El Senado define: tener miedo o tener derecho
Lo frecuente es que sea en una habitación o en un baño. En medio de un aborto decidido, una mujer pierde sangre y la hemorragia puede necesitar asistencia médica. Entonces esa mujer que sangra se enfrenta a una ecuación extremadamente perversa: si en el momento de pedir ayuda la pérdida es insuficiente, otros -desconocidos, terceros- pueden revertir el procedimiento y forzar un embarazo en contra de su propia planificación; si la pérdida es demasiada, la hemorragia puede matarla.
La clandestinidad a la que ahora está conminado el aborto, por su condición de ilegal, implica en muchos casos esa espada y esa pared. En un extremo, un profesional de la salud decide que la persona que gesta avance con un embarazo no deseado; en el otro extremo, una mujer se desangra.
En el medio, esa mujer tiene miedo de morirse, de que la denuncien, de que la violenten o de que la fuercen a vivir por fuera de lo que había planificado para sí misma. Tiene todos esos miedos en silencio, porque así como está, la ley dice que esa mujer -unas 450.000 al año- es una delincuente.
Entre el embarazo forzado y la hemorragia fatal hay también trabajadoras de la salud y de la educación que arman redes en escuelas y hospitales para amortiguar los efectos de la clandestinidad. Y mujeres que, sin importar su trabajo, se convirtieron en socorristas durante las últimas décadas para enfrentarse a las condiciones de inseguridad impuestas. Mujeres que, desde la sociedad civil, intentan minimizar los riesgos de un procedimiento al que el Estado y parte de la sociedad han mantenido silenciado.
Ayudan a dar con el misoprostol, que es la droga que se usa en un aborto medicamentoso; contienen durante el proceso; orientan sobre en qué centros sanitarios hay trabajadoras que no amenacen ni la salud ni la libertad ni la decisión de la persona que gesta. Acolchonan, como pueden, las esquirlas de la ecuación perversa, que en los casos de personas de menores recursos económicos se traduce en mayor inseguridad en los procedimientos. La lesión intrauterina, la sepsis o la muerte quedan todavía más cerca.
No es gratis la tarea de esas mujeres en red: son víctimas del maltrato de otros docentes que todavía exigen que la Educación Sexual Integral, obligatoria por ley en la Argentina, quede fuera de las aulas; escuchan lo de “aborteras” entre sus compañeros de trabajo o sus vecinos; se exponen nada menos que a denuncias penales. Pero no se van a ningún lado.
El reclamo por el aborto legal en la Argentina es histórico: lleva casi medio siglo. Lo impulsaron colectivos feministas y en los últimos años ganó la calle. Está en los noticieros, en las ficciones, en las conversaciones en las que una hija le preguntó a su madre si alguna vez había abortado y esa madre, por fin, se animó a decir que sí, o que no, pero que acompañó a una amiga. Está en los medios internacionales que dicen que este puede ser un día histórico en la Argentina, y en las decenas de miles de adolescentes y jóvenes que se entusiasman con el entusiasmo (y la paciencia, sobre todo la paciencia) de mujeres de 70 para arriba.
Es lo que pasa cuando las instituciones debaten sobre la ampliación de derechos: la conversación pública antecede a la de los funcionarios porque aquello sobre lo que discutirán intramuros ya ocurre, ya está en marcha, ya no tiene vuelta atrás, y lo que se exige es que se le corra el velo.
Hoy el Senado decide sobre el aborto legal: sacarlo de la clandestinidad marcará la diferencia entre tener miedo y tener derecho.
JR
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