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Final de la Copa Libertadores

Boca y la tristeza de perder lo que no se tuvo

Boca Juniors perdió contra Fluminense y no pudo atrapar la séptima Copa Libertadores de su historia.

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Con el resultado ya inscripto en la piedra de un deporte diabólico, todo empieza a caer en el saco roto del pasado. Boca perdió. Los hinchas del Fluminense festejan, aunque no tanto como Mauricio Macri, cuyo Plan Nacional de Defensa de Mauricio Macri tendrá en las próximas horas otra maniobra de destrucción, en este caso la de Juan Román Riquelme, como si fuera fácil. 

Pero esto no va a ser una nota sobre el egoísmo sino sobre la tristeza de perder lo que no se tuvo.

Los peregrinos de la República Federal de la Boca llenaron medio Maracaná para acreditar que es difícil encontrar en el mundo una persistencia para el canto colectivo como el de La 12. Valga este dato. Poco antes del partido, se cantó con el volumen a tope el cover tribunero de “Ella dijo”. Duró siete minutos-reloj sin ningún desmayo, en los que la hinchada de Fluminense quiso cantar sus bodrios antiliterarios a la par, abandonando la carrera en tres oportunidades.

La fiesta (aunque debería ser el fin de fiesta) empezó con los fastos previos de la Conmebol, institución reñida con las artes. Se presentaron grupos disfrazados con los colores de los clubes protagonistas, custodiados por una Guardia Suiza que enarbolaban banderas de Amstel. Y le siguió un partido capaz de quebrantar el equilibrio mental de un muñeco. 

Boca empezó bien. Sin tenencia pero obteniendo su propósito de afear el partido, volverlo un poco indeseable para que Fluminense no desplegara sus tremendas variaciones para algo que no consiste tanto en tener la pelota como en esconderla sobre el ángulo derecho del ataque, donde arma cuadrados de distracción para cambiar de frente sobre el vacío. Esa es la innovación del fútbol “tero” de Fernando Diniz, el técnico que grita en un lado y pone los huevos en otro.

Existía la impresión de que por su parte, Jorge Almirón le había encontrado la vuelta a la tarde para quitarle voltios al local. Era un logro, e instalaba la inquietud y el error forzado en Fluminense. Hasta que hubo una fuga, justamente por la derecha, y Germán Cano ratificó su calidad de gran felino del área: Fluminense 1. 

El martillazo en los dedos duró hasta el final del primer tiempo. En el segundo, la situación de origen en la que Boca tenía a raya a Fluminense con métodos de vigilancia muy eficaces hasta que se encontró en desventaja, tuvo unos ajustes. Se preocupó por tener más la pelota y atacar, adelantó a los centrales y consiguió el empate con un gol de Advíncula con la marca de la factoría Messi: rodeó de afuera hacia adentro un ángulo del área, y sacó un disparo envolvente de zurda al segundo palo. Éxtasis, temor en el Fluminense, silencio en la tribuna local (para variar). Boca dominaba la disputa mental, y caminaba al alargue sin sobresaltos.

Pero por algo Brasil es el país donde los futbolistas son un bien de extracción de la calidad del oro. Hubo un pelotazo a Keno, que bajó de cabeza para la volea de Kennedy, ese pedazo de presidente asesinado: Fluminense 2.

Hasta allí habían habido algunas incidencias, todas salvables. Barco estuvo perdido, pero el equipo no se perdió con él. Fabbra estaba en modalidad de espectro, pero recién cayó en desgracia cuando se automarginó de la final en el alargue, pegando un cachetazo como para que le neguemos el saludo. Y Merentiel y Cavani no fueron penetrantes, y casi ni se vieron las caras. Pero el alma del equipo estaba presente. Hubo lucha, sacrificio, temple aun en sus puntos desbalanceados.

Boca perdió como podría haber ganado, y Fluminense ganó como podría haber perdido. Los dos equipos fueron erráticos y valientes, y el resultado dramático fueron 120 minutos monstruosos y asfixiantes. El Maracaná, con su caja de resonancia en la que las voces humanas rebotan contra el cielorraso en chillidos distorsionados, puede dar fe del talante enfermizo del espectáculo. La palabra que lo describe es: irrespirable. La experiencia parece mala, pero es muy buena porque interviene en el universo de la sensibilidad para enloquecerlo. Lo que ocurre es inédito, y contarlo nos lleva al vacío. ¿Hay algo que pueda competir con ese fenómeno? Nada, ni siquiera si el costo es la derrota.

La ilusión se rompió, pero no hay que hacer un mundo de eso. Las ilusiones sobran, y a diferencia de lo que ocurre con un jarrón que se rompe (o una Copa), muchas se pueden restaurar. Esta también, porque tiene la dinámica de la rueda que gira. Ya nos va a tocar de nuevo, pero nada será como en Río de Janeiro. Esa era la locación de ensueño. Queda la fiesta de Copacabana y la saudade de lo que estuvo al alcance de la mano y desapareció.

JJB

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