Información de Guerra de los Estados Unidos y fue similar al que  los británicos le encomendaron a Alfred Hitchcock, cuyo resultado fue  Película con el relevamiento fáctico de los campos de concentración alemanes (German Concentration Camps Factual Survey Film). El documental está perdido aunque sobreviven imágenes. El de Wilder se llamó Factorías de la muerte (Death Mills). 22 minutos que, según el director, debían ser vistos por cada alemán que recibiera su carta de racionamiento.

En una novela extraordinaria –y extraordinariamente conmovedora– , El señor Wilder y yo, el escritor inglés Jonathan Coe, basándose en biografías y en las memorias del director, cuenta su vida. Y lo hace desde el recuerdo de un personaje tan inventado como verosímil. Calista Frangopoulou, una compositora de música de películas, nacida en Grecia y radicada en Inglaterra, cuyo momento de gloria ha pasado, recuerda cuando, siendo muy joven, asistió a Wilder, ya un director lejos de su cenit, en la filmación de Fedora y la relación de amistad creciente que tuvieron a partir de allí. Fedora, como Norma Desmond en Sunset Boulevard, era una actriz que añoraba su pasado. Wilder y la compositora que lo recuerda también añoran los suyos. Si se piensa que Double Indemnity inaugura, para el cine policial, además de las persianas americanas y las sombras, el flashback, y que Sunset Boulevard no es otra cosa que el largo flashback de un cadáver, no hay otra materia, en el cine de Wilder –y en el cine, en rigor– que el tiempo. En la novela de Coe, el trabajo con las filmaciones de los campos es un flashback. Es un regreso: Wilder está en la ciudad de la que se fue doce años antes –ahora destruida– y mira sin parar imágenes de un pasado reciente buscando el suyo propio. Intenta encontrar, entre las imágenes de las víctimas, la de su madre. En la novela de Coe, al ver, ya cerca de su muerte, La lista de Schindler –la película que quiso pero no pudo filmar– Wilder le cuenta a Calista que seguía haciendo lo mismo. Buscaba a su madre, temiendo y a la vez deseando encontrarla. Suponía que había muerto en Auschwitz. No llegó a saber que había sido asesinada en 1943 en el campo de esclavos de Kraków-Płaszów.

Wilder, Waxman –que trabajó también con Hitchock, en las músicas para Rebecca y La ventana indiscreta–, Erich Korngold –el fundador de mucho de lo que todavía hoy es la música de cine–, André Previn, que emigró con su familia en 1938, fueron algunos de los que encontraron en Hollywood la manera de hacer florecer las viejas tradiciones artísticas centroeuropeas –tradiciones entre las que estaba, sin duda, la de la modernidad–. Otras carreras, como la de los compositores en el Campo “modelo” de Terezin, destinado en gran parte a artistas e intelectuales, quedaron truncas. Se suponía que era un lugar de paso hacia los campos de exterminio pero muchos de los prisioneros fueron retenidos durante años y dejaron algunas obras notables antes de ser asesinados. Viktor Ullmann, de quien se vio en el Colón, en 2003 –con reposiciones en 2004 y 2006–, su genial ópera satírica El Kaiser de Atlantis –escrita y estrenada en el campo–, Hans Krasa y Pavel Haas son algunos de los nombres descollantes. Fueron parte de lo que el nazismo definió como “entartete musik”, música degenerada. Un territorio amplio que abarcaba el jazz, las vanguardias, el pesimismo en cualquiera de sus formas o, simplemente, que sus compositores fueran judíos o comunistas –o ambas cosas a la vez–. Un extraño y maravilloso disco llamado justamente Terezin/ Theresienstadt (el nombre que le dieron los alemanes a ese lugar del Protectorado de Moravia y Bohemia) elabora una antología tan interesante como desgarradora, donde se incluyen canciones de cuna, piezas folklóricas arregladas por los compositores cautivos y, también, obras como la notable Sonata para violín solo de Erwin Schulhoff: un sonido solitario que canta al desamparo.

DF

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