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Opinión

Gallardo, un animal superior de vanguardia

Marcelo Gallardo, DT de River.

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A Marcelo Gallardo lo llaman Napoléon. A Carlos Bianchi, Virrey; y a Daniel Passarella, Kaiser. Falta que encontremos un Führer y ya tendríamos más o menos definido el catálogo de asociaciones exageradas entre la política en su versión guerrera y el espectáculo deportivo llamado fútbol.

El Napoleón con que se lo invistió a Gallardo es una reacción a haber llamado Virrey a Bianchi. La guerra es literaria, pero deja en claro cuáles son las pretensiones metafóricas del periodismo deportivo para sostener, a través del melodrama bélico, un negocio del que vive muy bien, y mejor cuando más se grita.

Quizás ese tipo de analogías se den de un modo natural, como cuando el poeta malo compara la nieve con el algodón, o el cielo nocturno con la idea de bóveda. Allí están plantados desde toda la vida los dos arcos, y el encuentro de dos grupos uniformados con el objetivo común de vencerse.

Diego Simeone contó que un día sus padres le regalaron un fuerte con sus respectivos sets de indios y cowboys. Entonces, el Cholo armó dos equipos de once sioux contra once tiradores del oeste, y le implantó al fuerte lo que le faltaba: unos arcos hechos con una bolsa de cebollas que aportó el verdulero del barrio. El resto de los muñecos “miraban” desde la tribuna, como nosotros, los jueces que no jugamos. Indios vs soldados. ¿Qué duda cabe de que ese es el sentido comercial y épico que se la da a los deportes colectivos? 

Retirar del Gallardo futbolista el mote “Muñeco” y rebautizarlo “Napoleón” en tanto director técnico fue un salto cualitativo de seriedad. Pero es muy probable que Napoleón ya estuviera macerándose en el Muñeco.

Cuento una anécdota sobre el carácter de las personas. Hace mucho tiempo, digamos el año 1999, llamé a Gallardo para entrevistarlo. Le dejé entre diez y mil mensajes que, al no ser contestados con un sí ni un no, me obligaron a acercarme al predio de la AFA en Ezeiza. El futuro Napoleón entrenaba como futbolista estrella a las órdenes de Marcelo Bielsa que, sin analogía guerrera, es llamado simplemente El Loco, genérico que en los hospicios deriva en la especificidad Napoleón.

Para ablandar la piedra de la fama, tan dura como el diamante, lo abordé con protocolos de hermandad. Quizás le dije “Marce”. La conversación, rodeada de muros de hielo, empezó a correr (en círculos: en el mismo lugar), y para hacer contacto con nuestro pasado, el de Gallardo y el mío, le dije: “Te estuve llamando insistentemente. No me contestaste”. A lo que el entonces 10 de River me dijo con aros de sangre en los ojos: “¿Y vos quién sos para que yo te llame?”. Una respuesta con ardor, de las que me gustan a mí, que asimilé dándole la razón y, una vez terminada la entrevista, honré a mis antepasados calabreses y su cultura de la venganza con estas dos palabras introductorias: “Un Muñeco”.

La pregunta, que a Gallardo le sonó como si le hubiera dicho a Napoleón: “ché, Napo, ¿cómo venís con la Batalla de Leipzig”, fue respondida con carácter, el carácter que sostiene la grandeza de Gallardo como un director técnico fuera de serie. No sabemos dónde se aloja la agresividad de los hombres y mujeres que triunfan, pero si triunfan es porque sus almacenes están cargados del fuego del acto.

El partido que el River by Gallardo (muy pocos técnicos son los autores de sus equipos) jugó contra el Palmeiras en la vuelta de la semifinal por la Copa Libertadores fue una demostración de poder. Entre la idea y la aplicación de la idea no hubo pérdidas. Un milagro, casi, si uno piensa en que nunca hay realidad plena de una idea.

Lo primero que transmitió Gallardo fue su indiferencia estratégica al temor, cuando no al supuesto imposible de revertir un 0 a 3. Gallardo no conoce el miedo, y esa temeridad se filtra en la cabeza y en las piernas de sus jugadores. Vi ese partido con el corazón en la boca deseando que River perdiera, por supuesto. De malos deseos están hechas estas rivalidades. Pero de golpe empecé a sentir un amor repentino por la justicia (que en la mayoría de estos casos no cabe), y surgió la duda: “¿No será mejor, ya no para River sino para el mundo, que pase a la final?” Algo me rescató, porque es la injusticia de los otros lo que a los hinchas nos hace más felices (la felicidad es una fuerza ambigua). Pero lograr que un hincha de Boca instale en su trasfondo moral esa pregunta es un hecho insólito. Lo que recrudeció cuando al día siguiente vi la inanidad con que Boca jugó su semifinal y lamenté no haber sido de River esa semana.

La sabiduría de Gallardo tiene perfiles artísticos y animales. A la falta de temor (factor animal) le agrega la búsqueda de la forma (factor artístico). El resultado es un animal superior de vanguardia. Lo vimos contra Palmeiras y muchas veces más. Pero contra Palmeiras lo vimos en su dimensión documental. Desde el principio salió a asfixiar al rival que en Avellaneda le había hecho tres goles. A la bandera de la vanguardia de la forma, a la que no le importa que estén las condiciones porque es el equipo el que las crea, y a la de la falta de temor, Gallardo les agrega la idea de que un partido, como un día cualquiera, no tiene por qué ser igual al anterior.

La pregunta que surge, extrapolada, es: “¿Se podría gobernar un país de la manera en que Gallardo gobierna sus equipos?”. No hablo de que gobierne él, sino de que algo de la forma que defiende, algo de esa temeridad caiga, como quien dice, a una disciplina inesperada.

Es sabida la afición de Carlos Bianchi por El arte de la guerra, de Sun Tzu. La vida es una serie innumerable de actividades concretas inspiradas en metáforas. La de hacer de un partido de fútbol una batalla final es una tentación clásica. ¿Por qué no inspirarse en lo que el fútbol puede dar de sus sistemas y del carácter de sus inventores? Bilardo lo intentó en 2003. No funcionó, pero imaginémoslo defendiendo las divisas en el Banco Central.

Ahora llega la confesión. Esa columna iba a comentar el curso “Paradojas de la luz”, dado por Elisa Carrió en el Instituto Hannah Arendt, que pretendí tomar de manera remota. Iba a “versear” sobre la poesía de San Juan de la Cruz y (lo que más me interesaba) el tiempo en Borges. Me inscribí dos veces. No me respondieron. Lamenté tanto no haber podido escuchar de la doctora Carrió sus lecturas de Bergson, Berkeley, Williams James, Santo Tomás, etc., que cambié el ansia de saber por la charlatanería de feria sobre veintidós personas corriendo detrás de una pelota. Como diría el Maestro Célibe: “El fútbol es popular porque la idiotez es popular”.   

JJB

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