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Filosofía

Historia de un alemán para pensar la pandemia

Policías durante el nazismo en Alemania

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¿Podemos definir a la pandemia como una catástrofe? ¿Hasta qué punto es posible confiar en que gradualmente sus efectos nefastos se disiparán en un mundo que vuelve a la normalidad? Se dice que en los EEUU la gente vive como si nada hubiera pasado. En nuestro país se dice que el gobierno está en un buen momento porque el proceso de vacunación se acelera, se postergan los pagos de la deuda, ingresamos en un nuevo ciclo en que los commodities tendrán una creciente demanda y aumentarán de precio, se flexibilizará el gasto público y se transfieren ingentes fondos de la nación a la provincia de Buenos Aires para obras públicas. 

Una normalidad intensificada por la obsesión de que no se interrumpan los espectáculos deportivos como la Copa América y el torneo de Roland Garros. Pero aún así, ¿eliminamos así el eventual diagnóstico de catástrofe a la pandemia del Covid-19?

La pregunta tiene que ver con la relación entre una catástrofe – que en hebreo se dice Shoah – con mutaciones culturales y revoluciones políticas. Esta inquietud me la ofrece el libro Historia de un alemán de Sebastian Haffner, escrito en 1939 y publicado medio siglo después. Haffner, cuyo apellido es Pretzel, de origen protestante, es un periodista alemán nacido en Berlín en 1907 que deja su país en 1938.

El libro de Haffner nos da una radiografía de la sociedad alemana en la primera posguerra hasta el ascenso al poder del nazismo. Mi interés por este libro converge con mi último trabajo en el que intento comprender cómo se fabricó un nazi en mi país natal, Rumania, en la entreguerra europea. En este caso se trata de Alemania. ¿Cómo pudo suceder que un nuevo partido político como el nacional socialista, que en el año 1928 obtuviera el 2,63% de los votos, dominara cinco años después, en el primer trimestre de 1933, todos los núcleos y los rincones de la sociedad alemana? ¿Cómo fue que la socialdemocracia y los partidos conservadores de la república de Weimar, que sumaban el 65% de los votos en cinco años, no fueran más que una mínima reliquia de un pasado sepultado?

Haffner en su relato pone en palabras lo que artistas como George Grosz y Otto Dix ilustraron con sus caricaturas. Sale a la luz otro lado de la vida política que sigue el ascenso fulgurante y definitivo de Adolfo Hitler y la nazificación de la sociedad alemana. Nos referimos a la vida cotidiana.  

Se trata de lo que Gilles Deleuze llamó microfascismo. Dice Haffner: “Lo que uno come y bebe, la persona a la que uno ama, las aficiones a las que dedica su tiempo libre, la gente con la que trata, si sonríe o tiene un aspecto siniestro, lo que lee y los cuadros que cuelgan en la pared…en eso consiste la lucha política en Alemania. Éste es el campo de batalla sobre el que se deciden de antemano las batallas de la futura guerra mundial. Puede sonar grotesco, pero es así”. 

Haffner nos cuenta su infancia y la de sus amigos, todos nacidos entre 1900 y 1910, que vivieron la guerra como un gran juego. Ni el colegio, ni el paseo con los padres daban sentido a la vida, lo que sí lo daba era ir corriendo cada día hasta las pizarras en la calle para informarse de los acontecimientos militares del momento, las cifras de prisioneros de cinco dígitos, fortalezas derribadas, botines de guerra inconmensurables, trincheras ganadas, enemigos muertos, una numerología que abarcaba “temas infinitos para dar rienda suelta a la imaginación y la vida ascendía imparable…”

Muchos de estos niños tenían ya casi veinte años cuando asesinan a Rosa Luxemburgo y a Karl Liebknecht después del intento revolucionario de 1918, después, en 1922, se comete el asesinato del dirigente centrista Walter Rathenau, ministro de Relaciones Exteriores, y, en un clima en el que el crimen político es legitimado, entre estos jóvenes hay quienes se unen a la acción de grupos paramilitares nacionalistas como los “freikorps”. Este clima de violencia se incrementa con la explosión hiperinflacionaria de 1923 en el que conviven mendicidad y cabaret, en que los viejos se suicidan ante la desaparición de todos sus bienes y jóvenes veinteañeros se hacen millonarios en horas al ser duchos en la bolsa y en la compra y venta de divisas, cotizaciones alocadas por las que el dólar de valer 100 marcos pasa a valer 100 millones, un Banco Central que deja de emitir billetes por falta de papel, en que, como cuenta Grosz en su autobiografía, con 25 centavos de dólar se compraba una casa de campo en medio de un festival de números que vuelve a excitar a la generación que en la infancia seguía los vaivenes numéricos de la guerra, una danza de la muerte carnavalesca y gigante como la describe Haffner. La situación se vuelve intolerable cuando asume un ministro de Economía que hace un ajuste fiscal cruento para tener divisas disponibles y cumplir con las indemnizaciones de guerra por el compromiso firmado en el pacto de Versalles, lo que provoca saqueos a grandes almacenes y manifestaciones de repudio. Nuevos personajes fuera del establishment político se hacen notar, como un tal Häuser en Berlín, otro tal Lambert en Turingia y un Hitler en Múnich. Cada uno con su propio estilo salvacionista. 

El pueblo está desencantado con la clase política a la que considera traidora y cobarde porque lo primero que hacen es irse al extranjero, no asumir responsabilidades o claudicar en principios y acciones. Haffner dice que los alemanes no soportan el aburrimiento y lo apagan con alcohol y supersticiones, a las que combinan con una austeridad propia del puritanismo prusiano, del norte de Alemania, en la que un individuo son dos: persona y funcionario. El deber burocrático ante todo que los aficionados a la filosofía reconocemos tanto en Hegel, con su burócrata esclarecido, como con el funcionario de la humanidad de Husserl. Funcionario de cadenita de oro y monóculo de día, y caberetero rodeado de mujeres semidesnudas a la noche.

Hitler no hace más que extremar un ambiente que de acuerdo a George Grosz en Un sí menor y un NO mayor, dice: “La capital de nuestra nueva República alemana era una caldera encendida. No se veía quien echaba leña en aquella caldera; solamente sentíamos el alegre crepitar del fuego y un calor cada vez más intenso. En cada esquina había un orador, y en todas partes se oían cantos de odio. Todos eran odiados: los judíos, los capitalistas, los terratenientes, los comunistas, los militares, los propietarios, los obreros, los desocupados, la guardia negra, los organismos de control, los políticos, las grandes tiendas y nuevamente los judíos. Era como una orgía de intoxicación, y la república era débil, apenas se tenía en pie. Aquello no podía acabar más que en un horrendo estallido”.

Nada de este clima interrumpía la vida cotidiana que Haffner bautiza como la de “business as usual” que asegura una rutina diaria que genera seguridad y una sensación de permanencia. Este cocktail, sigue Haffner,  entre “la apasionada disposición al odio que penetraba en las discusiones privadas que generaba ya de por sí la sensación de tener que pensar en la política siempre a toda hora y siempre”, con el business as usual, hacía que “de ahí a la jungla sólo hay un paso”.

Este clima en el que la vida política y la vida civil se hacen una y la misma, con el advenimiento de Hitler se le suman aspectos positivos que Haffner destaca. La camaradería en campamentos de jóvenes nazis, los desfiles callejeros con cantos entusiastas, el protagonismo de los espectáculos deportivos y la importancia de las marcas y los records con sus correspondientes campeones, las parejas bailando en los jardines y los “dancings”, teatros y cafés llenos, veraneantes tumbados en las playas, una felicidad que acompañaba lo que Haffner llama “bacilo lobuno” derivado de instintos sádicos que unía en un mismo contagio a toda una población. 

En febrero de 1933, cuatro semanas después de la asunción de Hitler, se incendia el Reichstag y comienza la cacería de disidentes y adversarios políticos que se enviarán a los primeros campos de concentración nazis. 

Ese mismo año en nuestro país se firma el acuerdo Roca–Runciman, se publica Radiografía de la pampa de Ezequiel Martinez Estrada, se estrena Tango, la primera película sonora argentina y Jorge Luis Borges publica en el diario Crítica los primeros relatos de Historia Universal de la infamia.

¿Y la pandemia, casi un siglo después de los acontecimientos que estamos narrando? Quienes preguntan sobre la vida pospandémica, por el futuro, al mirar al pasado harían mal en espantarse. El espanto paraliza y no deja pensar. No es lo mismo reconocer el carácter catastrófico de la pandemia que ser un catastrofista. Espero no ser parte del espíritu apocalíptico que renace de sus cenizas sin necesitar murciélagos para dispararse. Que nadie piense que lo que quiero decir es que la pandemia va a ser una nueva fábrica de nazis. 

Sin embargo, hay un peligro evidente en un mundo en que los científicos están bajo sospecha porque no se sabe si nos curan o nos infectan por lo que elaboran en sus misteriosos laboratorios, los políticos repudiados por doquier de parte de pueblos disconformes y decepcionados, y un mosaico de ortodoxias religiosas que nos dividen entre hundidos y salvados, como decía Primo  Levi. En este mundo que hace temblar los tres emblemas de la civilización como la ciencia, la política y la religión, cualquier cosa puede suceder.

¿Qué, por ejemplo? ¿Por qué, finalmente, tener miedo? ¿A qué tenerle miedo? ¿Acaso lo que sucede en Chile, Perú y Colombia no es algo bueno? ¿Miedo a la reivindicación de las masas postergadas y excluidas que nos hacen sentir su presencia y escuchar su voz? ¿No es acaso cierto que la pandemia no hizo más que develar la injusticia que se intentaba ocultar con sofisticaciones que hoy se vuelven inútiles? 

¿Miedo al caos? ¿A la ingobernabilidad? ¿Para defender un orden vetusto que ha mostrado los privilegios en los que se fundamenta una vez que se le cae la máscara? ¿Temer una proletarización indefinida de la sociedad cuando ya son incontables el número de pobres? 

En nuestro país la dirigencia opositora y sus voceros culturales piden desobediencia civil contra la infectadura y quieren ver que la gente despierte de su pasividad y salga a la calle. Los del gobierno manifiestan que el principal culpable de los contagios son las fiestas clandestinas. Dicho de este modo nada parece tan grave, cacerolas y consolas no son armas letales. 

El problema es más complejo, va más allá de jóvenes irresponsables y una clase media adormecida. Hay más de 80.000 muertos por Covid, cifras de pesadilla de chicos desnutridos, millones sin trabajo, otros millones sin estudios, miles de comercios y empresas fundidos, y no va a ser sencillo decir “PASO” e irse al mazo. 

TA

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