La vida normal
Salvé a una mujer de morir. Paré el tránsito con mi cuerpo. Los autos frenaron casi en mis pies. Tres hombres la sacaron de la calle, ella se resistía y tiraba patadas al aire. Quería golpearme. Uno de los hombres me dijo que me fuera, que si no la que iba a morir era yo. Un par de días después la crucé por el barrio. No parecía estar tan mal como para querer morir. No quería que me viera y no me vio, aunque no pude dejar de mirarla. No parecía estar tan bien como para soportar toda una vida.
Claudia Dorado, nunca te lo dije, pero yo olía tu campera azul en las clases de gimnasia. Me esforzaba para estar detrás tuyo en la fila y en un movimiento preciso oler tu campera. Era el único esfuerzo que hacía en la clase. Era lo que me salvaba de las burlas por no hacer bien el salto al cajón; mi reto privado.
No era amiga del vecino. Nunca hablamos de cosas privadas. Ni siquiera sabíamos nuestros apellidos. Se fue a vivir con la novia y puso su departamento en alquiler. Al principio pensé que estaba bajo los efectos del puerperio o que esa angustia tenía otro origen. Una vida buscando el origen de la angustia. Ahora lo entiendo. Era un vecino muy amable y atento. Cuando era más joven me parecía atractiva la gente mal educada. A la amabilidad se la valora con los años.
Con esta cara salí, creí que no volvía. Con esta cara compré cosas porque creí que las necesitaba. Con esta cara busqué durante años la cura para mi enfermedad. Con esta cara seguí enferma. Con esta cara y con esta cara.
No importa tu historia personal, esa anécdota que de tanto contarla te resulta extraña. No importan esas personas que ahora son fantasmas. Todos necesitamos algún consuelo por vivir con estas reglas y en este mundo.
No, ya sé que de esto no se muere nadie. Pero para que me entiendas, es como si estuvieras corriendo por el pasto y de golpe te pusieran una mochila llena de piedras y te dijeran: ah, no sé cómo se saca, corré con eso.
Te ponen en el mundo y no te enseñan algunas cosas, y vas así con lo aprendido. Y de golpe pareciera que hablás otra lengua. Te mirás en el espejo para entender y ninguna de las partes de tu cara tiene una respuesta.
Un día aprendés a nadar y nadás y nadás y nadás. Cruzás toda el agua y te quedás en esa costa porque ahí parece que todos hacen más o menos las cosas como vos. Hasta que crece la marea y todos hacemos el mismo gesto inútil.
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