Un encuentro con Pete Townshend
Una de las diferecencias entre Freud y Jung fue que para el segundo el inconsciente, los sueños, lo que dijéramos y lo que pensáramos podía incidir en la realidad de manera concreta, podrían volverse real, no sólo a través de nuestras conductas. Y de ahí iba directo a la teoría de la sincronicidad. Lacan, por su parte, conjeturaba que el significante podía conducir más de lo que uno puede creer. El domingo pasado estuve casi todo el día con un amigo que me decía, cada dos o tres frases, “no quiero que se me suelte la cadena”. Estaba viviendo una crisis de pareja y me decía que quería separarse bien, para que no se “le soltara la cadena”. Estaba arreglando temas de trabajo con su socio y me remarcaba que trataba de no molestar a su socio para que a éste “no se le soltara la cadena”. Pasamos todo un día charlando y oyendo ruidos de rotas cadenas sobre la avenida donde estaba la casa de mi amigo. Hasta que se hizo de noche y decidí que me tenía que ir. Y entonces me acordé que había llegado en bicicleta.
Tengo una bicicleta playera que me regaló mi amigo Santiago. Yo tuve durante mucho tiempo una bicicleta playera que me compré cuando trabajé un verano en la costa como miembro de un operativo de prensa de un diario. Me gusta este tipo de bicicleta que es humilde en sus formas, se frena contra pedal y es muy liviana. La mía se la regalé a mi hermano hace años. Y hace poco me dieron ganas de volver a andar en bici y Santiago me regaló esta roja que es usada, en realidad, que está construída con elementos reciclados de otras bicicletas y pintada de nuevo. Me la trajeron un sábado a la mañana. Al domingo siguiente salí para usarla -quería ir a la casa de mi padre para almorzar con mis hermanos- y noté que estaba desinflada. Así que tuve que recorrer caminando -un domingo caluroso, desolado- estación de servicio tras estación de servicio- para conseguir inflarla. Pero no había caso, ninguna estación tenía aire para mi bicicleta. En una, un cartel decia: “No hay aire”.
Entonces ya derrotado, doblé por una calle paralela a la avenida, y me encontré con un hombre que hablaba con otro que estaba en un auto. El hombre tenía un overall y se parecía a Pete Townshend. Detrás de él, vi -yo estaba en la vereda de enfrente y él en medio de la calle inclinado sobre la ventanilla del auto del hombre con el que hablaba- un garage abierto que parecía un taller mecánico. En todo caso, era un músico de garage mas que un guitarrista de estadios como el líder de los Who.
Le pregunté si tenía aire para inflar la bicicleta y me dijo que esperara. Se quedó un rato más hablando con el hombre del auto y yo aproveché para mirar su garage: ruedas, gomas, herramientas, grasa y un auto levantado por un criquet, con la chapa herrumbrada. Cuando llegó me infló la bicicleta en un minuto. Nos pusimos a hablar. Me contó que tenía un taller mecánico pero que la “Macrisis”, asi dijo, lo había liquidado. Me contó que, en su momento, trabajaba con otro compañero que se encargaba de hacer chapa “pesada”, pero que éste se tuvo que quedar en la provincia donde vivía por el Covid. Me dijo que vivía solo y que la casa que había heredado, donde estaba el garage, había sido de su madre. Entonces me señaló un micro de escolares que estaba estacionado en la vereda de enfrente. “Ese es mío”, me dijo, “lo estoy refaccionando de a poco para usar como casa rodante”. Le quise pagar por sus servicios pero me dijo que no. Le dije si le gustaba leer, que le podía regalar libros. Me dijo que no leía nada desde la primaria. Me dijo que lo que le gustaba era arreglar autos. Que le trajera el mío cuando hiciera falta. Nos despedimos.
Estaba en eso cuando un patrullero que venía en contramano dobló y me encerró y tuve que frenar de golpe. Era un patrullero a oscuras con un solo agente, el que manejaba.
Y entonces subí a la bici que me regaló mi amigo por primera vez. Un mecanismo perfecto de relojería al aire libre, un sistema de viento y fuerza que te convierte en un flaneur con ruedas. Pasaron los días y usé la bici varias veces. Hasta el domingo pasado cuando dejé la casa de mi amigo, ya tarde. Cuando estaba a 20 cuadras de casa, tendría que haberlo sabido, se me soltó la cadena. Tantas veces había dicho mi amigo la bendita frase que ésta se encarnó en la realidad. Me crucé con tres chicos jóvenes que tomaban cerveza en el hall de un edificio y les pregunté si sabían colocar una cadena. Lo hicieron en un segundo y les di plata -no me la quisieron aceptar-, pero les insistí, les dije: “¿Saben lo que te cobraría un cerrajero un domingo a esta hora de la noche?”. La agarraron.
Ahora estaba andando de nuevo. Y el locutor de la contra que todos llevamos dentro pensaba: “¿Habrá sido casualidad o tendra algo la bici que hace que se me suelte la cadena? ¿No debería llevar un guante siempre encima para agarrar la cadena y ponerla y no mancharme de grasa la próxima vez que me pase? ¿Me volverá a pasar? ¿Se me saltará la cadena ahora antes de llegar a casa?” Estaba en eso cuando un patrullero que venía en contramano dobló y me encerró y tuve que frenar de golpe. Era un patrullero a oscuras con un solo agente, el que manejaba. Pero el rati no me miró, miraba a alguien que yo no podía ver porque estaba del otro lado del auto, en la otra vereda. Entonces esquivé al patrullero y lo vi: era un hombre joven, tenía un casco en la mano y hablaba con un tono de derrotado: “La moto es mía. Se me prendió fuego. Traté de pedir ayuda, pero nadie me ayudó. Cuidado que puede estallar el tanque”. Y a un par de metros de él, iluminando la noche, el resplandor de una moto prendida fuego por completo. Uno podía quedar hipnotizado mirándola.
El policía bajó y caminó solo hacia la moto, cerrando la puerta del patrullero de un golpe y yo tuve un déjà vu. Era una de las miles de imágenes que tenemos en el cerebro: una escena de Terminator 2, cuando el terminator malo está transformado en un policía y baja de un patrullero para buscar a John Connor. ¿Se acuerdan?
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