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Recuerdo

Pablo Calvo, un periodista con un sello inconfundible

Pablo Calvo con su sonrisa típica. "Para vos", decía.

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-Hola, soy Pablo Calvo, lo que necesites, acá estoy-, me dijo, y me puso adelante una agenda inmensa de papel, el bien más preciado de un periodista, eso que muchos escatiman y sólo unos pocos ofrecen.

Era el año 1993, y yo acababa de entrar como becaria a la sección Política de Clarín. Pablo había llegado unos meses antes. Teníamos veintitantos y el sueño intacto de una profesión con la que queríamos cambiar el mundo. Pero entonces, los periodistas nos formábamos a los sopapos. Teníamos el mejor maestro, Julio Blanck, que creía que antes de cambiar el mundo primero había que saber hacer “las pocas palabras”, un apartado de noticias breves que nadie leía y resultaban imposibles de escribir.

Pablo y yo éramos los “che pibe” de la sección, los que hacíamos las breves, las guardias y los temas que nadie quería. Los que no teníamos escritorio fijo y no nos quedaba otra que esperar parados hasta que se desocupe una silla. El era “Pablito”. Yo “Marianita”.  En las cenas de fin de año, nos sentábamos en la esquina sin decir mucho, como los chicos cuando los dejan ocupar un lugar en la “mesa de los grandes”.

Fue el compañero ideal, el que te dice que no aflojes y a mitad de la tarde te trae un café con leche y un alfajor, sus favoritos eran los Capitán del Espacio. No hablaba mucho pero sabía escuchar. Nos volvimos confidentes, de nuestros miedos, broncas y amores.

En una sección de estrellas, Pablo era el tipo que cada día llegaba y saludaba uno a uno con un beso. Su primer traje se lo compró ahorrando monedas de un peso. En otros tiempos, en los de la Convertibilidad cuando la clase media invadía Cancún o Miami, él juntó para irse de mochilero a China. Un destino con el que pocos soñaban al ritmo del 1 a 1.

Con los años dejamos de hacer las pocas palabras y tuvimos nuestro escritorio. Llegaron los hijos y nos salieron canas. Pero siguió siendo Pablito (y yo Marianita). Pablo se convirtió en un periodista con un sello inconfundible, quizás porque nunca pensó que dejar de cambiar el mundo era una opción. Se podrá decir de él que ganó premios y títulos, pero su huella, la que desde ayer nos hace llorar sin consuelo, es que nunca dejó de mirar el mundo con el asombro de un niño.

Podía entrevistarse con el Papa o recibir un premio de García Márquez, pero Pablo era el pibe de Sarandí. Esa era la fibra que latía en sus notas.

Minutos antes que lo llevaran a terapia intensiva, llegamos a enviarnos mensajes. “Acá estamos peleándola”, me escribió y me mandó una rosa.

Dos veces fui yo la que estuve a punto de morir. Las dos veces Pablo fue de los primeros en donar sangre. Ojalá hubiese podido hacer algo para ayudarte amigo. Te voy a extrañar.

MG

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