Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
QUÉ ESCUCHAR

“Elis 72”, el disco que fundó un sonido, las frágiles canciones de Laura Veirs y la historia de un hit

Elis Regina

0

Nada será como antes

Elis Regina. Elis 72,

 “Yo quiero tener una casa de campo/ del tamaño ideal / para mis amigos, mis discos, mis libros/ y nada más”, cantaba Elis Regina hace cincuenta años. El mundo de una cierta clase social ilustrada, y de una cierta época, cabía en esa casa de campo. En ese mismo año, 1972, pero en un departamento de Manhattan, Woody Allen dialogaba con Humphrey Bogart –y con el Sam de Casablanca–, y se preparaba para recibir una cita femenina. Su amiga, Diane Keaton, lo ayudaba en tal menester y él le pedía consejo, mostrando dos discos –de larga duración; eso que entonces se llamaba long play o disco a secas y que ahora se conoce como vinilo–. “¿Qué pongo, Béla Bartók u Oscar Peterson?”, preguntaba él. La respuesta era inequívoca: “Oscar Peterson, pero que se vea la tapa de Béla Bartók”. 

 Allen, guionista y actor –el director del film, Play it again, Sam, fue Herbert Ross– escribía, en ese margen aparentemente humorístico y en unos pocos segundos, uno de los grandes capítulos de la musicología moderna. Aparecía allí el valor identitario de la música –y del disco como objeto– y, en particular, la igualación simbólica de dos objetos pertenecientes a categorías supuestamente ajenas entre sí –la música clásica y el jazz– pero amparadas en una serie más grande, la de la “música para escuchar”. Más allá del chiste y de que el jazz era –es– obviamente más adecuado como música propiciatoria de una escena amatoria, el dato acerca de que se viera la otra tapa es fundamental. Lo que informaba era que el personaje de Allen –y seguramente Allen– no sólo era alguien capaz de entender y disfrutar a Peterson o a Bartók. Era alguien capaz de entender y disfrutar a ambos.

Se ponía en escena aquello que en Buenos Aires se resumía en una frase aparentemente progresista y repetida hasta el hartazgo: “No hay música popular y música clásica sino buena y mala música”. Cómo y desde qué patrones culturales se definía lo bueno y lo malo y, sobre todo, los contenidos de clase de esa definición siguen formando parte de una discusión pendiente. En principio, para un progresista tipo, resulta más fácil ser abierto a la multiculturalidad si se trata de los pigmeos o los chorote que de Arjona o el reggaetón. Pero, de todas maneras, ese relativo convenio acerca de una determinada clase de “calidad”, medida en términos de complejidad o reflexión sobre el leguaje, fue determinante en las maneras de circulación de la música entre las clases medias ilustradas de ciudades como San Pablo, Buenos Aires o Río de Janeiro y, por supuesto, en Nueva York, París, Londres o Berlín.

 Elis 72 fue el segundo de los álbumes que ella tituló sólo con su nombre. El primer había sido publicado en 1966 y luego llegaron Elis 73, 74 y 77, con los interludios de Elis e Tom, la extraordinaria colaboración con Tom Jobim en 1974, y Falso Brilhante, de 1976, con la música de un espectáculo presentado ese año. El disco abría con un blues, “20 años blue”. “Esta mañana cuando me acordé/ miré mi vida y me espanté/ yo tengo más de veinte años/ yo tengo más de mil preguntas sin respuesta…”, comienza Elis. La guitarra del samba y el piano a lo Jobim o a lo Zimbo Trío han desaparecido. El piano es eléctrico y la guitarra, también eléctrica, está más cerca de Jeff Beck que de Joâo Gilberto. Es, no obstante –y no sólo por el idioma en que se canta– música indudablemente brasileña pero ya atravesada por otro gesto. El espíritu Beatle que anida en “Nada será como antes” de Milton Nascimento, por ejemplo. En rigor Elis 72 es, además de su primer proyecto musical conjunto con César Camargo Mariano –quien fue su marido–, su primer disco en el campo de lo que podrían haber llamado jazz rock o rock nacional (de Brasil) pero atinadamente siguieron nombrando como MPB (Música Popular Brasileña). Elis Regina, que ante la irrupción de figuras como Gal Costa podía ser vista, a fines de los 60, como una artista ligada a la tradición del samba, sin abandonarla se convertía en otra cosa. En la musa de una nueva generación de autores –Joâo Bosco y Aldir Blanc, Renato Teixeira, Ivan Lins– y en quien logró las mejores versiones de Milton (“Travessia”, “Conversando no bar”), Gilberto Gil (“Oriente”) y, claro, el buen y viejo Tom Jobim. Y si de espíritu de época se trata no debería perderse de vida que, ese mismo año, Chick Corea inauguró su Return To Forever, un grupo dominado en los comienzos por la presencia de dos brasileños, Flora Purim y Airto Moreira, socio fundador, por su parte, de Weather Report, que en 1972 editó su segundo disco, I Sing The Body Electric, cuyo título remitía a un poema de Walt Whitman y a un cuento de Ray Bradbury. La electrificación del cuerpo –y de la instrumentación– y la idealización de aquella casa de campo con el tamaño ideal para llevar a ella la cultura moderna y urbana: los libros, los discos –esos fetiches de hace medio siglo– y, claro, los amigos.

Himnos desnudos

Laura Veirs. Found Light. Bella Union, 2022

A veinte años y 11 discos de su debut, Laura Veirs sigue siendo la más importante cantante, poeta y compositora (casi) secreta. Acompañamientos mínimos y envolventes, citas a Keats, una voz que a veces, como en un espejo desplazado, se duplica de manera maravillosamente imperfecta y algunas apariciones de invitados como la notable saxofonista Charlotte Greve ­–fundadora del Cuarteto Lisbeth, cuyo último disco, Release, de paso, no está mal recomendar– construyen un entramado hipnótico. Colaboradora de Bill Frisell y K.D. Lang entre muchos otros, Veirs hace canciones como quien dibuja sobre un delgadísimo papel de seda. “Seaside Haiku”, “Autumn Song” y “Naked Hymn” (donde brilla Greve) son de una belleza tan deslumbrante como quebradiza.

Una casa en New Orleans

Nadie que haya visto más de dos series en TV ha dejado de escuchar “The House of Rising Sun” en la versión grabada por The Animals en 1964. De origen incierto, a veces con cambios significativos en la letra o la música, y en una zona fronteriza entre el country y el blues cuenta con versiones antiquísimas, algunas recogidas en grabaciones de campo por musicólogos como Alan Lomax, interpretaciones de celebridades como Bob Dylan, Joan Baez, Nina Simone, Miriam Makeba y Sinéad O’Connor y rarezas como las de Johnny Halliday en francés (“Le pénitentier”) o Sandro en castellano. La historia es casi siempre la misma: alguien que ha tenido bastante mala suerte en Nueva Orleans. Aquí, una lista con una selección de lo que hay en Spotify:

DF

Etiquetas
stats