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Y DESPUÉS ES AHORA Opinión

Veinte años de mucho

¿Cuánta gente va a poder seguir pagando un alquiler, en esta ciudad?

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Este año se cumplen veinte años de muchas cosas. Estoy por cumplir 44. A los 24 algo de mi vocación se había afianzado, estudiaba actuación, participaba en obras como actriz, cursaba la carrera de dramaturgia, dirigía mi primera obra y me publicaban mi primera novela.

La semana pasada vi Operación Travesti, un documental sobre el disco de Daniel Melero, ¿25 años? después. En el presente, Melero habla y dice que su compromiso es con la vocación, la amistad y el amor. Me resonó eso, y me pareció hermoso.

Hace veinte años también iba al Bafici y veía películas de Ezequiel Acuña, Luis Ortega, Albertina Carri, Santiago Loza. Me quedaba religiosamente a las preguntas y respuestas y absorbía todo lo que se podía absorber.

Este año en el Bafici, además de la película sobre Melero, veo Arturo a los 30, de Martín Shanly, que no iba al Bafici hace veinte años porque tenía solo diez. La película de Martín es hilarante, triste, inteligente. Martín dirige y se retrata en su alter ego Arturo con gracia, pericia, decisión. Esta película tan buena, hecha contra toda la adversidad, detenida por la pandemia y vuelta a impulsar me devuelve lo más fresco de espectadora en mi, una que se sorprende y aplaude con una sonrisa en el rostro.

Tuve conflictos laborales esta semana: comprobamos que no vamos a llegar con obra completa para cuando pensábamos y eso desató una serie de conflictos laborales y afectivos. También y desde febrero que el dinero es un problema por su escasez. Hacía por lo menos 8 años que no me preocupaba así. O que no estaba tan vacía mi cuenta. Desde el primer año de vida de Ramón en el que casi no trabajé. Pero ahora sí, ahora sí que trabajo y aún así. Gasté más plata de la que podía en las vacaciones en Traslasierra y arranqué el año muy averiada económicamente. Hace mucho que no me pasaba. Todos tardan en pagar, nadie en aumentar. Yo no tardo en pagar. ¿Por qué tardan los demás? No sé a qué conclusión hacer que me lleve esto. ¿Debería trabajar más? ¿Sería esa la medida? ¿Trabajar menos, si igual se paga poco?

Mi hijo Ramón cada tanto me pregunta a qué clase pertenecemos. Ayer nomás en el 42 atestado de gente que volvía a sus casas de trabajar, con sus bolsillos no mucho más llenos que los míos, me dice que nosotros somos de clase media y ahí hace un gesto con su manito con la palma abierta hacia abajo, como aplastando el aire, una mano que desciende, para abajo abajo, le digo que tan abajo no, que media pero no baja, se está midiendo con una compañero de la escuela que tiene una computadora para él sólo, en su propia habitación. Pegado a eso me pregunta cuánto vale un iphone, que no tengo la menor idea le digo, la plata, el dinero, y qué es lo que se puede comprar, es algo que le interesa también a él. Le digo que estamos bien y que a él no le falta nada y callo, ¿quién soy yo para largar semejante aseveración?

Hace veinte años me preocupaba muchísimo el dinero, o más bien, cómo ganarlo, con esta profesión incipiente. De hecho, hace justo veinte años recién se empezaba a estabilizar eso. Me fui de la casa de mi madre y padre a los 22, nada más y nada menos que en diciembre del 2001, el diciembre aquel. Firmamos el contrato por 400 dólares o pesos por mes, el PH en Parque Centenario, entre tres. A la semana se pesificó. Pasamos a pagar 400 pesos entre tres, que igual había que pagar. Tenía unos ahorros en cheques de viajero de una película en la que había actuado, así que una vez por mes más o menos iba a Plaza San Martín al local de American Express a cambiar mis cheques de a cien dólares. Con ese valor en pesos y en la casa compartida, iba bien. Ese año siguiente hice una publicidad, la única que hice en mi vida, era un protagónico y también me pagaron bien para lo que era mi nivel de vida y así fui tirando. Después en algún momento ya se armó la bola laboral y de proyectos y con un nivel de vida discreto, con altibajos pero nunca tan bajos como para tener que volver al hogar familiar, viví y alquilé.

Hace dos años, cuando leí El diario del dinero, de Rosario Bléfari que editó Mansalva, se me frunció el corazón. ¿Cómo podía ser que una artista como ella estuviera constantemente haciendo cuentas y preocupada por el dinero? ¿Por qué no habíamos hecho un fideicomiso entre todos los que la queremos y admiramos para que no tuviera que preocuparse ni un segundo y sólo vivir y crear?

Ahora soy dueña del departamento en el que vivo. Mi madre y sus hermanos vendieron la casa de sus padres hace algunos años y con eso que le tocó a ella más una diferencia que pude poner yo, compramos este departamento. Por eso cuando Ramón aplasta el aire con su mano hacia abajo le digo que tanto no, que poseemos el departamento en el que vivimos, y que eso ya es un montón. Si yo ahora, además de todo, tuviera que estar pagando un alquiler, bueno no podría estar pagándolo. Debería estar viviendo con otra gente, mínimo. Y más lejos. O bueno, trabajando muchísimo más. Que, nuevamente, no es garantía de estar ganando muchísimo más.

Hace un rato una amiga me dijo lo que le pagan por un trabajo en el Colón. Hace años que todos trabajamos precarizadísimos en el teatro oficial y encima hay que andar agradeciendo y sonriendo en fotos por el sólo hecho de pertenecer al 1% que puede acceder a esas plazas y nadie diciendo “pero esto es precarización laboral”. Para eso prefiero precarizarme sola y con honra y no precarizarle a alguien más.

Nunca pude entrar en la rueda del dinero del todo, en eso me siento un poco como Rosario. Es decir, me importa y lo necesito lo suficiente como para no tener que prescindir de las necesidades básicas ni preocuparme por cuántos productos me llevo del chino. O si puedo o no ir a comer a tal o cual lugar. O para poder vacacionar en Traslasierra cada tanto, cada verano de ser posible, nunca en hoteles, siempre en casas de a varios.

¿Es una columna rancia la de hoy? Un poco. ¿Me siento rancia yo? Para nada. Yo tengo fe. Creo en lo que hago y en lo que hace un montón de gente que tengo lejos y cerca. Pero hoy camino a la escuela de Ramón, aparte de los que ranchean en las afueras del Parque Centenario, vimos a 3 personas durmiendo en la calle, envueltas en frazadas, que antes no. Tres personas en una mañana fresca de otoño, envueltos en telas, a la intemperie, con sus cabezas sobre sus mochilas. Eran tres hombres jóvenes. Ramón me pregunta si llovió, porque los techos de los autos están mojados. Le hablo del rocío, no sabe lo que es. Ese rocío cayó sobre esos hombres también. Ellos no estaban durmiendo en esos pisos ni ayer ni el mes pasado. ¿Cuánta gente va a poder seguir pagando un alquiler, en esta ciudad? En Floresta implota un piso, por sobrepoblación. Y todo eso sí que es rancio, rancio de verdad.

No sé exactamente qué dice esta columna que mezcla todo, vocación con profesión con sueldo con dinero con ley habitacional. Quizás sólo quería compartir un poco algo acerca de la combinación de estas variables, trabajo dinero sustento hogar, sin las cuales nadie es nada en una ciudad. Y justo veinte años después. Tan cerca del 2001 y las asambleas y la gente que se empezó a juntar en las plazas. Ojalá no vuelva a ser 2001. Mi amiga Cynthia dice que el tiempo avanza de modo espiralado. En realidad no lo dice acerca del tiempo, lo dice acerca de la ficción: dice que en la ficción, en un relato, hay que volver a pasar por el mismo lugar pero que no sea el mismo lugar, que algo se haya elevado o progresado, como en una espiral. Si ahora viviéramos un reflejo de aquel 2001, que sea espiralado o pasado por una espiral, ¿pero de qué manera? Aunque sea, la de habernos agrupado, la de haber empatizado, que siempre es lo único que nos salvará.

RP

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