Recordando a Doña Rosa
Tras el fallecimiento de Menem, la discusión por su legado giró en torno de sus políticas económicas. La mayoría lo recordó como artífice de la peor crisis de nuestra historia. Sin embargo, algunos de los principales voceros del liberalismo, que en lo demás son antiperonistas, lo despidieron con afecto.
El legado político-cultural de Menem mereció menos atención. Una buena cantidad de dirigentes del PJ acompañaron su transformación ideológica. Pero no otros tantos, ni tampoco las bases del movimiento. Tras el imprevisto giro que propusieron los Kirchner, hoy el peronismo está lejos de ser una fuerza en la que los neoliberales puedan confiar (lo que no asegura que no pueda serlo en el futuro). Desde el punto de vista del “cambio cultural” que ellos desean, los avances no fueron claros.
Recordemos que el gobierno de Menem no fue un fenómeno aislado, sino parte de un ciclo internacional en el que todavía estamos inmersos, una contraofensiva de las derechas pro-empresariales que apuntaba a desmantelar las políticas de bienestar y a desregular y abrir las economías. Comenzó en la década de 1970 con las dictaduras de Pinochet en Chile y de Videla en Argentina y se terminó de afirmar con la llegada de Margaret Thatcher al poder en 1979 y la de Reagan poco después. La empresa no implicaba un mero cambio de modelo económico, sino un intento de reorganizar completamente la vida social, que a su vez requería una nueva ingeniería sobre la cultura y las subjetividades. Thatcher lo expresó con claridad: “La economía es el método: el objetivo es cambiar los corazones y las almas”. El cambio cultural iba más allá del mero rechazo del “estatismo”: apuntaba a eliminar todo lazo social que no fuera el que proveía el mercado. Era lo colectivo en general lo que había que corroer. Todo ello.
Parte de esa visión estaba ya implícita en el liberalismo clásico, que había invitado a los individuos al “egoísmo”, con la idea de que ser cada uno egoísta, por una alquimia incomprensible, beneficiaba a la sociedad. Pero el proyecto cultural del neoliberalismo dio un paso más y se embarcó en una suerte de guerra contra lo colectivo. No era solo cuestión de habilitar el egoísmo, sino de barrer con todo otro valor que pudiese competir con él.
La tarea se realizó fogoneando pasiones tristes que habitan en todos nosotros. Convenciendo a los sujetos no sólo de que su egoísmo los llevaría a la felicidad, sino invitándolos a culpar al otro si ella no se materializaba con suficiente velocidad. ¿No sos todavía rico y exitoso? Culpa de tu vecino que no te deja prosperar. Culpa de la madre soltera que recibe un subsidio, del desempleado que cobra un seguro, del sindicato que pone trabas, de la maestra que se toma licencias, del político que te roba. Nuestras inseguridades y temores, habilitados y volcados hacia afuera en forma de un odio al otro que rápidamente se convertía en deseo de que venga alguien a limpiar “toda esa lacra”.
En tiempos de Menem ya se había notado una primera irrupción de ese temple que hoy, en tiempos de la grieta, nos abruma. No vino solo sino como efecto de una intensa pedagogía. Los mayores de 40 recordarán una de las figuras más emblemáticas de la campaña neoliberal: “Doña Rosa”, el ama de casa imaginaria a la que se dirigían Bernardo Neustadt en TV y luego el propio Menem. Lo que le explicaban a ella no eran los grandes problemas de la política, sino algo mucho más sencillo y cercano: quién era el culpable de que los tomates estuvieran tan caros.
Parece una pavada, pero era todo un desplazamiento en los discursos públicos, que hasta entonces apelaban al pueblo o a la ciudadanía como sujetos colectivos (e implícitamente masculinos). Quien lo introdujo fue en verdad Álvaro Alsogaray. En los años 50, desde su periódico Tribuna Cívica se dirigía a las amas de casa para explicarles, en palabras simples, los beneficios que el liberalismo traería para su economía doméstica. No era un gesto de reivindicación de género, sino un desplazamiento del discurso político de lo público al espacio privado de lo doméstico. No le hablaba a la mujer empoderada, a la que hoy sale a las calles como parte de un movimiento social, sino a la que estaba en su casa ocupándose de sus asuntos. A las amas de casa, siempre menospreciadas como señoras de miras cortas que sólo sabían preocuparse por sí mismas y por sus familias.
Precisamente esa figura era la “Doña Rosa” de los años menemistas. A ella le hablaban, validando su supuesta cortedad de miras y enseñándole a culpar por las estrecheces de su bolsillo al estatismo, a los sindicatos, a los políticos derrochones, a los corruptos.
El menemismo fue un primer ensayo general de la cultura del individualismo autoritario e intolerante que vemos hoy. Pero fue un ensayo limitado. En esos años no consiguió ganar la mayoría de los corazones y las almas. Arrasador como programa económico, no resultó culturalmente hegemónico. Menem logró amplio consenso para algunos aspectos de la reforma económica, pero fracasó a la hora de cambiar decisivamente las subjetividades de los argentinos/as.
Tuvo dos limitantes que le impidieron avanzar en ese terreno. Por un lado, cargaba con el peso de la identidad peronista, que le impedía lanzarse a una estigmatización total de los sindicatos, de los derechos colectivos, de la militancia. Después de todo, el gobierno de Menem seguía dependiendo de una militancia de base que no estaba cómoda con el giro neoliberal. Pero quizás la limitante mayor fue la inesperada paradoja de que fuese un caudillo peronista el que implementara el programa neoliberal. Su identidad de origen le restó apoyos en sectores que, en otro contexto, hubiesen sido sus sostenes naturales.
En los años 90 se fue gestando una reacción antimenemista heterogénea. Se nutrió, entre otras cosas, del antiperonismo tradicional, que se posicionó como progresista porque en el gobierno había un peronista de derecha. Difícil saberlo, pero posiblemente ese sector no hubiese rechazado tanto la cultura del neoliberalismo si hubiese llegado de la mano de un no-peronista. Ser peronista, paradójicamente, lo ayudó a Menem a llegar al poder con un programa que jamás habría ganado la adhesión de la mayoría. Pero limitó los apoyos culturales y políticos más amplios que podrían haber afirmado el proyecto neoliberal en el largo plazo. Por lo demás, el ciclo abierto en 2001 desanduvo el camino que pudo haber hecho hasta entonces, al menos en el terreno ideológico.
Quedó para el macrismo la tarea cultural pendiente. Macri se desasoció de su pasado menemista para ganar las elecciones. Por su llamativa incapacidad perdió pronto el poder político. Pero, al revés que su predecesor, consiguió para la agenda cultural del neoliberalismo avances significativos.
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