La educación como proyecto

Desde que aparecieron los smartphones me pregunto si yo hubiera sido capaz de terminar la universidad (como efectivamente lo hice) si, en lugar de entrar en 2008, hubiera entrado en 2018. Yo me recibí en 2016, y los últimos tres años o cuatro de carrera ya usaba mucho Facebook y Twitter en la computadora; recuerdo que me bajé una extensión en el navegador para que no me dejara entrar a ciertos sitios web por una cantidad determinada de horas. Tardé un tiempo en dar con la mejor de esas extensiones; no me acuerdo cómo se llamaba, pero sí que su gracia era que no te dejaba entrar a la página durante esas horas ni aunque eliminaras la app. Creo que ese momento, cuando bajé esa extensión para rendir mis últimos finales, fue cuando empecé a pensar en internet como un consumo problemático; como algo de lo que una sencillamente no puede desengancharse sola, algo para lo que tenés que llamar al dealer y suplicarle que por favor no te vuelva a atender el teléfono. Y eso que todavía, hablando de teléfonos, yo no tenía uno tan sofisticado como para que la adicción realmente me persiguiera fuera de mi casa, como lo hace ahora.
Hace unos días la revista NYMag sacó una nota que compartieron prácticamente todos los docentes y académicos que conozco sobre el modo en que la inteligencia artificial está alterando la evaluación en las universidades norteamericanas. Por supuesto, más allá del foco de la nota, el problema es global, y cualquiera que trabaje en nivel medio o universitario lo sabe: los estudiantes están haciendo todas sus tareas con herramientas de inteligencia artificial. Todas sus monografías, todos sus parciales domiciliarios. Recuerdo cuando empecé a cursar y se hablaba del problema de evitar que los alumnos se copiaran. La respuesta, en muchas materias, eran justamente los parciales domiciliarios, o los exámenes a libro abierto: pensar consignas lo suficientemente complejas como para que los estudiantes necesitaran para responderlas no de contenidos que podían escribir en un papelito, sino de habilidades conceptuales, que solo podían haber incorporado si habían llevado la cursada con atención. Ese tipo de evaluaciones que teníamos que resolver en casa eran también (sobre todo, supongo, para los que disfrutábamos de escribir, que en la carrera de Filosofía éramos casi todos) la oportunidad para lucirse; la oportunidad, también, para hacer algo que se sentía no solo como una evaluación sino como algo que valía la pena. Escribir algo lindo, algo interesante, algo que quizás después continuar; algo que podías incorporar a tu incipiente “obra”, que no era solo una prueba para el docente de que habías cumplido con lo que se te pedía.
Lo interesante de la nota de la NYMag es que señala, con mucha justicia, que el problema no es solo de evaluación, el problema es de aprendizaje. Copiarse siempre requirió cierto oficio y cierto coraje (el riesgo de que te atraparan era alto), y era imposible en monografías o evaluaciones domiciliarias. Hoy, en cambio, resolver una tarea con inteligencia artificial es la cosa más fácil del mundo, y las chances de que tenga consecuencias son relativamente bajas a menos que se sea brutalmente obvio. La sensación, entonces, es que los incentivos para no recurrir a este tipo de estrategias son muy débiles; en la nota, de hecho, muchos estudiantes consultados parecen creer que es incluso ilógico no hacerlo. Una inteligencia artificial no le gana a un experto, o a un buen escritor; pero los estudiantes no son expertos, ni son, en general, buenos escritores. Son gente muy joven que está, justamente, aprendiendo; una inteligencia artificial bien entrenada escribe mucho mejor que muchos de ellos. Escribir sus propios trabajos, entonces, tiene altas posibilidades de garantizarles una peor nota. Por otra parte, en el artículo de NYMag algunos son brutalmente honestos; ya se sienten dependientes de la herramienta, al punto en que no se imaginan cursar una carrera sin usarla.
Algunos profesores que conozco le tienen mucha fe a los software para detectar trabajos hechos a base de inteligencia artificial; yo no. Son fáciles de engañar, y serán cada vez más fáaciles de engañar a medida que las herramientas avancen (y a medida que los estudiantes mejoren como usuarios). Es poco probable que podamos desalinear los incentivos en el futuro cercano: la inteligencia artificial es y será, objetivamente, el camino más fácil y cómodo para aprobar una carrera universitaria sin esfuerzo. Está difícil creer en algo; pero sí tengo que hacerlo, creo que le tengo más fe a la fe. Podemos (y debemos) intentar penalizar a los estudiantes, como lo hicimos siempre, por hacer trampa; pero con este nivel de sofisticación de la trampa, no vamos a tener más alternativa que intentar convencerlos de que, efectivamente, aprender a pensar es valioso e irreemplazable.
No es lo más fácil en el corto plazo ni lo más útil para tener tiempo libre para scrollear, pero te provee con una capacidad de disfrute, de creación y de conversación (la conversación como la capacidad de acercarnos a otros) que ninguna inteligencia artificial te puede dar. Digo que le tengo fe a la fe porque si es cierto que la juventud se está volviendo más religiosa puede que en algún sentido ya haya algo en ellos (en todos nosotros; en los adultos, también) que se siente vacío; algo que nos indica que no todo en la vida puede estar dedicado a la utilidad inmediata. El sentido de la vida tiene que ser algo más. Si esa inquietud está viva, entonces la educación como proyecto todavía tiene alguna esperanza.
TT/MF
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