Resistencia afgana desde Barcelona: una activista refugiada lucha por la educación de las niñas bajo el régimen talibán

Cuando Zuhal tiene un mal día o se siente sola, le reconforta leer una cita de su padre que ha colgado en la pared de su habitación: “No seas la hija de tu padre, sino la hija de tu sabiduría, ya que tu sabiduría hará que el nombre de tu padre perdure”. Zuhal vive desde hace medio año en Sant Cugat del Vallès, una ciudad situada a media hora de Barcelona, y participa en un programa de protección de defensores de derechos humanos de la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo. Su padre, profesor de biología en un instituto, permanece en Kabul junto al resto de la familia.

El 15 de agosto se cumplirán cuatro años desde que los talibán retomaron el poder, cuando entraron en Kabul sin resistencia militar significativa y provocaron la huida del entonces presidente Ashraf Ghani. Ese día marcó el colapso del gobierno respaldado por Occidente y el inicio del segundo régimen talibán en el país, 20 años después de haber sido derrocado en 2001 por la invasión liderada por Estados Unidos. El colapso coincidió con la retirada de las tropas estadounidenses y aliadas, como parte del acuerdo firmado en Doha en 2020.
Borradas de la vida pública
Han sido cuatro años marcados por profundos retrocesos en los derechos humanos, especialmente para las mujeres y las niñas, que han sido borradas de la vida pública y han sido privadas de sus derechos más básicos. El Ministerio de la Mujer ha sido disuelto y en su lugar se ha creado el “Ministerio para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio”. No hay ninguna mujer en el gabinete talibán ni en altos cargos públicos, ni en la judicatura, fiscalía o en cargos municipales.
Human Rights Watch y otras organizaciones hablan de “apartheid de género”. Esta represión ha desencadenado una grave crisis de salud mental entre las mujeres del país: Afganistán es el único país del mundo donde las tasas de suicidio o de intentos de suicidio son más altas en mujeres que en hombres.
Zuhal, que cumplirá 22 años en agosto, nació y creció en Kabul. A los 14 años, empezó a colaborar con la ONG catalana Ponts per la Pau (Puentes para la Paz), que proporciona formación profesional y educación a mujeres y niñas, hasta convertirse en la coordinadora de toda la red nacional.
La activista creció en una familia numerosa: es la cuarta de cinco hermanos. Su hermana mayor, de 30 años, es abogada, aunque ya no puede ejercer. La menor, de 14, tiene prohibido ir a la escuela. Uno de sus hermanos es farmacéutico y el otro, informático. Todos siguen en Kabul.
“Mis padres siempre me han apoyado. Son mis amigos, mi modelo a seguir. Cuando tomé la decisión de marchar, me dijeron, 'confiamos en tus decisiones. Nosotros sentamos las bases; ahora tienes libertad para elegir tu camino'”, explica Zuhal en un encuentro que tuvo lugar en una cafetería de Sant Cugat.

Desde su llegada a esta tranquila localidad, la joven ha ido adquiriendo hábitos que ahora mismo son impensables en Kabul: desplazarse sola en bicicleta, cruzar parques de noche o ir a la biblioteca a estudiar.
Llega al encuentro en bicicleta, cargada con una moderna mochila impermeable llena de libros. En un perfecto inglés, cuenta que está aprendiendo castellano y catalán para poder estudiar Ciencias Políticas en Barcelona.
“Mi padre siempre me decía que si hablas un idioma piensas como una persona, si hablas dos idiomas, piensas como dos personas, si hablas muchos idiomas, tu mente se abre al mundo”, explica.
Antes de la vuelta de los talibán al poder, Zuhal quería estudiar Ciencias Políticas en la Universidad de Kabul y se formó en violencia basada en género, protección, salud mental, gestión de conflictos y liderazgo. De la noche a la mañana, y a golpe de edictos, los talibán acabaron con su sueño de poder estudiar en la universidad: “Primero pensamos que se trataba de un cierre temporal, una medida provisional, ahora visto con la perspectiva de cuatro años, fuimos un tanto ingenuos”, lamenta.
Su labor como activista le abrió la puerta a poder entrar en el programa de protección de defensores de los derechos humanos. Reconoce que fue muy duro para ella tomar la decisión de marcharse de Afganistán porque está muy unida a su familia: “Pero pensé: si comparo la cifra de familiares que echo de menos con la cifra de personas a las que puedo ayudar alzando mi voz, la decisión está clara. Escogí entre mi familia y las niñas y jóvenes de mi país. Me decanté por la cifra más alta”.
Sin derecho a la escuela
Afganistán es ahora el único país del mundo donde las niñas no tienen derecho a asistir a la escuela secundaria. Hasta la fecha, estas restricciones han afectado a alrededor de 1,5 millones de niñas afganas.
Según un informe de la UNESCO, si la prohibición continúa hasta 2030, más de cuatro millones de niñas se verán afectadas. La organización denuncia que el régimen talibán ha anulado dos décadas de progresos, amenazando el futuro de toda una generación.
A ello se suma la prohibición de que mujeres trabajen, salvo en unos pocos sectores. Se les impide desplazarse si no son escoltadas por un mahram, un pariente masculino, como padre, marido o hermano. No pueden acceder a parques o gimnasios. El código de vestimenta es estricto y sanciona a los hombres en caso de incumplimiento de las mujeres y las niñas de la familia, lo que ha convertido, en muchas ocasiones muy a su pesar, a los padres y hermanos en colaboradores del sistema policial para esquivar sanciones que podrían suponer la ruina para la familia.
La ONG Ponts per la Pau impulsa programas de apoyo psicosocial a las mujeres, alfabetización y también les da herramientas para que puedan ser emprendedoras, ya que hoy por hoy todavía tienen permiso para hacer trabajos artesanales. “Tenemos que apoyar a las mujeres para que puedan tener una fuente de ingresos. Los talibanes les permiten hacer trabajos artesanales así que disponemos de un pequeño espacio que les permitirá ganar dinero para tener pan”, explica Zuhal.
Asimismo, la organización ha tejido una red de escuelas y bibliotecas clandestinas para las niñas; aulas en los sótanos o en las despensas de algunas casas, para que puedan estudiar en grupos reducidos o, cuando no es posible, sin moverse de su casa. Cuentan con el apoyo de muchas profesoras que perdieron el trabajo con la llegada de los talibán. Más de 700 niñas estudian hoy en estos espacios ocultos, con la complicidad de sus familias. “Deberíamos conseguir que cada hogar en el que vive una niña se convierta en una escuela”, afirma Zuhal. “Si un miembro de la familia recibe educación, toda la familia se beneficia. Y si transformamos una sola mentalidad, ya es un logro”. “La mentalidad talibán ocupa el espacio público, pero también penetra en los hogares. Es importante no normalizar esta situación y repetir una y otra vez que no se puede privar a las mujeres y a las niñas de sus derechos”, señala.
“La cifra de 700 niñas no es suficiente; tiene que crecer exponencialmente. Cada niña que estudia influye en su familia. Si tenemos en cuenta que las familias afganas son muy numerosas, tenemos un gran impacto en la comunidad cada vez que logramos que una niña o una mujer entre en nuestro programa”, subraya la activista. “Cambiar la mentalidad de una persona ya es un logro. Mis tíos, al ver lo que he conseguido gracias a la educación, animan ahora a mis primas y sobrinas a seguir mi ejemplo”.

En un país donde muchos jóvenes sueñan con dejar los estudios para emigrar, los padres de Zuhal les enseñaron a priorizar la educación sobre el dinero. “Aunque a veces apenas había dinero en casa, siempre había para pagar la matrícula y el material escolar”. Su madre, que huyó a Pakistán durante el primer régimen talibán, terminó secundaria pero no pudo ir a la universidad: “Ella y mi padre querían cruzar la frontera con mis dos hermanos mayores. Mi madre, que es muy fuerte, logró cruzar embarazada de mi tercer hermano, y con los dos pequeños de la mano”, explica Zuhal: “Mi padre no pudo cruzar, se quedó atrás”.
El exilio generación tras generación
La experiencia del exilio se repite en Afganistán generación tras generación. “Yo soy la semilla que plantó una mujer afgana que se exilió muchos años antes que yo”, indica Zuhal.
Esa mujer es Nadia Ghulam, una activista y escritora afgana que desde 2006 vive en Badalona y que es la fundadora de Ponts per la Pau. La vida de Nadia cambió en 1991, durante la guerra civil afgana, cuando una bomba destruyó la casa familiar. Nadia resultó gravemente herida y pasó seis meses en el hospital, donde fue sometida a catorce operaciones. En ese momento, los talibanes habían tomado el control del país y su familia había quedado en la ruina. Su hermano había muerto, su padre estaba enfermo y ninguna de las mujeres de la familia podía trabajar ya que les estaba prohibido. Fue en ese momento cuando Nadia, que tenía once años y todavía se recuperaba de las secuelas del ataque, decidió suplantar “por unos días” a su hermano para poder trabajar y mantener a la familia. Terminó viviendo como un hombre durante diez años. Hizo trabajos físicos muy duros, a pesar de su edad y constantemente cambiaba de pueblo para que nadie descubriera su secreto, que se hacía cada vez más difícil de ocultar. La activista recuerda que “las mujeres, las niñas y las personas vulnerables siempre son los más afectados por las guerras y la violencia” y la historia de Afganistán en el último siglo es una sucesión de guerras, intervenciones extranjeras, regímenes inestables y una población atrapada en un conflicto casi permanente.
“Generación tras generación, las mujeres de Afganistán han luchado para defender sus derechos, mejorar sus vidas y las de sus hijas. Mi madre y la madre de Zuhal han luchado para que nosotras nos convirtamos en lo que somos”, dice Ghulam.

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