Callarse la boca
Querer dejar de oír, escapar del ruido y sentir silencio. El silencio es un bien de lujo y cotiza demasiado en alza. No hay silencio total pero hay silencios de clase, una programada exposición al ruido que privilegia los intramuros de franjas medias y altas y condena a los barrios populares. Fugarse del ruido cuesta millones y permanecer en él cuesta la vida. Esta operación fuertemente lesiva del sistema nervioso, a su vez, segrega audibles y no audibles: en el mundo hoy importa tanto qué se escucha como a quiénes se escucha. Sobre todo esto y sobre mucho más escribe el estadounidense John Biguenet en Silencio (Ediciones Godot, 2021), un delicado y frenético ensayo sobre una de las industrias más nocivas del presente: la producción de barullo.
La contribución a la confusión general, amplificada ad infinitum por las redes sociales, es impensable sin “meter ruido”: mete ruido quien habla y también quien permanece en silencio. Mete ruido quien altera el curso de un sonido dominante y también quien allí donde abundan las mismas ideas, interroga. No está ausente quien calla y muy a menudo aúlla quien permanece indiferente. Hoy el mundo está hecho para ensordecer y quien “rompe el silencio” -expresión predilecta de les chimenteres- lo rompe en tanto y en cuanto nunca dejó de sonar (ni dejó que suenen otros).
Desde mediados del siglo XX, el arte contemporáneo se encargó de consagrar el lema “lo importante es que se hable” como trofeo definitivo. Así, gana el proyecto creador que alcance mayores decibeles de “run run”, sin letra muerta y con dimes y diretes susurrados. En este marco, el silencio (o que nadie hable de lo tuyo) no es salud: es sinónimo de muerte. Con la falacia de que mejor poder hablar a tener que callarse, una restringidísima idea de libertad se opone así a la de censura o régimen dictatorial, como si las distorsionantes melodías del opinismo sistémico fuesen perfectamente contrarias al clasicismo de quien cierra la boca (o reprime el tipeo). Un estruendo puede no ser efectivo y una marcha del silencio puede cambiar la historia. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la voluntad de ser escuchado empasta la atmósfera. Toda aseveración en voz alta (o en un tuit viralizado) obtiene respuestas a todo lo que da, mientras crece el yoga o la meditación como técnicas para mutearse un rato. No hay volumen medio.
Un estruendo puede no ser efectivo y una marcha del silencio puede cambiar la historia
Entre las iluminaciones que Biguenet logra en su trabajo está la de no citar siquiera la insuficiente noción de “contaminación sonora”. Semejante a la de “polución visual” -las imágenes también son ruido mental- con la podredumbre circundante en las grandes ciudades poco o nada puede hacerse ya. Por eso, el autor propone una reconciliación con las condiciones vigentes e investiga cuán imposible (e insoportable) puede ser vivir rodeado de silencio. El campo no es la solución. Los experimentos científicos que trabajan en esta dirección comprueban que las personas no resisten demasiado tiempo en espacios de marcado aislamiento sonoro. Y a la vez, que esos aislamientos no implican necesariamente un armónico encuentro consigo mismas. Uno de los desarrollos que en este orden aparecen en el libro explora la relación entre discurso interno y alfabetización. Con resultados dispares, un académico de la Universidad británica de Sheffield descubrió que no todo sujeto tiene una voz interna y en aquellos que no la tienen, los niveles de alfabetización suelen ser muy bajos. Si hay lenguaje, hay intranquilidad en todo el organismo. El silencio real es de una precisión tal que ni la lectura en voz baja ni las escapadas de fin de semana a estancias pueden acercársele.
Un estilo de vida auricularizado poco depende ya de cuánta resistencia se le tenga o no al audio de WhatsApp. Toda interacción social está ya radializada -Biguenet escribió antes de la pandemia, no hace falta entonces señalar todo aquello que hoy cabría incluir- y los ámbitos u horarios en los que hacer silencio es una orden, sólo interrumpen algunas molestias (para el caso, “la obra de al lado”). La humanidad descansa mayoritariamente de noche. ¿Descansa? ¿Ruidos nocturnos prohibidos? ¿Llamar al policía y que suene la sirena? ¿Ahora, con estos registros históricos de insomnio, bruxismo y derivados? Lograr silencio alrededor, en todo caso, es privilegiar el sonido propio. La música del matete amplificada en altoparlante de feria, aunque nadie más la sienta.
La fábrica de muertos de la contemporaneidad no deja de ser, también, una herramienta poderosa para relativizar los métodos de silenciamiento que imparten poderes varios. ¿Por qué? Porque el nudo no es callar: el objetivo de una estructura que busca silenciar es que no se escuche, no tanto que no se diga. Para que no se escuche (o se escuche poco, no mucho) basta con hegemonizar la distribución del dolor. De allí que algunos llantos de determinadas matanzas de los Estado-guerra actuales suenen a todo ritmo y otros sean tan imperceptibles como una lágrima seca.
“Quienes no vemos con los ojos” dicen a veces algunas personas ciegas. De igual manera, la edición en cuestión piensa sólo en quienes escuchan con los oídos. Ese recorte ayuda a imaginar aún más en otras furias desatadas por los truenos del tiempo. El aturdimiento nunca es el mismo. Sólo aquel que no necesita intervenir -como el destino final- goza del beneficio perpetuo de callarse la boca.
FT
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