Los empresarios en la pandemia (II)
En mi columna anterior para elDiarioAR propuse un balance del aporte de los empresarios argentinos en lo que va de la pandemia. El foco estuvo allí en las desventuras de su contribución financiera: recordamos la gran colecta que en marzo de 2020 anunciaron que harían, que no era tan grande y que además no se materializó. También, las resistencias que pusieron frente al proyecto del Congreso de requerirles un aporte extraordinario, los obstáculos al cobro que todavía persisten y los que se anuncian en el futuro. Finalmente, ofrecí una rápida comparación entre lo que la ley les pide que pongan hoy por única vez y la cifra mucho mayor que evaden cada año.
Si ampliamos la mirada a otras conductas del empresariado durante la pandemia, el panorama no es mucho más halagador. La falta de solidaridad elemental en lo económico se combinó con una serie de actitudes francamente antisociales. Algunos de sus pronunciamientos públicos fueron sorprendentes. Apenas comenzada la pesadilla del Covid, Cristiano Rattazzi consideró que era el momento ideal para que el Estado aumentara los subsidios para los empresarios, que les redujera los impuestos y que, de paso, dejara de apoyar a los desvalidos. Que se valgan por sí mismos con o sin pandemia (más adelante siguió reclamando más y más quitas de impuestos). Martín Cabrales se manifestó en sentido similar: basta de impuestos, que los fondos necesarios salgan en cambio de la reducción de los sueldos de empleados estatales. Justo en este momento. En el que, además, llevan 5 años de caída ininterrumpida.
Curiosamente, ninguna de las quejas habituales contra la intervención del Estado en la economía se hicieron oír cuando el Estado dispuso que pagaría parte de los salarios de sus empleados, desembolso millonario que aceptaron gustosos. De hecho, nos falta todavía visibilizar la enormidad de los subsidios –en pago de nóminas salariales, fomentos al turismo, financiamientos extraordinarios, etc.– que, en esta pandemia, fueron a manos de empresarios. Posiblemente dejen aún más empequeñecidos los que recibieron las clases bajas, rutinario objeto de protesta para las altas. El aprovechamiento de esos subsidios tuvo episodios de oportunismo que costará olvidar, como la decisión de varios empresarios de poner a sus CEOs o a sus familiares en la nómina del REPRO (se reportó que lo hicieron Techint y Vicentín, entre otros) y la devolución que hicieron varias empresas del beneficio apenas se enteraron de que recibirlo les iba a impedir, por un tiempo, especular con la compra de divisas o pagar dividendos. El Estado debió ajustar los controles de los beneficiarios, de hecho, al notarse que varios volcaban los fondos percibidos no a sostener la producción o el empleo, sino a la compra de dólares.
Además, mientras recibían apoyo millonario del fisco, la resistencia a hacer cualquier aporte se tradujo en repetidas amenazas de “rebelión fiscal” oportunamente filtradas a la prensa. La primera fue en marzo de 2020, apenas comenzaba todo. Y por supuesto se repitieron mientras se discutía el proyecto de ley del Congreso. Luego, estuvo la bravata de que trasladarían sus domicilios fiscales al Uruguay para eludir los impuestos locales, algo que varios de hecho hicieron durante la pandemia. Entre otros, magnates a los que les viene yendo particularmente bien, como Grobocopatel y Galperín.
Las medidas del Estado para tratar de contener el alza de los precios encontraron bravuconadas similares. Las prepagas amenazaron con no brindar prestaciones indispensables en la pandemia si no les permitían aumentar sus cuotas. Los exportadores de maíz hicieron lo propio cuando se planteó la posibilidad de limitar las exportaciones para atender al mercado interno. La amenaza se concretó luego, cuando debieron suspenderse las exportaciones de carne por un mes ante al alza descontrolada de precios. Las entidades representativas realizaron un lock out de varios días en uno de los peores momentos de pandemia, cuyo efecto inmediato fue otro aumento artificial del 28% de los precios, que golpeó sobre una población ya tremendamente empobrecida. Todo, por la mera posibilidad de no ganar tanto dinero como esperaban durante solamente un mes.
Las conductas antisociales también se hicieron sentir en los proveedores del Estado que aportaban insumos críticos. Los casos de abuso de la posición de poder se multiplicaron: hubo especulación con el alcohol en gel, precios astronómicos para los barbijos, para las drogas de intubación o para el oxígeno. En la provisión de alimentos para los bolsones que entrega el Estado también se registraron sobreprecios y maniobras. El colmo vino en una licitación para proveer respiradores a la Provincia de Buenos Aires que terminó en la entrega de chatarra inservible.
Si las relaciones con el Estado fueron de oportunismo, falta de solidaridad, ventajismo o directamente estafa, con los trabajadores fue muchas veces de abuso. Apenas declarada la pandemia varias empresas se apresuraron a despedir. Otras sumaron aprietes para que el personal acepte recortes salariales. El colmo fue el de la empresa que gestiona el hipódromo de Buenos Aires, que mantuvo a sus peones virtualmente secuestrados en el establecimiento durante tres meses, bajo amenaza de despido, para evitarse riesgos sanitarios. Y luego, en el extremo opuesto, las empresas que forzaron a sus trabajadores a trabajar sin los protocolos dispuestos (se reportaron denuncias en este sentido contra Techint, Felfort, Coto y Ledesma; las prácticas de esta última generaron un pico de contagios altísimo entre su personal).
La oposición a las cuarentenas y medidas de aislamiento encontró voces prominentes entre los empresarios y sus entidades representativas. Pero además sumaron actitudes personales de desafío a las medidas de cuidado que alcanzan para la antología, como el rosarino enviado a prisión domiciliaria luego de desobedecer 14 veces el aislamiento, aquél otro que escondió a su empleada doméstica en el baúl para que pudiera ir a limpiar su casa en el country, el que trajo el cadáver de un familiar muerto por Covid en el exterior sin declararlo, el que se subió a un avión de regreso sabiendo que estaba contagiado, el que públicamente decía que la enfermedad era apenas una gripe pero en privado trasladó a su familia para aislarla del peligro, los que organizaron fiestas clandestinas en Chapelco o Nordelta, el que destruyó un respirador de hospital en Tucumán en un ataque de ira, entre otros. A la lista hay que agregar a los dueños de sanatorios jujeños a los que Estado confió la vacunación, quienes desviaron vacunas para sus familiares.
De a una, estas conductas pueden pasar inadvertidas. Puestas en serie impresionan. Y no son sólo patrimonio del empresariado argentino: por todas partes se reportaron ejemplos similares durante la pandemia. No es que sea inesperado: varios estudios académicos documentaron que las tendencias al egoísmo, las conductas antisociales, el desapego a las normas de respeto al prójimo y la falta de empatía ante el sufrimiento ajeno están sobre-representadas entre los más ricos. Y que no es porque la mala gente tienda a hacerse rica, sino porque la desigualdad tiene efectos corrosivos sobre los valores morales. Una comprobación que, a decir verdad, no debería sorprender a nadie.
EA/CB
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