Hiram Bingham, el supuesto descubridor de Machu Picchu, sabía que otro había llegado antes que él y mandó borrarlo de la historia para que no lo eclipsara

Era solo una inscripción. Nada más que un nombre y una fecha garabateados con carbón sobre una piedra. Pero eso bastó para incomodar a quienes construyeron la versión oficial. Aquel rastro fue encontrado por el mismo hombre que después se atribuyó el hallazgo del lugar.
No lo borró de su diario, aunque sí desapareció de sus libros. La marca escrita sobre los muros de Machu Picchu se convirtió en una prueba difícil de ignorar, aunque muchos se esforzaran por hacerlo a lo largo de los años.
El papel de Bingham y cómo el relato se ajustó a su conveniencia
La inscripción decía: “A. Lizárraga 1902”. Nueve años antes de que Hiram Bingham llegara a la ciudadela, el agricultor peruano Agustín Lizárraga ya había pasado por allí. Su nombre quedó registrado en la piedra del Templo de las Tres Ventanas, pero no en los libros de historia.
Bingham sí lo anotó en sus diarios de exploración, aunque tiempo después lo eliminó de las publicaciones. Según la historiadora Mariana Mould de Pease, fue el propio hijo del explorador, Alfred M. Bingham, quien encontró esa mención al revisar los archivos personales de su padre.
El nombre de Lizárraga también desapareció de la piedra. Bingham ordenó que se borrara, alegando motivos de conservación. En sus memorias publicadas en 1948 bajo el título La ciudad perdida de los incas, ya no había rastro de aquel campesino cusqueño. En su lugar, quedaba la imagen del explorador estadounidense como protagonista único del descubrimiento. Con el respaldo de la Universidad de Yale y la National Geographic Society, su relato se convirtió en la versión más difundida a nivel mundial.

Años más tarde, sin embargo, las autoridades locales del Cusco recuperaron la figura de Lizárraga. En 2011, cuando se cumplía un siglo del llamado “descubrimiento científico” de Machu Picchu, la Municipalidad Provincial del Cusco le otorgó póstumamente la Medalla Centenario. Fue un gesto institucional para reconocer su visita y su vínculo directo con el santuario histórico.
El redescubrimiento de Machu Picchu ha estado siempre envuelto en relatos cruzados, pero ninguno tan contundente como el de aquella firma olvidada. Lizárraga no llegó solo a las ruinas. Le acompañaban Enrique Palma, Gabino Sánchez y Justo Ochoa. Todos participaron en una expedición que tenía fines agrícolas. Buscaban tierras fértiles cuando se toparon con las ruinas cubiertas por la vegetación. En aquel momento, decidieron dejar constancia de su paso.
Mucho tiempo después, en julio de 1911, Bingham llegó guiado por Melchor Arteaga y un niño que conocía el camino. Acamparon en Mandorpampa y al día siguiente subieron hasta la cima. Desde allí, contemplaron las estructuras cubiertas de maleza y piedra. En uno de sus escritos más conocidos, Bingham explicó: “De repente me encontré parado frente a las paredes de una ruina y casas construidas con la mejor calidad del arte inca”. También mencionó las dificultades para distinguirlas por la vegetación acumulada.

Durante su recorrido, Bingham encontró la inscripción de Lizárraga y la mencionó en sus apuntes. Pero lo que al principio pareció una simple anotación pronto se convirtió en un estorbo para la narrativa que él mismo iba tejiendo.
El hecho de que alguien hubiese llegado antes cuestionaba su papel como descubridor. Así que esa versión fue desplazada, primero de sus libros, y después de la memoria colectiva.
A pesar del silencio oficial, distintos investigadores e instituciones peruanas han insistido en rescatar la figura de Lizárraga. Algunos testimonios recopilados por historiadores locales sostienen que su conocimiento del lugar era profundo, que volvió varias veces y que transmitió su experiencia a otros vecinos de la zona. El reconocimiento institucional llegó tarde, pero ha permitido reconstruir una historia que durante décadas fue ignorada.
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