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Opinión

Con la lengua de madre

Fotografía cedida por el Centro Dramático Nacional de la obra "Lengua Madre". EFE/Centro Dramático Nacional

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Se habla en el país de la maternidad una lengua casi siempre extranjera, un dialecto que solo conocen las que maternan. Madre: mujer que ha concebido o parido uno o más hijos. Mujer con cualidades de. Mujer que ejerce de. Cierta religiosa. Autora. Causa, raíz, origen. Cauce por donde corren las aguas de un río. Cloaca. Y aun así, la palabra del diccionario se ha quedado muy corta para explicar las nuevas realidades de la maternidad contemporánea que busca nuevas entradas y salidas. Por eso algunas llevan un tiempo intentando estirar el término, ampliándolo, haciéndole un montón de agujeros al órgano muscular y al viejo verbo. 

Madre no solo es madre. Madre es deseo, mandato, trabajo, derecho. Maternar es gestar, adoptar, alquilar, arropar. Hacerlo es hacerlo sole, en pareja heteromonógama, en pareja gay, de acogida, en tribu. Ser mujer, hombre trans, negra, blanca, con papeles, sin papeles. Estar desesperada, agotada, hormonada, loca, horrorizada. Madre no solo hay una. Madre también sin pecado concebida y sin ser Marías. Hay más formas de ser madre en este mundo pero todas están en éste o por ser imaginadas, subvertidas y extremadas.

Es lo que persigue Lengua Madre, la obra de teatro documental de la directora argentina Lola Arias, que acaba de estrenarse en el Teatro Valle Inclán del CDN con la participación de nueve performers que están ahí para, como en otras obras de Arias, performar su propia vida, no sin conflicto. Como aquella vez que juntó a veteranos de la guerra de las Malvinas de los dos bandos sobre un escenario, la directora esta vez pone frente a frente a Eva, una mujer blanca que adopta y acoge niños, frente a Besha, una mujer negra congoleña que tuvo que pasar el vía crucis de extranjería para que su hija consiguiera la residencia. Cuela entre las madres biológicas y no biológicas a Laura, una mujer que no quiere serlo y a Rubén, un hombre trans padre al que la ley aún considera madre. También introduce en ese escenario de experiencias con la reproducción a Pedro, un hombre gay español que ha recurrido a la gestación subrogada. Cada uno de estos relatos me interpelan, algunos me violentan, todos me conmueven. 

Y es raro y demoledor decirlo pero todo encaja, todo está incómodo pero en su sitio, todo se tensa y estalla y todo se comprende. Nada tiene una salida fácil, ni una respuesta obvia, ni un final feliz. Nada se agota en las explicaciones de unas y otras. No sé si son las caras de sus hijes que nos sonríen en las pantallas como diciendo no te atrevas a juzgar a mi madre. No sé si es la fuerza de la vida imponiéndose sobre la fuerza de los discursos. Pero lo que nos sugiere es que la disputa es, en última instancia, por otra cosa. O que lo importante está lejos de las polémicas diarias de Twitter, definitivamente en otra parte. 

Quizá algunas respuestas estén en ese final futurista en el que cada una sueña con una maternidad tan imposible como posible. Sus historias se superponen, se reconstruyen también documentalmente desde el pasado y hacia el futuro, de la primera vez al primer aborto, del embarazo al postparto, de la crianza tradicional a otros modelos de familia, del deseo a la burocracia de la ley y el Libro de Familia, del dolor al humor; relatos que se hermanan, mirándose y haciéndose preguntas entre sí. La magia ocurre para todas las que alguna vez nos hemos enfrentado a la palabra madre desde la contradicción. 

La magia ocurre para todas las que alguna vez nos hemos enfrentado a la palabra madre desde la contradicción.

Escribo esto mientras Leo y Amaru juegan a mi alrededor a que son guerreros ninjas. Cuando conoces a un tercio de las protagonistas de una obra documental y sus historias de maternidad se han cruzado con las tuyas en las okupas, en los parques, en las manis, en las fiestas de Alfaguara, cuando sus hijos han jugado con los tuyos, la sensación es de que te van a contar un cuento que ya te han contado. Pero no, lo que vi emocionada fue a Paloma, a Leo Can, a Silvia y a las demás encontrando la pira para hacer arder el fuego de sus catarsis maternales. Para hacernos arder con ellas. Sabiendo que estar allí no cuidando sino interpretando es ya un posicionamiento político. Y parece que me contaran por primera vez aquella ocasión de la firma de Sant Jordi cuando le cayó la regla después del tercer intento de fecundación in vitro. O su parto rodeada de una veintena de personas que sentían que el bebé que paría era también suyo. O el día que lograron junto a su pareja ser las primeras madres lesbianas en lograr que se reconociera el método ROPA (cada una pariendo al hijo del óvulo de la otra) como otra forma de ser madre en una sociedad aún lesbófoba.

El experimento social de Arias –que empezó en Bolonia y tras su paso por España seguirá en Berlín para captar también los matices de cada territorio– funciona: cuestiona política y éticamente y hace explotar la palabra madre en mil pedazos. Maternidad como espectáculo crítico, maravilla visual, concierto y fiesta, manifestación y rito, un óleo en movimiento.

GW

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