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Sobre este blog

Intentará ser un correo al que los suscriptores le den Play. Una vez cada dos semanas llegará a la bandeja de entrada algo que a Julieta Roffo, su autora, le entró por un oído y, en vez de salirle por el otro, le salió por un texto. Habrá música pero también habrá ruidos, canciones y sonidos de los que sabemos todos y, ojalá, de los que sorprendan a los lectores. A lo mejor resulta bien.

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De boliche en boliche

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Leer este texto te va a llevar lo mismo que les llevó a Los Redondos tocar Juguetes perdidos por última vez en Buenos Aires.

Tuerca tiene la bicicleta apoyada contra el monumento con caballos, soldados y cascadas que le hace de Obelisco a esta plaza de Villa Urquiza. En el reparto invisible de fichitas de TEG que ocurre todas las tardes casi a las seis, le tocó colonizar treinta o cuarenta metros cuadrados pegaditos a la estatua: alcanza para las diez mujeres que van a pasar la próxima hora pateando, aplaudiendo y moviendo la cadera suavecito para abajo, para abajo, para abajo.

Prende un parlante bluetooth de esos con luces que los adolescentes llevan a la playa para disgusto de casi cualquier persona de más de 35 años que, mientras mira las nuevas olas, ya es parte del mar. “Latinos Urquiza” se llama la lista de Spotify que armó para sus clases en este barrio. Cuando guía relajaciones en Devoto pasa jazz y cuando enseña danza aeróbica en Lugano suenan Ráfaga y Los Totora. Pero acá, cuando Tuerca da play a las seis en punto, se escucha a Celia Cruz decir “oye cómo va mi ritmo” mientras otros doce parlantes se ponen en funcionamiento en la misma manzana.

Los chillidos de las hamacas a las que les falta un poco de grasa, los ladridos de los perros, el ruido que hace pegarle con cara interna a la pelota, el aleteo de las palomas que se ponen de acuerdo para hacer abandono del lugar y los gritos de tres nenas que juegan a esquivar colchonetas, conitos y mats de yoga parecen un cuchicheo. Los trece parlantes prendidos al mismo tiempo convierten a esta plaza en el Sacoa subterráneo de la peatonal marplatense: cada rinconcito con su musiquita, cada musiquita un poco más fuerte que la anterior, y un pronóstico de encefalograma casi plano para los primeros diez minutos de vuelta en la superficie.

Del otro lado del monumento, Jacka pone todo el peso del cuerpo en la pierna izquierda y apoya sólo los dedos del pie derecho en el piso. Sacude la cadera con los brazos en jarra, pega la vuelta y arenga a sus alumnas: “Isso meninas”. De un parlante más grande y con más luces que el de Tuerca salen las canciones de la lista con la que da clases: “Belly Dance Power Music” dice la pantalla de su celular, y en esta partecita de la plaza se escucha ese hit de la música árabe que ni idea lo que dice pero que cada tanto hay que tirar dos besitos.

Pausa al relato: si me concedieran un deseo que dure las próximas 24 horas, pediría un poquito de telepatía para saber si logré que entendieras de qué canción estoy hablando.

Vuelvo a la plaza. Jacka, que es brasilero y enseña en portuñol, le inventa variantes a la danza del vientre y pregunta: “¿Quién es la Shakira de Villa Urquiza?”. “¡Vos, Jacka, vos!”, le gritan sus nenas. La lista de Belly Dance termina y empieza una versión cardio -así dice la pantalla que espío- de Loca, de Shakira. Jacka tiene los tiempos más aceitados que el Cirque du Soleil.

Las siete (SIETE) clases de funcional que ocurren en simultáneo, esas que alfombran las plazas con escaleritas que hay que saltar, pesas que hay que levantar y elásticos que hay que tensar, son más eclécticas. Si ir a una plaza a las seis de la tarde en esta época se parece a ir a uno de esos boliches gigantes que tenían pista de cumbia, pista de música electrónica y pista de música pop, ir a algunas clases de funcional se parece a responder “de todo un poco” a la pregunta sobre qué música te gusta. Algunas mezclan La ilusión que me condena, de Pier y Reyes de la noche, de Guasones, con Señorita, de Camila Cabello, y Calma, de Pedro Capó. Otras dejan correr listas de “radical fitness” -un término que por supuesto aprendí asomándome al celular de una profesora- o de “electronic music at gym”. Todo lo que sostenga el mismo ritmo que las publicidades de analgésicos que venden que está prohibido cansarse va bien.

Alguien aceleró algunos temas de Shakira y lo llamó “cardio mix”.

En fila y sobre el pasto, cinco nenes y nenas le prestan atención a Amelia, su profesora de taekwondo. Hacen lo que pueden por lograr al mismo tiempo que las piernas estén alineadas con los hombros, que el abdomen esté contraído y que el mentón esté paralelo al piso. A la clase le quedan cinco minutos y Amelia cumple con un ritual: interrumpe la lista de música épica motivadora para entrenar que (con esas palabras) buscó en YouTube y pone The final countdown.

Dice en declaraciones exclusivas a Cuchá Cuchá que ella sabe que son muy chiquitos para estar prestándole atención a la música de la clase e incluso para reconocer el tema de Europe pero que está segura de que por algún lado les entra ese aliento y que le gustaría que la recuerden con esa canción cuando sean grandes.

Algo de razón debe tener Amelia con eso de que los nenes no están tan pendientes de los sonidos de la clase porque una de sus alumnitas canta Libre soy y Hakuna matata cada vez que las escucha venir desde la calesita. En ese rincón, a fuerza de un pen drive que cada tarde se guarda bajo llave, conviven Xuxa, Casi ángeles, Topa, María Elena Walsh, las de Disney y un truco que es como la fórmula de la Coca Cola pero a escala barrial: cada cuatro canciones infantiles, una de Los Decadentes o una cumbia romántica del estilo de “como los unicorniooos / van desapareciendooo” para que madres y padres muevan la patita y aguanten un rato -y unos mangos- más.

Confesiones de un calesitero: “Hay una de Los Decadentes que no entra al pen drive ni loco”, me dijo.

Del lado de afuera de las rejas de la plaza, en la clase de estiramiento y yoga, el parlante suelta el ruido de olas de mar que van y vienen siempre al mismo ritmo. Daiana, la única profesora de la manzana a la que podría seguirle el ritmo, explica a sus alumnas nuevas que concentrarse en ese sonido será la única manera de neutralizar el bochinche -qué palabra espectacular, Daiana, me mejoraste la tarde- que viene del resto de la plaza y de los autos que pasan.

Como si trabajara de encender las luces de un boliche para avisar que es hora de ir a amanecer a otro lado, el hombre con las llaves de la plaza hace sonar su silbato y avisa que en cinco minutos hay que apagar todo e irse. A anochecer a otro lado. “La última, chicas, la última”, grita Tuerca, y pone Guantanamera. El silbato suena por última vez, los parlantes frenan, ya no chilla ninguna hamaca y lo único que se escucha son las cadenas de los candados que empiezan a cerrar de a una las cuatro puertas de la plaza. Tuerca apura el parlante dentro de la caja que le hace de baúl naranja a su bicicleta. Recibe los doscientos pesos por alumna, avisa que si llueve la clase del viernes se pasa para el lunes y que va a ponerse The final countdown en los auriculares porque Amelia le contagió el entusiasmo. Activa Rappi y se va.

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