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Opinión

El 24 de marzo: el pasado que no pasa

Juicio a las Juntas

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Conmemoramos un nuevo aniversario de la fecha que ha quedado consagrada como “día de la memoria, la verdad y la justicia”. El 24 de marzo, epítome de la dictadura, evoca un acontecimiento límite que nos puso al borde del derrumbe como comunidad política y moral. Al mismo tiempo, evoca también, por reacción, una memoria de la democracia, de las acciones, de las responsabilidades y de los fracasos en la tarea colectiva de conjurar y reparar esa herida.

El pasado que no pasa” es una fórmula acuñada por Henry Rousso para indagar el “Síndrome Vichy”, abordado como una enfermedad de la memoria nacional francesa. No quiero abusar de las metáforas médicas, pero querría ensayar un camino análogo, sin ninguna pretensión de proporcionar alguna clave mayor de lectura de los sentidos del acontecimiento ¿Qué se nos puede revelar, hoy, en la celebración del 24 de marzo tomado como síntoma, ya no de la evocación del pasado, sino del reconocimiento de sus efectos y retornos en el presente?

Para los clásicos, la memoria incluía varios procesos en la formación del recuerdo: fijación, preservación, evocación, reconocimiento; y la psicopatología distinguía los distintos tipos de amnesias según la función afectada (cualquier entendido en la moderna psicología cognitiva puede acusarme, con toda razón, de seguir apegado a esquemas del siglo XIX). No quiero abusar de las analogías pero si se trata de trasladar, como un ejercicio de esclarecimiento, ese esquema a las modalidades del recuerdo del 24 de marzo diría que el problema se sitúa en el reconocimiento: lo evocado, el despotismo y la violencia estatal sin límites, retorna bajo fórmulas que lo actualizan en el presente, al modo de un déjà vu o de una alucinación.

Veamos un par de ejemplos de los usos de ese pasado, en un estado de la deliberación pública aplastado por las guerras verbales. Por un lado, Insfrán y las formas del autoritarismo y la violencia institucional denunciadas en Formosa quedan alineadas para algunos con el régimen represivo de la dictadura. Por otro, con una argumentación más elaborada y enunciada desde el poder, lo que se llama lawfare es la continuación del “Plan Cóndor”.

Me detengo en esta última tesis para tratar de pensar lo que permanece y lo que cambia en la historia, un viejo problema de la disciplina. Admitamos que lawfare, en un sentido lato, alude a que el poder político en la cima del Estado busca someter a la justicia, y que esto alcanzó una realización máxima durante la dictadura. Parece obvio que esa pretensión ha permanecido en las nuevas condiciones. Las evidencias están a la vista: los “jueces de la servilleta” (Menem), Jaime Stiuso ungido como un operador en la justicia con capacidad para echar a un ministro (Néstor Kirchner), un vicepresidente en ejercicio fuerza la renuncia del Procurador (Cristina Fernández), la “mesa judicial” (Macri).     

¿Por qué ver allí una mera continuidad y no las diferencias, las recurrencias si se quiere, de una relación que necesariamente es conflictiva? Ante todo, la diferencia establecida por un sistema de decisiones y contrapesos que se despliegan como un conflicto interno a la práctica de la división de poderes. Y que incluyen el sistema de partidos, el parlamento, la prensa y la acción de las organizaciones de la sociedad. Lo primero que salta a la vista en el “relato” de la continuidad de la dictadura por otros medios es justamente una visión cruda del poder que borra la política, las instituciones, las prácticas, las mediaciones y los agentes. 

No llama la atención que la simplificación de la historia, el esquematismo interpretativo y el alineamiento automático abunden en el discurso público de dirigentes políticos que han reemplazado las ideas por el marketing, las consignas y las narrativas estereotipadas. De las cúpulas, ante todo en el Estado, a su difusión en el “bajo clero” y finalmente, en el nivel más bajo de la cadena, a las redes sociales, la degradación del discurso público ya no sorprende ni deja lugar a la esperanza. Distinto es el caso de los intelectuales convocados a escribir sobre el aniversario, de quienes cabría esperar una voluntad de investigación y conocimiento, una inclinación a un régimen de verdad justificable y transmisible en condiciones de ser discutida más allá de los alineamientos automáticos. 

Ahora bien, las evocaciones del 24 de marzo necesariamente se sitúan en un plano del encuentro, la interpenetración, del pasado y el presente. Eso es, precisamente, la memoria como práctica social. El problema no está allí, sino en un régimen de la memoria en el que las incertidumbres, las preguntas sin respuesta, los duelos inconclusos, quedan aplastados por las convicciones férreas del mito o de la ideología. En efecto, a diferencia de la historia, que admite las preguntas y se orienta al conocimiento de los rasgos diferenciales del pasado, el mito impone un saber y un orden que supone la repetición de lo mismo. En ese sentido, un estudio de las memorias del 24 de marzo debería prolongarse en una exploración del imaginario político que allí se expresa.

Las memorias y los imaginarios sociales y políticos forman parte de un régimen común de representación del mundo. No digo nada nuevo. (Basta leer a Bronislaw Baczko o Raoul Girardet). Para una comunidad, o una facción, la función social del mito es fácil de entender: otorga una grilla explicativa que vuelve claro lo confuso y anticipa todas las respuestas. “El destino vuelve a ser inteligible”, dice Girardet. En un punto, opera como un mecanismo emparentado con el exorcismo. Y construye y solidifica la división de los amigos y los enemigos que alimentan las batallas políticas. No hace falta leer a Carl Schmitt para ver esa maquinaria en acción.

Un cierto régimen de memoria aparece, entonces, ajustado para un combate contra los enemigos de siempre. En verdad, el régimen no es nuevo en la serie de evocaciones públicas del 24 de marzo. Hace veinte años escribí sobre la conmemoración de 2001, cuando se cumplían veinticinco años del golpe. (H.Vezzetti, “Lecciones de la memoria. A los 25 años de la implantación del terrorismo de estado, Punto de Vista, 70, agosto 2001).

Destacaba entonces el carácter crecientemente sectario de una movilización que había comenzado por expulsar a las expresiones políticas del radicalismo, la fuerza política que hizo posible el Juicio a las Juntas y el mandato del “Nunca más”. Pero no quiero detenerme en eso sino en otro aspecto, para tratar de cernir qué es lo que se mantiene y qué es lo que cambia. La convocatoria se hizo entonces con la siguiente consigna: El poder económico y los gobiernos de turno garantizan que el genocidio impune de ayer continúe con el genocidio de hoy. Basta de hambre, entrega, desocupación y represión. Basta de impunidad.

Gobernaba un radical, De la Rúa, el ministro de Economía era Cavallo y la crisis asomaba en el horizonte. La tesis de un “genocidio” continuado hace emerger la figura del retorno  de lo mismo sostenida en este caso por una visión izquierdista (“infantil” decía Lenin) que, al menos, hay que reconocerlo, mencionaba al hambre y la desocupación, es decir, a los pobres, borrados en la evocación actual.

Hoy el mito político de la Conspiración tiene otros rostros pero sigue alimentando esa representación fantástica del pasado y el presente que reniega de las complejidades, de las diferencias y las fisuras y dibuja un escenario de combate en el que sólo hay dos trincheras. Pero hay una notoria diferencia. En la visión de 2001, que se enunciaba en nombre de los pobres y los explotados, subyacía otro mito poderoso, la Revolución, un motivo que en la modernidad ha sido capaz de impulsar gestas emancipatorias que han cambiado el mundo en que vivimos; pero también, hay que decirlo, desde el poder, ha sostenido crímenes y masacres espantosas. 

El nuevo imaginario de la lawfare ya no habla de clases ni de pobres. Promueve la ficción de un complot judicial, que involucra a agentes dispersos pero orquestado, al modo de los Sabios de Sion. La acción por los derechos humanos que alguna vez, en las promesas inaugurales de la democracia, buscaba generalizarse e incluir un universo ampliado de las víctimas, hoy se concentran en la defensa de los encumbrados, dirigentes políticos y empresarios que, en la Argentina al menos, han anudado, como nunca antes, una relación estrecha de la política con los negocios.

Es difícil encontrar un síntoma más nítido y desolador de la degradación de una memoria pública, política y moral, que en el rechazo del 24 de marzo, en otro tiempo, proyectaba un futuro de realización de la igualdad y la justicia para todos. 

HV

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