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Opinión

Barenboim, Waters y Madonna en el conflicto israelí-palestino

Daniel Barenboim

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Daniel Barenboim es un referente que excede al mundo de la llamada alta cultura. Los últimos y atroces episodios del conflicto israelí-palestino le asignaron otra vez un papel casi solista en el ejercicio de la crítica azorada: refugiado en la autonomía del arte, barnizado por la lógica del espectáculo, el mundo de la música, tanto clásica como popular, se abstiene de tomar posición. Barenboim, no: insiste, aunque con un dejo de resignación. “Tener esperanza en la situación que tenemos hoy es ingenuo”, le dijo a la cadena de radios alemana WDR.

El creador de la Academia Barenboim Said y la West-Eastern Divan Orchestra, fundada en 1999 como un laboratorio de entendimiento, sabe que, si bien la orquesta es un ensayo en diminuto de una sociedad mejor y posible, su éxito no es de ningún modo trasladable a la esfera social y la política. Lo de Israel y Palestina adquiere para él un calado humano desesperante al involucrar a “dos pueblos que están convencidos de que tienen derecho a vivir en la misma pequeña tierra, y si es posible sin el otro”. Cuando viene a Buenos Aires se rige por la prudencia: las iniquidades de su país natal no lo conminan a enardecerse. Su cordialidad ecuménica en Argentina puede parecernos irritante, tratándose de un hombre sensible a los asuntos públicos, pero eso no debería hacernos olvidar su fuerte compromiso en favor de una paz cada vez más utópica en Oriente Medio. “La ocupación no es una condición que realmente se pueda mantener para el futuro ¡Debe terminar!”.

A la WDR no se le pasa por alto que el extraordinario intérprete y director “elige sus palabras con cuidado” para hablar en su país de residencia, Alemania. Allí, las discusiones sobre Oriente Medio se han convertido en un caldo de cultivo del antisemitismo más procaz. El presidente del Consejo Federal de Inmigración e Integración, Memet Kilic, acaba de advertir que Alemania no es un “boleto gratis para el discurso de odio”. Acota al respecto Barenboim: “Acá no podés hacer declaraciones antisemitas contra Israel. Tenés que poder criticar al Gobierno sin hacerlo frente a la sinagoga, como sucedió el otro día. Eso es muy peligroso”.

La sobriedad no le quita lo valentía. Cuatro años atrás había publicado un largo artículo sin eufemismos: en “10 de junio de 1967-10 de junio de 2017: 50 años de ocupación israelí” denunció la existencia de “una situación moralmente intolerable”. Para Barenboim, “incluso aquellos que piensan que la Guerra de los Seis Días era necesaria para defender a Israel, no pueden negar que la ocupación y todo lo que ha venido después de ella es una catástrofe absoluta. No solo para los palestinos, sino también para los israelíes”. Radicado hace un cuarto de siglo en Berlín, cree que Europa y, en particular, Alemania, debe priorizar la resolución de una disputa sobre la base de la seguridad de Israel y el reconocimiento de Palestina como estado independiente. 

La contracara virtual de Barenboim es por estas horas Roger Waters. Si hubo un tiempo en el que el rock pensó en el poder de las canciones para cambiar el mundo, ahora parece tratarse de un trino en Twitter. El ex Pink Floyd es un asiduo usuario. La plataforma es su tribuna de doctrina permanente. “¿Te gustaría, Joe Biden? Estás sentado en tu casa, donde tu familia ha vivido durante cientos de años. Y algunos vienen y dicen, eso es nuestro. Soy un colono y voy a quitarte tu casa. No me importa lo que hagas. Morir, eso sería lo mejor”. Los músicos de su generación, algunos de ellos condecorados con la orden imperial, suelen ser más proclives, como nuevos aristócratas, a la caridad. Algunos han balbuceado a favor de una distribución más equitativa de las vacunas. Pero están más ocupados por los males que les trae el streaming.  El autor casi completo de The Wall es, en cambio, miembro del movimiento Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) contra el Estado de Israel desde 2011. Ha sumado a esa causa a Elvis Costello y Brian Eno. El mismo año en que Barenboim escribió su sonoro artículo, el septuagenario bajista se involucró en una discusión pública con Thom Yorke, por la decisión de Radiohead de presentarse en Tel Aviv. Waters prestó en aquel 2017 su voz en off para Occupation of the American Mind, el documental de Loretta Alper y Jeremy Earp sobre el modo en que la maquinaria mediática relata en Estados Unidos el conflicto en Oriente Medio. “Es una de las mejores herramientas de activismo que he visto”. 

Retengamos esa palabra: activismo. Es evidente que el ex Pink Floyd lo ejerce de un modo anacrónico. Eso al menos dirían los artivistas. El reemplazo de la “r” por la “c” no es una errata. El artivismo intenta hibridar arte y el activismo para construir nuevas herramientas comunicativas y de transformación. Es una práctica situada, lejos de los ámbitos académicos y museísticos, de los cánones estéticos y los hashtags. Una manera colectiva (sin stars) de intervenir, muchas veces sorpresivamente. Apunta a la construcción de ciudadanía y no consumidores. Nada más lejos que la militancia twittera y el megusteo que limpia conciencias. A veces hasta las buenas intenciones quedan bajo sospecha. En medio del estallido social colombiano, Carlos Vives, un cantante tan popular como volátil, expresó su solidaridad con los manifestantes. “Si la marcha es para que no maten a nuestros niños en los rincones del país, yo marcho”, escribió y no pudo evitar los vituperios de la senadora uribista, María Fernanda Cabal. “Comience por repartir su fortuna entre sus hermanos. La igualdad debe ser frente a la ley. El resto es paja”. 

Seguramente el pudiente Waters debe recibir mensajes similares cuando hunde sus dedos en el barro de las redes sociales. Recientemente ha glosado a B'Tselem, una importante organización israelí de derechos humanos, y a Human Rights Watch, que han coincidido en la caracterización de Israel como “un Estado de apartheid”, para la ira del Gobierno de ultraderecha de Benjamín Netanyahu. De esa forma, quizá de manera involuntaria, recuperó una controversia nunca saldada de los músicos sajones con lo sucedido en Sudáfrica a fines de los setenta y a lo largo de la década de los ochenta. Varios artistas desobedecieron el boicot internacional y viajaron a entretener a un público suprematista. El Centro de las Naciones Unidas contra el Apartheid llegó a elaborar una lista de la vergüenza que incluía a más de 500 personas, entre ellas Ray Charles, Cher, Frank Sinatra, Rita Coolidge, Ann-Margret, Johnny Mathis, Linda Ronstadt, Neil Sedaka, America, Village People y Paul Anka. Luego fue añadido Queen. Sinatra viajó de Ciudad del Cabo a Buenos Aires, donde realizó sus conciertos. El grupo de Freddie Mercury se presentó en Sudáfrica en 1984. Lo que ambos comparten en relación con la Argentina es que merecieron el más que amigable trato de la dictadura. El general Roberto Viola, presidente de facto, obró en ambos casos como anfitrión y fan. 

Más allá de las discusiones sobre el “coeficiente de segregación” en Israel y su analogía con el régimen de Pretoria, los debates sobre la existencia de una falta ética de las estrellas de la canción al presentarse en el país ocupante han estado en boga desde hace años. “Señora Madonna, usted probablemente no me conoce, pero tal vez conozca a mi hijo, Yaser Murtaja. Quizás lo vio en las noticias (…) Hace un año lo mataron de manera inhumana”. Yusra Murtaja, una madre palestina de Gaza, intentó con su carta evitar que la diva del pop cantara en Tel Aviv, en el marco del festival Eurovisión de 2019. Murtaja tenía 31 años cuando una ristra de balas disparadas por el Ejército israelí cayó sobre un chaleco que llevaba la palabra Prensa. “Destrozaron su cuerpo y sus sueños. ¿Ha oído usted hablar de estas balas?” La carta iba dirigida de madre a madre. “Usted decidió subir al escenario de los asesinos y pedir amor y paz en un país que no conoce el significado de la palabra paz ¿Pueden sus canciones devolver a mi hijo el derecho a estar vivo?”. 

El festival de ese año incluyó a los islandeses Hatari. Ellos subieron al escenario con ropa de cuero inspirada en el bondage y el sadomasoquismo a cantar “El odio prevalecerá”. Fueron verbalmente amonestados por la Unión Europea de Radiodifusión (UER). A pesar de la admonición, al momento en que se conocieron las votaciones, levantaron pancartas con la bandera de Palestina. Terminaron en décimo lugar y multados.  

El Festival de Eurovisión que ha concluido en la noche de este sábado en Róterdam reavivó las polémicas. Israel llegó a la final gracias a Eden Alene, una mezcla de bajas calorías entre Beyonce y los falashas, como se conocen a los judíos de origen etíope que fueron sacados de África en operaciones de nombres altisonantes (Moisés y Salomón) con la ayuda del Mossad. Unos 14.500 etíopes viven en Israel y la mayoría suele ser blanco de mofas racistas. Alene no. Su negritud ha sido exhibida como el triunfo de la tolerancia y la asimilación. Pasó a la final del certamen con “Set me free”, a pesar de las manifestaciones alrededor de la sede del concurso donde se acusó a Eurovisión de “apoyar crímenes de guerra”. La etíope-israelí se ha mostrado orgullosa del papel que le ha tocado desempeñar. “Estoy aquí en Holanda, pero mi corazón está siempre contigo, dolorido, amado país, apoyando y siguiendo con preocupación todo lo que está sucediendo”. Los irlandeses John y Edward Grimes, conocidos como Jedward, un dúo que ocupó el octavo lugar del certamen en 2011, pidieron (¡a través de Twitter!) que fuera descalificada.

“Set me free” es una canción más de despecho amoroso, la de una teenager que se siente “como en una cárcel” y “si no hubiera un mañana”. Escuchadas en Gaza bajo los escombros, en medio del asimétrico intercambio entre los cohetes del grupo terrorista Hamás y la parafernalia bélica israelí, podrían significar algo más que un reproche sentimental 

“Mira en lo que nos hemos convertido”, canta también Alene.

Es el mismo interrogante que, como las cuatro notas iniciales de la V Sinfonía de Beethoven, debe taladrar la cabeza de Barenboim desde hace años cuando piensa en Israel.

AG

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