Mano a mano con la clandestinidad: historias de las que ayudan a abortar
Gabriela se acuerda bien. Tenía siete años y el llanto desconsolado venía de la habitación en la que dormía su niñera. El que lloraba era el hijo de esa mujer: a ella se la estaban llevando muerta de la casa, él tenía un año y medio y se acababa de quedar sin mamá. “Mi mamá me fue contando a medida que fui más grande: mi niñera había recurrido a un aborto inseguro, con perejil, y el shock séptico no sólo la descompensó sino que la mató. No pudieron salvarla. Aprendí de muy chica que la clandestinidad de un aborto puede llevar a una mujer a la muerte”, cuenta.
Gabriela tiene 27 años, es enfermera y trabaja en un hospital de Resistencia, Chaco. Forma parte de la Red de Profesionales de la Salud por el Derecho a Decidir, una de las organizaciones civiles que militan la legalización de la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE). A veces hace guardias que duran 36 horas: al salir, si quien le manda un WhatsApp es un conocido o algún desconocido que puede esperar, pide disculpas y algún rato para comer o descansar. Pero si le escribe una mujer que decidió abortar, Gabriela actúa.
“Decidí formar parte de la red después de acompañar a una amiga en un aborto casero. Sabía que estábamos haciendo lo que ella deseaba pero fue muy shockeante sentir la soledad que se atraviesa en ese momento, en el que no sabés a quién apelar para que no haya consecuencias penales y para que no sea inseguro para la salud. Después de eso supe que quería acompañar a las mujeres y los cuerpos con capacidad de gestar que deciden no continuar con un embarazo”, cuenta la enfermera.
Gabriela se ocupa, por ejemplo, de gestionar una Interrupción Legal del Embarazo (ILE) cuando corresponde según lo previsto por el Código Penal: desde 1921 es legal abortar un embarazo si es producto de una violación o si corre riesgo la salud integral de quien gesta. Ella se encarga de gestionar y de acompañar esos procesos, que son ambulatorios y medicamentosos: se hacen con misoprostol.
Estoy garantizando el acceso a la salud en una ciudad donde muchos de los que juzgan explotan abortos quirúrgicos privados por entre 40.000 y 80.000 pesos.
“Una vez me tocó vivir algo parecido a lo que había visto en mi casa con mi niñera: llegó a la guardia una mujer que había decidido interrumpir su embarazo y también había apelado al perejil. Lo usaba a diario para cocinar las empanadas que preparaba para sobrevivir y lo usó esa vez para abortar. Su marido la trajo en moto muy descompensada, con mucha pérdida de sangre y shock séptico, pero la ginecóloga que la atendió pudo sacarla, a través de antibióticos y atención instantánea en terapia intensiva. Pudimos revertir esa historia, que iba a terminar en otra muerte en la clandestinidad”, recuerda Gabriela.
No es fácil el lugar desde el que decidió ejercer su vocación. “El estigma existe. 'Ahí viene la abortera', escucho. Se juzga mi rol profesional cuando en realidad estoy garantizando el acceso a la salud en una ciudad donde muchos de los que juzgan explotan abortos quirúrgicos privados por entre 40.000 y 80.000 pesos. Y si existe el estigma para la trabajadora de la salud, mucho más para la mujer que aborta: un estigma moral y un proceso que se vuelve traumático porque la persona que decide interrumpir va a interrumpir, pero ahora está obligada a hacerlo de forma insegura y clandestina, y eso es lo difícil”, dice Gabriela. Y vuelve a acordarse: “A mí nadie me va a borrar el llanto de ese nene: si las condiciones hubieran sido otras, no habría perdido a su mamá”.
“No hay clase social en cuanto al sufrimiento psíquico de la clandestinidad”
Gabriela Dik es psicóloga y vive en Mendoza: trabaja en un centro público que trata a personas con consumos problemáticos y en su consultorio privado. Es parte también de la Red de Profesionales de la Salud por el Derecho a Decidir y asegura: “Lo que deja marca de los abortos es la clandestinidad en la que deben hacerse, y no el acto de interrupción”.
“No he escuchado a una mujer que se arrepienta de haber abortado, en el sentido de pensar algo como 'quiero volver el tiempo atrás'. El impacto de los relatos, y que fueron mi motor personal en esta lucha, tiene que ver con la soledad, la sensación de abandono y el miedo que implica la clandestinidad, independientemente de a qué tipo de aborto pueda acceder esa persona”, describe Dik. Se acuerda especialmente de dos pacientes.
“El primer impacto fue cuando una chica de 22 ó 23 años pudo hablar de su aborto. Había ocurrido a sus 17 y para conseguir la plata tuvo que hacer algo que no había hecho nunca: robar. No tenía a quién contarle lo que le estaba pasando, no tenía a quién pedirle plata y tenía que comprar pastillas. Terminó en una guardia, con muchísimo dolor y muchísimo miedo, con un aborto incompleto. Y pudo hablar por primera vez de todo eso cuando estábamos trabajando sobre la soledad. Lo primero que pudo nombrar al hablar de la sensación de soledad fue ese aborto que había mantenido en secreto. Ese es el efecto de la clandestinidad, y esa marca queda”, cuenta la psicóloga.
“Entré sola. Mi amiga se quedó en la puerta y yo no sabía qué me iba a pasar. Vino una enfermera, me anestesió y lo único que me acuerdo es que me desperté en una colchoneta en el piso con otras chicas que todavía estaban dormidas”. Dik escuchó eso de otra de sus pacientes: había abortado diez años antes de contárselo y, descontando a esa amiga que la había acompañado, nadie más sabía. “Hay algo de lo clandestino y de lo ilegal que hace que no se pueda nombrar eso que ocurrió. Hay que sostenerlo en la más absoluta soledad por la estigmatización que todavía recae sobre una mujer que decide abortar. De eso me han hablado las pacientes que trajeron un aborto a terapia, de esas condiciones. Tienen que ir solas, no les explican qué van a hacerles, todos en el consultorio privado tienen barbijo, nadie tiene nombre, las chicas se van despertando sin entender nada”, reflexiona la psicóloga.
“Mi paciente se vistió, pasó por el baño y se fue, sin mediar palabra con nadie. Sin que nadie acompañara. Con el silencio como primera condición. Le llevó diez años poder hablar de eso, de esa sensación de vulnerabilidad y abandono. Lo traumático es eso, y estar expuestas a la incertidumbre por la falta de información y de seguridad. Necesitamos que sea ley para ahorrarles el sufrimiento a miles de mujeres”, sostiene. Lleva tres años en una red que llegó a Mendoza hace cinco. Hace un mes, según cuenta, un aborto quirúrgico privado se cobraba 80.000 pesos en esa provincia.
“La amenaza era la vergüenza, la estigmatización”
Cecilia González Fernández acababa de empezar a dar clases. Es profesora de psicología en colegios públicos y privados de la ciudad de Salta y se acuerda del ruido que hizo un alumno del otro quinto año cuando entró al aula en la que ella enseñaba. “Empezó a querer forzar a una de mis alumnas a salir del aula. Eran pareja y la chica le decía que no, que no quería salir, entonces lo saqué del aula y me quedé hablando con ella. Me contó que estaba embarazada, que recién se había enterado, que él la presionaba para continuar con el embarazo pero que ella temía la reacción de su familia y ser mamá no estaba en sus planes en ese momento: quería estudiar, era una alumna sobresaliente”, recuerda.
Lo traumático es estar expuestas a la incertidumbre por la falta de información y de seguridad. Necesitamos que sea ley para ahorrarles el sufrimiento a miles de mujeres
“A la clase siguiente yo llegué con contactos de socorristas en caso de que ella hubiera decidido abortar, pero ya no estaba. A la siguiente, tampoco. Él había sostenido la amenaza: que si interrumpía el embarazo les iba a contar a todos lo que había hecho. La amenaza era la vergüenza, la estigmatización”, reconstruye la docente, que es parte de la Red de Docentes por el Derecho al Aborto.
“Mi alumna volvió a las tres semanas. Había abortado en un escenario de mucha falta de información, el acceso a esos recursos en Salta era muy complicado hace algunos años. La había pasado súper mal, terminó en el hospital y allí la trataron pésimamente. Cuando la vi no era la misma chica: estaba muy afectada por todos esos maltratos. No podía contener el llanto ni hablar. Estaba muy pendiente de quién se iba a enterar y quién no por el estigma que esto le iba a traer dentro del colegio. Efectivamente él se ocupó de contarlo y ella no pudo tolerar ese escenario y se terminó cambiando de colegio”, suma Cecilia.
“No era su deseo continuar con ese embarazo. No era una relación estable en la que podía sentir la confianza de asentar un proyecto familiar, y ella esperaba terminar el colegio para seguir estudiando. Tenía grandes posibilidades como alumna y el embarazo vino a interrumpir esos planes. Una vez que tomó la decisión, su miedo era desconocer a quién recurrir, qué iba a pasar, cómo iba a ser ese aborto”, describe la docente.
Cuando su alumna fue al hospital ante una hemorragia, sostiene Cecilia, fue maltratada: “Los enfermeros la amenazaban con llamar a la Policía, la hostigaron. Y todo eso me hizo pensar como nunca que todas esas cifras de las que hablamos cuando hablamos de la clandestinidad son mujeres que sufren. Muchas veces, en provincias como la mía, son adolescentes que son víctimas de la presión de tener relaciones sexuales muchas veces sin protección. Hay que pensar que a duras penas la Educación Sexual Integral (ESI) llegó a Salta hace sólo dos años, y hay muchos profesores que cada inicio de año se siguen quejando de que hay que trabajar esos contenidos. En ese contexto fue que decidí sumarme a alguna red que acompañe a las alumnas, que las contenga y les dé información. Si el aborto sale de la clandestinidad, esa información la va a tener que dar el Estado, y ahí la cosa cambia”, reflexiona.
JR
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