Representar la muerte
La semana que murió se llevó a la tumba dos representaciones públicas de la muerte que reafirman que si de necropolítica se trata, no hay subjetividad en la Argentina que no opere cual florería tradicional aledaña a un cementerio: la tapa de revista “Gente” sobre femicidios y la marcha del sábado pasado sobre vacunatorios, vacunados y vacunación. En ambos casos, representar la muerte tuvo que parecerse demasiado o del todo a la muerte misma, como si montar el fin de algunas vidas no admitiera más que féretros, cuerpos inertes, negro dominante, sangre, golpes, dolor actuado y decesos legítimos versus inocentes a preservar. Como en otros órdenes del país, cunde la recreación y se extingue la representación.
Condenada a perpetua, la Argentina está presa de binarismos que tan bien expresan esas falsas máximas del tipo “El amor vence al odio” -que imagina un amor puro versus un odio fácilmente situable, quién pudiera-. O aquella que promete sembrar vida donde abunda la muerte, consigna propia de una sociedad que se resiste a absorber que matar es sostener el sistema. La muerte es una mercancía que casi nadie se niega a vender.
Once años después de que la filósofa mexicana Sayak Valencia publique Capitalismo gore y siente las bases de este período histórico de la economía latinoamericana -la muerte es un commodity- la revista “Gente” y la marcha en cuestión sostienen un diálogo inimaginable para ambas partes, pero diálogo al fin. En la tapa de la publicación la actriz Florencia Peña actúa violencia física en un número especial, lanzada a la promoción de una serie de “causas grandes” (violencia machista y recursos naturales entre ellas). Por su parte, en la movilización “anti VIPs”, las ya “célebres” bolsas de muertos por Covid -o bolsas de muertos por falta de sputniks- cuelgan de Casa Rosada. Todo a la venta.
Prima facie, el denominador común de ambas imágenes sería el Estado, que mata a muchas y protege a otros (Gente) o que mata a todos y salva a algunos (bolsas). En segunda instancia, la coincidencia estaría dada justamente por la condición de residuos. Como se ha dicho muchas veces ya, que los cuerpos de mujeres asesinadas por hombres vayan a parar a bolsas de consorcio potencia su residualización. Que otros cuerpos también se sientan basura o deshecho, parece ser un modo de pretender igualarse con aquellos, o al menos disputarles capacidad de indignación colectiva. Si todo es detritus, nada es detritus. Para ilustrar bolsas, ponemos bolsas. Para ilustrar muertas, ponemos muertas. Y lágrimas de una mujer viva.
En cualquier caso, la escena pública argentina simula una disputa entre a quiénes se duela más y a quiénes nada; qué duelos son más populares y qué velorios permanecen velados. Por quiénes lloran les que lloran. En el medio, una estética compartida, que poco o (mejor dicho) nada ayuda al reestablecimiento de jerarquías indispensables: contra las mujeres el Estado desató una guerra magnánima. Ningún otra batalla se le parece, aunque se maquillen igual.
No es entonces que la vida no valga nada, como cantaba Pablo Milanés: es que las muertes valen mucho. Esa es la milonga de la actualidad. Así, cualquier proyecto que busque ingresar al presente y ponerse a conversar con él (desde una revista de actualidad hasta una acción política en redes sociales) cree tener que presentar carnet de funebrero dispuesto al sepelio de algunos y no de otros. Antes, debería preguntarse también por qué estaba afuera del presente y cómo quiere intervenir en él.
Secuestrados por el hiperrealismo como género definitivo, los clamores en contra del horror tuiterizan sus imágenes. Los objetos que asoman en una protesta contra la represión policial, a vuelo de cuervo, terminan peligrosamente emparentados con los bebitos hechos de cartapesta que itineraron hasta hace meses por todo el territorio. ¿Qué le ocurrió a la historia de las imágenes que un acontecimiento de poderosísima expresivisidad como “El siluetazo” de septiembre de 1983 es impensable hoy? En aquellos días, los artistas visuales Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kessel imaginaron con Madres de Plaza de Mayo siluetas alegóricas a los detenidos-desaparecidos. No hace falta describir el devenir de esa imagen y su sofisticada eficacia. Claro, no existían los teléfonos celulares con cámaras.
En palabras de la teórica Judith Butler, defender a les siempre indefendibles implica ser agresivo en la no violencia y afirmarse en la denuncia. Los correlatos iconográficos de esta propuesta -agresividad con calma- difícilmente puedan alojarse en una historia de Instagram desde el lugar de los hechos. El derrumbe simbólico es tal que espectacularizar la muerte es también ya sinónimo de hacerla serie de Netflix. Todo va a parar a la figuración y toda figuración es ahora literal.
En la década de 1870, una fotografía de cráneos de bisonte en Estados Unidos documentó la matanza de millones de indios. Matar a animales fue el puntapié de un genocidio contra los indios de las Llanuras. Cabezas de animales en representación de cuerpos humanos. Ninguna muerte importa más que las otras pero para la energía misteriosa de la historia, la foto de la montaña de restos de búfalos alcanza para graficar el exterminio indígena. No por sustitución. Por fuerza.
FT
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