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Y después es ahora

Mujeridad

Sally Dramé, la niña protagonista de "Los cinco diablos", de Léa Mysius.

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Hace un par de meses vi Ava, la primera película de la directora Léa Mysius. En ese momento la incepté sólo entre amigas muy cercanas y el taller de los lunes. Estaba esperando atenta el estreno de su segundo largometraje que venía prometiendo Mubi, Los cinco diablos. Y si bien esta película es aún un poco más ambiciosa que la anterior -no que tenga nada de malo la ambición- y quizás un poco más confusa, me produjo enseguida esa sensación de experiencia, de comprensión.

Cuando una película me gusta mucho eso que me sucede pasa a ocupar el lugar del conocimiento: no es que haya visto algo lindo, sino que comprendí algo, algo más de ese orden de proceso mental, emocional, vivencial.

En ambas películas uno de los sentidos de las protagonistas va guiando el relato. En Ava, la preadolescente interpretada por Noée Abita está irremediablemente perdiendo la visión al mismo tiempo que comenzando a explorar su sexualidad y ambos procesos parecen ligarse en un nuevo modo de estar en el mundo. 

En Los cinco diablos, la protagonista es una niña de 10 años, Vicky, que tiene un olfato super desarrollado. Puede oler a su madre a metros de distancia y tiene una colección de olores en frascos. No puedo evitar identificarme inmediatamente, con mi hijo Ramón nos vinculamos mucho a través del olor. Ambos olemos mucho todo y definimos muchas cosas en términos del olor. Lo he visto reconocer su prenda de entre muchas distinguiendo por el olor a quién pertenecían las de los demás. Por mi parte yo misma le huelo el aliento cuando está mal de la panza porque hay un olor metálico inconfundible que proviene de su estómago cuando algo anda mal/ se desequilibró. La mamá de Vicky es Adèle Exarchopoulos, la chica bomba de La vida de Adèle. La película se construye de modo fragmentado, va y viene en el tiempo, la niña es la que ve y rige todo. Dice Léa Mysius, autora y directora de la película, acerca de la infancia en sus películas: “No creo en la mirada Disney de la infancia, sino que es una etapa de la vida mucho más compleja, llena de preguntas existenciales. La sexualidad y la sensualidad son otro aspecto relevante.”

Por un recurso de la película, la niña viaja en el tiempo y ve y sabe cosas del pasado de su mamá. A raíz de eso, hay una escena en la que le pregunta, en un abrazo, si la madre la amaba antes de que existiera, pregunta a la que la madre no responde. Me sucede muchas veces que agrego a Ramón a escenas previas a su presencia en el mundo, lo pego en escenas en las que es imposible que haya estado, como si de algún modo mágico, siempre hubiese estado ahí. O como su ahora, retrospectivamente, hubiese desembarcado en todos esos pasados. Algo de esa sensación reverbera en mi con la pregunta de la niña a su mamá.

Hay otra escena, quizás mi favorita de la película, que me hace pensar en mi escena favorita de Drive my car, de Ryūsuke Hamaguchi, la escena en la nieve en la que toda la película se abisma. En esta escena no están en la nieve sino junto a un lago en pleno invierno. El personaje de Adèle acaba de rescatar del agua helada a la hermana de su marido, la mujer que siempre amó, que había intentado suicidarse de ese modo. Pero consigue sacarla a tiempo, gracias a su hija cuyo olfato las conduce al lago. Entonces a toda velocidad, Adèle se saca la ropa, cubre a la amada helada con su pullóver y le indica a su hijita que se acueste encima, que van a darle calor, salvarla con sus propios cuerpos, con el peso de ese amor. Entonces se produce esa escena tan al borde, de Adèle y la nena tiradas encima de la mujer helada, Adèle llora y la nena, desde esa posición, arrojada sobre el cuerpo de la amante de su mamá, le pregunta si se imagina viviendo sin ella, la mujer a la que están protegiendo con su propio calor. Adèle llora y dice que no sabe pero su respuesta suena más a un no. La niña entonces entiende el peso y el significado de todas las cosas, o quizás más el peso que el significado o entiende sin entender y comprende nomás y le susurra al oído a la novia y amor de su mamá, a la que hasta hace poco detestaba, le susurra un No te mueras, y la película, para mí, alcanza su clímax en término de pathos y todo lo demás.

Ramón se agarra una gripe. La sucesión de días feriados resulta ser una sucesión de días de fiebre, cama y películas. Por momentos, tuve reminiscencias del empleo del tiempo pandémico, todo adentro, nada urgente, y como no lo era y estábamos adentro por elección, la sensación de otoño fue feliz. Un poco amarga, por su fiebre, pero también feliz. Vemos películas de un período similar, películas que teníamos pendientes. Hace rato que quería que viéramos Quisiera ser grande. Hace años que no la veía, algunas de las películas de esa época envejecieron bien, y otras no. Esta sí, y de hecho puedo detenerme en detalles como el vestuario de Tom Hanks cuando hace de niño de 13 años, que siempre tiene algo lúdico y colorido hasta que empieza a comportarse como un verdadero adulto, lo que viene de la mano de su relación romántica. La premisa de la película es muy tonta, como la de casi todas las de esa época: una máquina desenchufada que le concede un deseo, en Mannequin una ¿reina? egipcia es víctima de una maldición y reencarna en un maniquí en Macy´s, en los Cazafantasmas hay un portal al infierno dentro de la heladera de Geena Davis en un departamento en Manhattan. Pero a fuerza de entusiasmo y liviandad uno compra y la película va. Aunque esta vez vea de otro modo la escena en la que Tom Hanks le toca una teta a su novia, Elizabeth Perkins, que sí es un adulta de verdad y Ramón me susurre un “qué turbio” y tenga razón. Pero claro, como es un muchacho y ella una mujer, pasa de largo y aquí no ha pasado nada y en su momento a nadie le llamó la atención. 

En ese sentido es como si Quisiera ser grande funcionara como el anverso de Los cinco diablos: un niño en el cuerpo de un adulto, ambos tololos, porque, ¿de dónde se extrae la conjetura de que el alma de ese niño no envejeció también, a raíz de ese deseo otorgado? En ese caso sólo se trataba de un adulto recién estrenado, alguien que no sabe de qué se trata ejercer la adultez, nada que no le pase a varios de nosotrxs. En cambio la Vicky de la película de Mysius es todo lo contrario: una niña que contiene en sí todas las edades, todas las épocas, todos los dobleces temporales. Es como si la película fuera acerca de la mujeridad. En la mayoría de las reseñas aparece la palabra “brujería” y me pregunto, ¿aún? Alguien se vincula con esencias, animales, yuyos y espíritus ¿y es brujería lo que hace?

Me quedo más con la hipótesis de la mujeridad arcaica y esencial, la de la madre mujer, y no por tener hijos, sino por poder tenerlos nomás; la mujeridad encarnada en una niña que todo lo ha olido, que todo lo puede ver y no es ya un ser en desarrollo sino un vórtice, un portal, que ha comprendido lo doloroso que es amar.

RP

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