Poeta chileno

Llegué a Bertoni a través de Guerriero. Llegué a Guerriero a través de Forn. Y a Forn llegué por una expareja que leía muchísimo, como el fumador que enciende un nuevo cigarrillo con la brasa del que se le acaba de consumir. La afinidad literaria es un ciclo infinito, una especie de Sal de ahí, Chivita, Chivita.
Lo primero que leí del poeta chileno fue Desiderata, ese poema que la cronista Leila Guerriero esparció por todos lados: Piensas que despertar te va a aliviar, y no te alivia. Piensas que dormir te va a aliviar, y no te alivia. Piensas que el desayuno te va a aliviar, y no te alivia. Quedé infinitamente sorprendida por la simpleza con la que ese hombre del otro lado de la Cordillera, ponía en palabras sencillas una sensación secreta.
Algo que quizás yo venía experimentando demasiado seguido, como una especie de coreografía del desasosiego, y no me había atrevido ni siquiera a describir. Una especie de camaradería con la desidia, una forma de decir: Ey, esto es algo con lo que todos convivimos, así como los desayunos, los almuerzos familiares, los trabajos en blanco, el tráfico de las ciudades, las lavanderías.
Encontré en Bertoni la simpleza de lo insoportable, el uso de los sustantivos comunes para quitarle y no quitarle peso a las cosas. Aunque yo creía que no, por como vi que hilaba el pensamiento, Claudio Bertoni está vivo. Desde que regresó a Chile en el año 1976, vive en la ciudad costera Concón y desde ahí escribe, saca fotografías y lleva adelante su obra como artista visual. Antes de esos años viajó por el mundo, publicó su primer poemario en Gran Bretaña en 1973, El cansador intrabajable: Esta es la hora de Once, que cuando entro en el comedor, cae la noche como un vestido, y la niebla se asoma en la ventana, como cien niñitos.
Llegué al poema Adiós porque viajé a Chile el año pasado, gracias a la invitación de la Universidad Diego Portales, para llevar a cabo una clase magistral sobre un tema sobre el que eligiera exponer. Elegí hablar de la creación de personajes, de cómo la tienda de ficciones que vemos, leemos y espiamos permanentemente, nos vuelve creativos sin que lo sepamos del todo. Había viajado a Chile solamente una vez, cinco años atrás, para presentar mi primer libro de cuentos. Fueron pocos días pero me volví a Argentina con una sensación definida, que Santiago de Chile estaba repleta de skaters y de poetas, de todas las franjas etarias posibles, se movían sobre patinetas y hablaban como si su discurso se los hubiera escrito alguien antes. Como si el orden que tuvieran las palabras fuera algo que todos deberían respetar.
Al regresar volvi a sentir lo mismo. Quizás con menos patinetas esta vez. Ya dentro de la Universidad tuve la posibilidad de acceder a la librería-biblioteca, donde estaban todos reunidos los libros del sello que llevan, Ediciones Universidad Diego Portales. Libros de gran tamaño, colección de crónicas de narradores latinoamericanos en tapas blandas y de colores, colección de poesía chilena en libros más grandes aún, en tapas blanco y negro, con fotografía de sus autores casi siempre mirando a cámara. Un Rodrigo Lira de anteojos de marco grueso, Nicanor Parra mirando a lo lejos, apoyado en la baranda de un balcón, Enrique Linh recostado y agobiado en un sillón, en un living con luz de mediodía.
¿Qué hacía yo, parada delante de todo ese patrimonio? Extranjera y admirada, iba detrás de todos esos rostros pensando cuál debía llevarme, entre el dinero que traía, el espacio en la valija, y la influyente información de que muchos de esos títulos no se conseguirían en Argentina. Entonces ahí lo vi, sentado delante de una biblioteca evidentemente desordenada.
Con el peinado de alguien que guarda muchos secretos, lentes de marco finito, casi inexistente, un gesto en la mano como de llevar un cigarrillo encendido aunque no, aunque no lleva nada. De brazos cruzados, prestando atención a alguien detrás de cámara, que le habla de algo que conoce. Claudio Bertoni, otra vez, después de haberlo conocido en su Desiderata, reconociendo que no hay escape, que todo es un sinfín de desidia con alguna que otra anécdota amable entremedio. Bertoni con el idioma en apariencia sencillo, chabacano, y un poquito suicida. Bertoni con el poema largo que tituló Adiós, publicado en el 2012, bajo una estructura de cuadernos con notas, fechas y horarios. Una especie de conteo de los días, de las horas, después de que una mujer lo abandonó, que podría ser también -por qué no- la agonía de una enfermedad mortal.
Eres un defecto, Callar hasta morir, No te quiero ver, es cierto, ¿qué vería?, Juegas con mi animal. (...) Me cuesta todo, pelar un tomate. 11.45, Rivotril. (...) Paja como a las 3. Estás demasiado viva. Aspirina. Eres una chispa de la que huyo y persigo. Escogí una vida que se termina. Salud egoísta.
MC
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