Vivir entre generadores: crónica del después de la explosión en Caballito
[21:39, 18/2/2024] qué ruido se escucha! parece que estás afuera
[21:39, 18/2/2024] es que abrí las ventanas
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[14:57, 19/2/2024] Se cortó la luz fuckkk
[14:59, 19/2/2024] Tranqui, por ahora con el wifi del celu me la banco
[15:00, 19/2/2024] Los de limpieza y los de seguridad ahora tienen unos auriculares onda noise cancelling, esos de obra
[16:41, 19/2/2024] (me volvió la luz)
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[21:38, 19/2/2024] Son siete grupos electrógenos ya. Los miro y digo, estarán operando a full? No sé si se bancan toda la energía que tienen que hacer. Y el ruido que hacen? Hay algo poético. El ruido te mata. Cuando desaparece te da alivio, pero se te va la luz
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Viví seis años en Caballito, de 2011 a 2017. Gran barrio. Todavía lo extraño. Pero los sucesivos cortes de luz cortaron el idilio y el de gas que duraría años me expulsó. Ahora vuelvo seguido porque mi novio vive a pocas cuadras de mi ex casa. Y, sin querer, quedé otra vez en el ojo tormentoso del que huí: la cuadra donde explotó y se prendió fuego una subestación de Edesur.
Fue el 10 de febrero, sábado previo al Carnaval. El hongo humeante llegó a las terrazas de toda la manzana y dio un extra ahumado a los asados de finde largo. Carbonizó tres camionetas y dejó sin energía la planta elevadora de AySA. Pasó de hacer temer la posibilidad de muertos o heridos –no hubo– a preanunciar la chance real de cortar el barrio por cuatro meses. Recién la semana pasada se levantó el vallado que interrumpió el tránsito en la cuadra, José María Moreno al 300, a apenas 400 metros del corazón barrial que es Acoyte y Rivadavia.
Caballito es el barrio porteño más denso y también el que más creció entre un censo y otro: acá viven 203.784 personas, 15,7% más que en 2010. Una normativa urbana cada vez más permisiva habilitó la rienda suelta en materia constructiva, que la demografía acompañó pero la infraestructura no.
El barrio emblema de la clase media porteña siguió creciendo y se acostumbró a estar al borde del colapso, agitado, por encima de sus capacidades, como esa remera que usamos aun cuando ya quede chica, como ese partido que seguimos jugando aunque haga falta un pulmotor. Apagones, derrumbes, avenidas a paso de hombre, parques colapsados: las caras de una misma moneda, la de tirar demasiado de la cuerda.
La propia explosión de la subestación se imprimió sobre otros caos. El hecho detonó una suerte de “Sal de ahí, chivita, chivita”, una cadena de acciones en la que cada paso dependió de completar el anterior. Un efecto mariposa en un barrio cansado.
Por la falta de electricidad, hubo que montar 24 containers Aggreko en una cuadra y media. Para eso hubo que cortar totalmente el tránsito en la avenida central del barrio (José María Moreno, continuación de Acoyte), lo que derrumbó la clientela tanto del estacionamiento de enfrente como del tenedor libre de al lado, cuyos dueños pegaron carteles en las esquinas para avisar que, aunque no pareciera, hay un restaurante unos metros hacia adentro.
El corte implicó desviar por cuatro meses bicicletas, autos, motos y cuatro líneas de colectivos (25, 42, 135 y 172). Líneas que hacen lo que pueden para compensar la falta de transversalización del subte porteño, dentro de los límites de una avenida que en hora pico va a cuatro kilómetros por hora gracias a la invasión de vehículos estacionados fuera de horario y contenedores de basura mal ubicados.
Todo en una zona con generadores eléctricos desperdigados por otros cortes de luz (en Beauchef, en Directorio, en la propia Rivadavia a la altura del ex Village), con interrupciones de tránsito por obras de otros servicios (a la vuelta hay vallados de AySA) y por más hechos que hablan del colapso del barrio, como el derrumbe de un PH en la avenida Pedro Goyena, que dejó dos muertos dos días antes del incendio.
Diez días después de las llamas, el techo de la subestación se implosionaba para arrancar la obra civil, que seguirá el resto del año. Ya había una explicación oficial para las llamas: una pérdida en una máquina de filtración de aceite mientras se hacían reparaciones en un transformador. Edesur no paraba de mandar mails a sus usuarios con cada paso que daba. Y yo intercambiaba con mi novio los mensajes que dan inicio a esta columna.
Después empezaron a llegar los avisos de corte, en tándem: asunto “Incidencia eléctrica”, asunto “Horario previsto de normalización”, con suerte asunto “Incidencia eléctrica resuelta”. Se intercalaban con correos de la administración que daban cuenta de los reclamos a la distribuidora de energía eléctrica. La explicación oficial de los cortes eran los trabajos de Edesur “para tener estabilizada la red de distribución en el área”. “Va a ir fluctuando hasta que se normalice”, prometieron desde la empresa.
Pero los vecinos más preocupados o pudientes salieron a comprar estabilizadores para enfrentar los picos de tensión. Otros llenaban los halls de sus edificios para cargar los celulares en la fase que andaba, o para recuperar una videollamada laboral cortada. Por allí también desfilaban los trabajadores de la obra, a quienes algunos administradores les ofrecieron baños más cómodos que los químicos sobre el hormigón.
Afuera, seguía el ruido perpetuo de los containers echando humo diésel. Siete cubrían el frente del edificio que de a ratos habito, el de al lado y el gimnasio. 14 se contaban desde el hipermercado hasta el fin de la cuadra. 21 en total en 100 metros, más tres más a la vuelta, sobre Alberdi casi Riglos.
Esas moles grises de tres metros por seis no sólo abastecían transformadores. Algunas alojaban mini oficinas, intervenían en la provisión de combustible o incidían en la distribución de energía. El resto de la cuadra eran grúas, baños químicos, vallados New Jersey de plástico amarillo y rojo, y otros de madera pintada de blanco con rojo o anaranjado. También, motos y bicis por la vereda, y autos de los frentistas que entraban o salían.
Era difícil dormir con el ruido. También tener una conversación. No había electricidad para el aire acondicionado, tampoco silencio para abrir la ventana y que entrara aire. Al estruendo de los containers se le sumaba el de los camiones cilíndricos que proveían diésel.
Encargados y empleados de seguridad y de limpieza empezaron a usar protección auditiva. Las administraciones mandaron cartas para pedirle a Edesur que redistribuyera los generadores de manera tal que “no perturbaran la tranquilidad y el buen descanso de los vecinos, dado que los mismos emiten un sonido o zumbido constante y no permiten conciliar el sueño durante la noche”. Una elegante forma de preguntar por qué nosotros tanto y otros tan poco.
Pero los generadores funcionan de a grupos (se llaman Four Packs porque se conectan en packs de a cuatro o cinco) y pasó tiempo hasta que fueron movidos. Durante el tiempo en que estuvieron frente al edificio, estancaron agua contra el cordón de la vereda, en el verano con más dengue de la historia porteña.
Finalmente, los containers se fueron: la semana pasada se puso en marcha el segundo transformador y así la subestación volvió a funcionar por completo. “Por fin se terminó el ruido, ¿no?”, le digo al empleado de seguridad ni bien se llevan los generadores. “Sí, pero ahora está el de los colectivos”, me responde, inconforme.
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