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OPINIÓN

Lo que cambió

Javier Milei reunido con Mauricio Macri y Patricia Bullrich.

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Las elecciones que acaban de pasar representan un parteaguas en la historia argentina y, a su vez, confirman tendencias que ya veíamos en los años previos. La llegada al poder de Mauricio Macri en 2015 significó el fin de la hegemonía que habían compartido la UCR y el PJ hasta entonces. Por primera vez desde que comenzó a haber democracia en 1916 las clases altas tenían un partido propio: pudieron llegar al poder sin necesidad de dar un golpe de Estado y sin depender de la colonización circunstancial de otro partido, como en tiempos del menemismo. La alianza que sellaron Macri y Javier Milei deja bastante en claro que en esto hay continuidad: el PRO quedó sorpresivamente fuera de carrera, pero todo indica que confluirá con La Libertad Avanza en una nueva fuerza política que represente esos mismos intereses. Que un Milei acompañado por Macri es del agrado de los grandes empresarios queda claro en los festejos y adhesiones que recibió entre los más poderosos, como Marcos Galperín y Paolo Rocca, y también en la euforia bursátil del día después de las elecciones, tanto en la bolsa local como en Wall Street. Los financistas internacionales y el 1% más rico de la población local están de festejo, lo que es siempre una mala noticia para el 99% restante.

En segundo lugar, se confirma que la irrupción de este partido pro empresarial viene de la mano de un corrimiento hacia la extrema derecha. No hace falta explicarlo para el caso de Milei, que siempre se situó en esa posición. En lo que al PRO respecta, nació con ínfulas de “obamismo” y de “derecha moderna”, pero su bolsonarización ya era muy visible a fines del mandato de Macri y así lo dejamos anotado entonces. En la disposición autoritaria de ambos también hay continuidad: si Milei pudo justificar la dictadura y llevar como vice a una defensora de criminales de lesa humanidad, fue porque el macrismo abrió el camino con su campaña de descrédito de los organismos de derechos humanos y sus ataques a la memoria.

Una tercera novedad tiene que ver con el cambio del electorado. Luego de las elecciones de 2003, ya no hubo fuerzas de derecha capaces de captar una porción relevante de votos en comicios nacionales. La hegemonía del progresismo fue muy notable. En las elecciones de 2007 el kirchnerismo compitió contra la Coalición Cívica y el Partido Socialista y con una UCR representada por Roberto Lavagna. La suma de los votos de todas las fuerzas percibidas como “progresistas” o de izquierda superó entonces el 88% de los votos. Las agrupaciones abiertamente de derecha recibieron porciones mínimas. En las elecciones presidenciales de 2011 otra vez Cristina Fernández de Kirchner compitió contra el Frente Amplio Progresista liderado por el socialista Hermes Binner. Nuevamente en esta ocasión, el electorado se ubicó abrumadoramente entre el centro y la centro-izquierda; ninguna fuerza abiertamente de derecha obtuvo algún caudal relevante.

En 2015 todavía fue posible imaginar que aquella hegemonía continuaba: hay que recordar que, para ganar votos, el PRO insistió en presentar a su candidato como un político “de izquierda” o “socialista”. Que un Macri ahora sí ya bien situado a la derecha haya logrado conservar un 40% de los votos en las presidenciales que perdió en 2019, luego de su calamitoso gobierno, nos habla de un corrimiento ideológico ya sólido de parte del electorado. Las elecciones que acaban de terminar confirman esa tendencia: la ultraderecha cosechó el 55% de los votos. A diferencia de Macri en 2015, esta vez lo hizo diciendo con lujo de detalle la verdad sobre sus intenciones. Es cierto que no todo ese porcentaje es un voto ideológico: parte se nutrió del deseo de castigar un gobierno de Alberto Fernández, que fue pésimo, parte provino de un antiperonismo que, con otras opciones a mano, habría ido acaso en otra dirección. Pero no es posible ignorar que hubo un fuerte corrimiento hacia la derecha de una porción muy significativa de la población. Con ese dato habrá que convivir en el futuro.

El cuarto cambio se nota en la composición de clase y ocupacional de ese voto. El peronismo viene perdiendo desde hace mucho el (casi) monopolio del voto popular que supo tener, pero siguió siendo en estos años la identidad política principal en ese sector social. Hoy eso quedó en entredicho. Ya Macri en 2015 había arrastrado una parte de las voluntades populares, pero, incluso así, el PRO siguió siendo un partido especialmente apoyado en los sectores medios y altos. En estas elecciones eso se confirmó, pero ese sesgo de clase no se aplica a Milei, que cosechó votos más o menos parejos en todos los sectores sociales. Su proyecto político sin dudas apunta a beneficiar a las clases altas, pero sería injusto no reconocer que captó la mitad del voto popular. Eso significa un parteaguas en sí mismo y le da a la derecha empresarial un potencial notable de cara al futuro.    

En el arraigo popular de las (pseudo) “ideas de la libertad” se nota el efecto de cambios socio-demográficos de más larga data. Milei recibió un porcentaje menor al de su promedio total en todas las condiciones de ingreso, salvo en la de los cuentapropistas. De ellos captó nada menos que el 63,5% de las voluntades. Allí están, claro, los pequeños propietarios y los profesionales, pero también los sectores más “descolectivizados” de las clases populares, los que desarrollan sus tareas de manera autónoma, precaria, solitaria, con débil o nula conexión con compañeros de trabajo y con la sindicalización. El individualismo autoritario, la subjetividad en la que se apoyan las extremas derechas en todo el mundo, hace mella en esa categoría más que en las demás. De manera previsible, su peor desempeño fue entre los asalariados que dependen del Estado, pero hay que decir que le fue muy bien también entre obreros de ramas en las que hay poca informalidad. 

En quinto lugar, las elecciones terminaron de desconfigurar el mapa de las lealtades políticas a lo largo del país. El peronismo retuvo la provincia de Buenos Aires y se impuso en Santiago del Estero, Formosa y (ajustadísimamente) en Chaco, pero perdió en todas las demás. Perdió sus baluartes tradicionales en el norte del país, en Cuyo y en la Patagonia. Por la precariedad de su armado político esto no se traduce hoy en una mayoría parlamentaria clara de la derecha ni en muchos gobernadores, pero sin dudas la coloca en condiciones de controlar la esquiva cámara de Senadores en un futuro.

Finalmente, las diferencias de género en el voto no parecen haber sido tan notables como se esperaba, pero sí hay un abrumador sesgo de edad: entre los jóvenes, que supieron ser el bastión del kirchnerismo, Milei arrasó. A menos que las preferencias de los jóvenes cambien, eso anuncia más votos para la extrema derecha en el futuro.

Todos estos cambios marcan un parteaguas en la historia del país. La hegemonía progresista terminó. El pacto democrático de 1983 está roto y hoy el autoritarismo más desembozado aparece legitimado. La derecha empresarial avanzará a todo vapor en el sentido de las reformas que viene intentando desde la última dictadura, pero ahora con un nivel de consenso social que nunca tuvo.

De algo podemos estar seguros: fracasarán una vez más, como fracasaron con los militares, con Menem/De la Rúa y con Macri. Porque no hay base material para que sus políticas se sostengan en un país como la Argentina. Cuando eso empiece a ser evidente veremos movimientos de resistencia y las clases populares recompondrán sus identidades políticas en un sentido más progresista. Pero, por ahora, estamos frente a una derrota histórica para las clases populares. De nada vale engañarse al respecto.

 

EA

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