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Opinión

“¿Por qué soy buena cuando voy a un velatorio y soy mala siempre?”

Franco Torchia

Franco Torchia

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 “¿Por qué soy buena cuando voy a un velatorio y por qué soy mala siempre y soy una loca?” se preguntaba entre lágrimas y al aire Moria Casán hace ya una década, tras ciertos señalamientos de supuesta índole moral que en ese momento le habían hecho Mirtha Legrand (el velorio de su hijo Daniel es el acontecimiento referido por Moria) y Antonio Gasalla. La fórmula casanesca -resultar buenos ante el dolor y la muerte de los otros pero muy malos después de protagonizar escenas públicas aparentemente condenables por “Comodoros Pys” internalizados en cada quien- es de una operatividad notable, aplicable al extremo a este período histórico regido por las redes sociales. 

Dominadas en su mayoría por saldos del más simplón de los consignismos activistas -no hay demanda que no logre desagotar su potencia originaria tras miles o millones de tuits que la reproducen hasta vaciarla de sentido- las redes se viajan en su deseada capacidad justiciera y fantasean con ser altoparlantes de sentencia firme. Tribunales sueltos. En simultáneo, esos canales expresivos nutren una de las ilusiones más antihumanas del presente: la idea de que ser persona puede significar no contradecirse y funcionar unidireccionalmente, conservando hasta la agonía un batería de certezas inalterables muy a menudo disfrazadas de principios éticos y bases ideológicas. El sujeto como planicie. La subjetividad como lisura. Ciudadano planchado, sin rugosidades. La opinión sin pliegues, la sociedad como en algún sueño dorado del dictador Juan Carlos Onganía

Las redes se viajan en su deseada capacidad justiciera y fantasean con ser altoparlantes de sentencia firme. Tribunales sueltos. En simultáneo, esos canales expresivos nutren una de las ilusiones más antihumanas del presente: la idea de no contradecirse

 Sin embargo, ser fieles asistentes a velatorios, excelentes llorones al lado del cajón y grandes emisores de condolencias no se opone ni cancela la posibilidad, luego, de andar por la vida con otros ánimos, regidos por iras, ímpetus desaprobatorios o molestias en ascenso incluso hacia quienes fuimos a acompañar en la despedida a un ser querido. Buenas y malas todo el día. El crecimiento y expansión de las luchas socioambientales, sexogenéricas y feministas supone la presencia rutilante de “buenas personas” levantando pancartas. Y claro que no, por supuesto que no. Toda agrupación local, ONG internacional o asamblea barrial también incluye -e incluso hasta promueve- figuras “malas”. La bondad mariana sólo es patrimonio del Ángelus que emitirá en horas la TV Pública desde El Vaticano, en el marco de una política pública que no para de renovar los votos matrimoniales entre la iglesia y Estado, asuntos nada separados. 

La contradicción es un derecho humano inalienable. En la Argentina, hoy, sólo la conserva el poder político, casta inmune que aún produciendo a diario vituperios de todo tipo y factor y siendo objeto de operaciones trendingtoperas que amenazan con el desafuero, conserva capital electoral y obtiene reelecciones. Twitter, Instagram, Facebook y la patria comentarista de YouTube no logran ser el juicio político que creen ser. Cuando se corta Internet, llueven los votos. Y en la soledad del hogar, nada es tan fácilmente gobernable como se deja ver en el ágora, con el timeline igualitario de quienes comparten emojis, banderas e indignación. 

 Por otro lado, a veces ni siquiera es contradictorio contradecirse: es apelar a la ausencia de represión; dejar crecer el lamento por la angustia ajena y un tiempo después, establecer diferencias con quien anduvo triste. La alternancia como motor de cambio. Nada es más diverso que la mutación y ningún fenómeno es más contrahegemónico que el de las derivas personales. A propósito de la religión, el desfile de posiciones propias durante esta temporada en la Tierra tiene un código único de vestimenta: el del laico consagrado. Según el dogma católico, laico consagrado es aquel fiel que recorre su siglo buscando ordenar, desde adentro, el mundo según Dios. No goza de jerarquía institucional. No tiene poder. No obstante, tuitea en aras de un mundo reorganizado por su dios, amo y rector que le imprime su pulso total al faisbukismo de protesta. 

No hay dios. No hay orden. En este siglo, hay causas justas y existencias imprevisibles. Alzar la voz en contra de las destrucciones en curso no otorga certificado de bondad. La ética del monaguillo suele esconder el abuso del párroco. Al aplauso ante un pronunciamiento, una demanda o un eslogan, puede sucederlo la apedreada con la lógica del autógrafo: ser una entidad despreciable a toda hora pero copada a la salida del teatro si aceptás una selfie. 

Una medida eficaz es intentar suavizar expresiones del tipo “siempre del lado de X de la vida” . No hay vidas (de santos) que condensen “todo lo que está bien”. Si de tiempos antibinaristas se trata, multiplicar esquemas tan elementales

Una medida eficaz es intentar suavizar expresiones del tipo “siempre del lado de X de la vida” y “X es todo lo que está bien”. No hay vidas con lados fácilmente identificables, estancos, inmaculados. Y no hay vidas (de santos) que condensen “todo lo que está bien”. Si de tiempos antibinaristas se trata, multiplicar esquemas tan elementales sería no contribuir a la caída de los tan explorados binarismos opresores. Descanonizar, por más asistencia perfecta a entierros que se ostente. Sin culto a la personalidad, con personalidad. 

 No hay nada más queer que parecerse cada vez más a une misme. 

FT

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