Bajo la pérgola, unos padres
Vamos a una plaza a hacer un picnic un domingo de calor. Una opción pública y gratuita de veraneo, de vacación. La plaza está menos linda de lo que la recordaba, con parte de sus de juegos vallados, en obra. Lo primero que quiere hacer Ramón es treparse a esas vallas. Recordaba particularmente ese montículo que estaba recubierto de pasto sintético y lo llamábamos “la colina”. Pero ahora la colina es una protuberancia de caucho negro vallado ardiendo al sol. Así empieza nuestra tarde en la plaza de ser papá.
Nos refugiamos bajo una pérgola con bancos de cemento para comer, o jugar al ajedrez. Ramón está menos interesado en el picnic que en los aspersores que entran a funcionar y hacen el resto de la plaza inhabitable. Pica alguna cosita al paso y se va a mojar. Por supuesto y a diferencia de casi siempre, no le había llevado muda de ropa. Por supuesto se empapó. Lo veo que se recuesta sobre un banco al sol, que se seque al sereno nomás, pienso; pienso también, qué poco probable que se le seque el slip de algodón que lleva bajo el pantalón. Y mientras Ramón se adueña de la plaza, yo como y leo. Leo Las Olas, de Virginia Woolf, el tercer libro de ella en el que me adentro. El primero fue Sra. Dalloway y el segundo Al faro. Y creo que en ese orden va mi favoritismo, es decir, de mayor a menor. Las Olas me cuesta un poco. Me costó entrarle, me cuesta aún. Me sucedió algo similar en su momento con El ruido y la furia, de Faulkner, que me costó entender qué estaba leyendo. A Las Olas entro y salgo, que asumo es parte de la propuesta de reproducir el movimiento del mar. Las Olas no me captura del todo y me deja sola en gran parte y eso me demanda pero me gusta. Es como cuando un concierto o una obra se vuelven tediosas, crípticas, y nos abandonan, que en ese ser abandonado a uno mismo, aparece la mente y una se ve obligada a hacer algún tipo de ejercicio, el del aburrimiento, que es el de quedar expuesto a una misma, sin urgencia, sin meta, sin fin. Como cuando iba al gallinero del Colón en el inicio de mi vida adulta, con el abono de estudiantes que ofrecían, en el que no entendía la mitad de los espectáculos a los que asistía pero esa música en ese espacio, mirar el techo, el edificio, a la gente, toda la otra gente en ese gran lugar; la gran nave inicial en la que me imaginaba flotando, con vértigo en la panza, las candilejas, jugar a enamorarme de la figura borrosa de alguien al otro lado del abismo, todos esos trazos en esas paredes, esos kilos de tela que forman el telón. Aburrirse así, arrullado en algo, música por ejemplo, o monólogos escritos por VirginIa Woolf allá lejos y hace tiempo en una lengua que no es esta que Bruguera publicó.
Así que esta tarde en esta plaza, mientras Ramón chapotea y se encarama a arbustos, voy a entrar y salir más que nunca en y de estas olas, bajo está pérgola cubierta de morera y palo borracho que arroja sobre mi mesa flores de pétalos suaves y fucsia, de motitas blanco y negro hacia adentro, de donde sale el palito largo ese llamado pistilo que a pesar de su apariencia, corona el ovario de la flor. Mientras intento concentrarme en estas voces, recibo compañía en la glorieta a esta hora desierta.
El primer visitante es un hombre de más o menos mi edad, ¿acaso un poco más grande?¿O más joven? Difícil de saber. Se dirige hacia un banco de la glorieta que parece conocer bien. Acomoda su mochila a modo de almohada, bajo su cabeza, y se descalza. Acomoda sus zapatillas al lado de su cuerpo que ahora tiende, como si se dispusiera a dormir. Va de negro, tiene aspecto de trasnochado, cara roja, arrebatada, de alcohol, de sol. Puede vivir en la calle, puede estar de gira, puede sólo estar yirando. Parece conocer esta plaza, esta esquina, o las plazas en general. Se recuesta con la cabeza sobre su mochila y se pone a ver su celular. En algún momento deja su celular y descansa.
Al rato llega otro grupo de gente. Es una mujer joven con cuatro niñes que van desde los 9 hasta los 5 más o menos. No reparo demasiado en ellos, no se aquerencian, parecen de paso, suspendidos. Entonces se les acerca un hombre joven en ropa deportiva, bermuda y remera de básquet, de esas musculosas amplias, que en este caso es roja. El hombre joven va informal pero limpio y acicalado. El perfume del hombre joven se llega a oler desde donde estoy. El hombre joven se acerca al grupo de mujer con niñes y ella le da la entrada anunciando “Él es su papá”. ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? ¿Realmente me toca asistir a esta escena? ¿Qué? Me sube calor desde la panza a la cabeza y me ruborizo y agradezco tanto tener este libro sobre el cual refugiarme. Siento, de todos modos, que refulgo. A ellos sin embargo poco puede importarles la mujer que lee en silencio frente a la escena que les está tocando vivir. Les niñes están pasmados, no saben cómo reaccionar. Él entonces empieza a saludar a unx por unx y les regala algo pequeño que saca de su riñonera, una golosina asumo, que agradecen por lo bajo, desenvuelven y comen en el acto. Ese es su papá, ese hombre joven que aparece ahí un domingo en una plaza, ese es su papá. Les niñes miran al piso, no miran a ese papá. El único niño, el del medio, lo mira con sus ojos amarillos impávidos, no entiende nada, quiere entender, lo mira, este es mi papá. A mí se me arremolina todo en la garganta, las ganas de llorar, las lágrimas en los ojos me estallan, ¿este domingo están conociendo a su papá? ¿La mujer joven los trajo a la plaza engañados? ¿No les avisó que bajo la glorieta lxs emboscaría un papá? A los pocos minutos la situación se disuelve y les niñes se van a jugar. Antes de eso llego a escuchar que la cuarta niña es una amiga de Mila, Milagros, la mayor. Ella es amiga tuya, le pregunta a Mila su nuevo papá, y la nena amiga, la cuarta, pienso yo, que le toca asistir de rebote a esta situación. Me pregunto si Mila y su amiga evocarán este momento en algunos años, cuando sean mujeres, y se digan algo como boluda, ¿te acordás cuando un domingo en una plaza apareció tu papá????
Después del momento de la presentación y el reconocimiento, les niñes van a andar por la plaza y van a volver alternativamente a la base donde su mamá y su papá conversan, con distancia, sentados en otro de los bancos de cemento. Les niñes, cuando se acercan, pasan por adelante del hombre joven sin mirarlo, casi como trazando una curva, y se van a sentar o parar del otro lado de su mamá. Es decir, interponen todo el tiempo el cuerpo de su madre presente e implacable entre ese hombre nuevo y el propio cuerpo, el del ellxs. La más chiquita ni siquiera lo mira cuando él le habla, ella mira a su mamá, y responde con monosílabos o moviendo la cabeza. En un momento el hombre nuevo se aleja un rato para comprar una botella de agua helada para todo el grupo y veo en ese momento que la madre y la mayor conversan con intensidad, creo que la madre aprovecha para dar más información ahora que algunas cartas más están sobre la mesa. En algún otro momento ella misma, Mila, la mayor, se empapa con uno de los regadores, como Ramón. La mamá se enoja un poco, le dice así no, y entonces componen una primera escena familiar: la madre tapa a Milagros con su cuerpo desde un flanco, del otro lado y dándole la espalda, está de pie su papá que ahora exprime su remerón rosa repleto de la palabra domingo en inglés, sunday, el día de sol, el día que conocerás a tu papá a los 9 años enfundada en tu remera rosa de domingo, remera que ahora ese padre nuevo exprime mientras te da la espalda para no verte en corpiño por primera vez, primera vez de todo sería, de corpiño, de hija, de vos. El padre recién llegado/ nombrado retuerce tu remera de sunday para que te la puedas volver a poner.
Cuando la escena de la familia reencontrada/ recuperada se estabiliza, el trasnochado recibe una visita. Una niña de unos 3 acompañada por una mujer de pelo crespo corre hacia el señor de negro al grito de “Papiiiiii!!!”. Una sorpresa más, no le atribuía una hija tan chica al hombre que ranchea en la plaza. La niña parece feliz de verlo, la madre menos, la madre guarda una distancia formal, de custodia. La niña le hace el juego del congelado, el padre le celebra la calza florida. Y se van.
El tríptico de familias de la glorieta se completa con un hombre y una mujer modosxs que llegan y se sientan a otra de las mesas de cemento. Van acicalados de domingo, casi no conversan. Entre ellos y sobre la mesa, una botella de agua. No traen ni apuro ni nada, ni siquiera ganas de charlar. Un largo rato después se les une una niña de vincha y mejillas arrebatadas de calor, vociferando, qué dónde estaban, que los lleva buscando un buen rato, que no les encontraba, que creía que se habían ido. Se abalanza sobre la botella de agua, está todo el tiempo a punto de llorar, y sigue increpando con la voz quebrada. Oigo apenas que la mujer le dice que no se dio cuenta, que estuvieron ahí todo el tiempo, que la veían ir y venir pero que creyeron que estaba jugando, que no se le ocurrió pensar que estuviera perdida. La niña recupera el aliento, el agua y la sombra, y cada tanto se vuelve a quejar. La mujer sonríe un poco, como si le diera gracia, el desencuentro, ella tuvo a la niña todo el tiempo bajo su visión; acaso le de un poco de ternura sentirse deseada o requerida, extrañada. El hombre, mudo. ¿Será el padre?
En la semana veo C’mon C’mon, una película del año pasado de Mike Mills en la que Joaquin Phoenix hace de hermano de la gran Gaby Hoffman, un hermano solitario al que le toca convivir con su sobrino de 9 años por un tiempo indeterminado. Gaby tiene que resolver unos asuntos y él se va quedando con el niño al que hasta entonces había visto con suerte para los cumpleaños, por días y días que se van sumando. Por momentos tiene algo de Alicia en las ciudades, de Wim Wenders, el blanco y negro, el hombre que no lo ha elegido, arrojado a paternar de un momento para otro, el día entero con un niñe, con sus tiempos, propuestas, cansancios, cariños. Este hombre nuevo en la plaza, nombrado padre por primera vez, ¿comienza a serlo desde entonces? ¿Alcanza con eso? ¿Se empieza un día, sencillamente se es? ¿O funciona más bien como verbo y sólo se define en acción?
En Las Olas pasan años, aunque en la playa y sobre el mar el día sea siempre el mismo y sólo pasen horas. Esta glorieta hoy se vio estallada de padres: descuidados, tardíos, silentes; y luego la tarde bajó y ya no quedó nadie, ni ellxs ni nosotrxs, para verla caer.
RP
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