Gioconda Belli y la situación en Nicaragua: “Nunca pensé que Daniel Ortega sería un peor tirano que Somoza”

La escritora nicaragüense exiliada en España Gioconda Belli dijo este martes que nunca pensó de que el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, en el poder desde 2007, “sería un peor tirano” que el dictador Anastasio Somoza Debayle.
En un escrito publicado por The New York Times y replicado en sus redes sociales con el título: “El dictador de mi país me quitó la ciudadanía. Lo que me pasó es una advertencia”, la escritora contó que fue privada de su nacionalidad hace más de dos años por el Gobierno que preside Ortega junto con su esposa, Rosario Murillo, y pese que sabía lo que era el exilio, no estaba preparada para vivirlo otra vez después de cumplir sus 70 años.
La novelista y poeta también alertó sobre el alcance del régimen sandinista en el exilio y puso como ejemplo el asesinato del opositor nicaragüense desnacionalizado y militar en retiro Roberto Samcam, ocurrido hace 47 días en Costa Rica.
No estaba preparada para su segundo exilio
En su escrito, Belli recordó que tenía 26 años la primera vez que tuvo que exiliarse. Era 1975, y salió de Nicaragua por ser parte de la resistencia al régimen de Somoza Debayle, “el último dictador de una dinastía que había gobernado el país durante casi medio siglo”.
En ese entonces, dijo, era una revolucionaria comprometida, dispuesta a morir por su país en la lucha contra la tiranía somocista.
“El exilio en el que me encuentro ahora, obligada a empezar una nueva vida en Madrid, es un exilio que nunca habría imaginado, un exilio que me impuso (Ortega) quien ayudó a derrocar a Somoza con la promesa de que Nicaragua nunca volvería a estar bajo el yugo de un dictador”, reprochó.
En febrero de 2023, Belli, junto con el escritor Sergio Ramírez y otros cientos de intelectuales y disidentes nicaragüenses, fueron despojados de su nacionalidad acusados por “traición a la patria”.
“Darme cuenta de que no tenía donde vivir me sacudió. No olvido cuan desorientada me sentí”, confesó la autora, quien aseguró que sus “amigos y lectores españoles” la hicieron sentir bienvenida en Madrid.
Belli: Ortega ha demostrado ser un dictador
Por otro lado, según Belli, aun quienes han encontrado refugio en el extranjero “ya no nos sentimos seguros” y citó el caso de Samcam, un mayor en retiro del ejército y crítico declarado de Ortega, quien fue asesinado en su casa en San José, Costa Rica, el 19 de junio pasado.
“Nadie ha sido detenido, a pesar de que se trata de al menos el sexto disidente nicaragüense atacado, secuestrado o asesinado en Costa Rica desde 2018”, advirtió.
Para Belli, el asesinato de Samcam “revela que nada queda del Ortega que luchó por la libertad y del que fue compañero en la batalla contra la tiranía” de los Somoza.
“Él (Ortega) ha demostrado ser, sin duda, un dictador. Igual que otros autócratas en el pasado ha usado el despojo de la ciudadanía y la inmovilidad como armas para castigar a sus oponentes políticos”, argumentó.
“Para colmo, ahora, parece que Nicaragua está entre los Estados que van más allá de sus fronteras para silenciar las voces que perciben como amenazas a su poder”, alertó.
Para ella, “el régimen de Ortega está extendiendo su largo brazo más allá” de las fronteras y “lo que le pasó a Samcam se lee como una advertencia de que hasta quienes vivimos en el exilio estamos vigilados”.
“Es el mismo mensaje de los más sangrientos dictadores del mundo de que nadie está fuera de su alcance”, anotó la escritora, quien enfatizó que “nunca pensé que Ortega sería un peor tirano que Somoza”.
A juicio de Belli, que formó parte del primer Gobierno sandinista (1979-1990), Ortega y Murillo “han dado rienda suelta a su paranoia” porque viven “temerosos de su propio pueblo”.
El artículo completo publicado en The New York Times en Español
El dictador de mi país me quitó la ciudadanía. Lo que me pasó es una advertencia
Sabía lo que era el exilio, pero nada me preparó para vivirlo otra vez después de cumplir los 70.
Tenía 26 años la primera vez que tuve que exiliarme. Era 1975, y salí de Nicaragua por ser parte de la resistencia al régimen de Anastasio Somoza Debayle, el último dictador de una dinastía que había gobernado el país durante casi medio siglo. En ese entonces, era una revolucionaria comprometida, dispuesta a morir por mi país en la lucha contra la tiranía.
El exilio en el que me encuentro ahora, obligada a empezar una nueva vida en Madrid, es un exilio que nunca habría imaginado, un exilio que me impuso quien ayudó a derrocar a Somoza con la promesa de que Nicaragua nunca volvería a estar bajo el yugo de un dictador.
En 2023, junto con otros cientos de intelectuales y disidentes nicaragüenses, fui despojada de mi ciudadanía por el presidente Daniel Ortega, quien ha gobernado Nicaragua durante casi dos décadas. Aun quienes encontramos refugio en el extranjero ya no nos sentimos seguros. Roberto Samcam Ruiz, mayor retirado del ejército y crítico declarado de Ortega, fue asesinado en su casa en San José, Costa Rica, el 19 de junio. Nadie ha sido detenido, a pesar de que se trata de al menos el sexto disidente nicaragüense atacado, secuestrado o asesinado en Costa Rica desde 2018.
Este hecho revela que nada queda del Ortega que luchó por la libertad y del que fue compañero en la batalla contra la tiranía. Él ha demostrado ser, sin duda, un dictador. Igual que otros autócratas en el pasado ha usado el despojo de la ciudadanía y la inmovilidad como armas para castigar a sus oponentes políticos. Para colmo, ahora, parece que Nicaragua está entre los Estados que van más allá de sus fronteras para silenciar las voces que perciben como amenazas a su poder.
Ha sido muy doloroso ver caer a mi país de nuevo en la violencia y la represión. La primera vez que salí de Nicaragua para eludir la represión de los Somozas, también viví en Costa Rica. Cuatro años más tarde, después de que los sandinistas, el movimiento de izquierda del que Ortega y yo éramos parte, derrocó a la dictadura en 1979, pude regresar. Fue un momento de grandes esperanzas, y yo me dispuse a trabajar para construir el sueño de un país libre y democrático.
La guerra de guerrillas de la Contra, milicias de derecha respaldadas por Estados Unidos para deponer a los sandinistas, dejó claro muy pronto que ese sueño era una fantasía. El conflicto, que Ortega presidió durante su primer gobierno, de 1985 a 1990, dejó a los nicaragüenses exhaustos por la muerte y la escasez, y por las tendencias cada vez más autoritarias de Ortega, que vi de primera mano como parte de su gobierno.
Cuando Violeta Barrios de Chamorro, la candidata de la oposición, lo derrotó de manera contundente en las elecciones de 1990, muchos sintieron alivio. Para sorpresa de sus críticos, Chamorro se empeñó en lograr una transición pacífica del poder y promovió la reconciliación de una sociedad profundamente polarizada. Pero Ortega nunca superó su derrota, y sus ataques al nuevo gobierno alejaron a muchos sandinistas del movimiento, yo incluida.
Ortega regresó al poder en 2007, en apariencia más moderado. Pero al poco tiempo puso manos a la obra para desmantelar la democracia que con tanto esfuerzo habíamos construido. Él y su esposa, Rosario Murillo, quien fue nombrada vicepresidenta en 2017, centralizaron el poder, eliminaron los límites a los mandatos presidenciales y llenaron el gabinete, los tribunales y el ejército de personas leales mientras mantenían una fachada democrática. Los acuerdos beneficiosos con la Venezuela de Hugo Chávez sirvieron para sostener la frágil economía.
El espejismo de una Nicaragua próspera y democrática se hizo trizas en la primavera de 2018. Cuando el régimen intentó modificar el sistema de seguridad social, hubo protestas pacíficas que fueron reprimidas por la fuerza y manifestantes recibieron disparos. Hubo muertos. Lo que siguió fue un estallido nacional y espontáneo impulsado por la represión y por el descontento acumulado en silencio por largo tiempo. Miles de nicaragüenses salieron a las calles para exigir la renuncia de Ortega y Murillo. La pareja respondió con sangre y fuego. Las protestas, declararon, eran un intento de golpe de Estado orquestado por el imperialismo y los cómplices traidores, de la oposición.
Grupos de paramilitares sembraron el miedo en los barrios, dispararon a civiles desarmados y derribaron barricadas que la gente había construido para protegerse. Médicos y otros trabajadores de la salud en los hospitales públicos que habían atendido manifestantes heridos fueron despedidos. La imagen de hombres armados y encapuchados en camionetas y de cuerpos sin vida tendidos en las calles evocó recuerdos del terror de la dictadura de los Somoza. Para julio, la bandera nicaragüense se había convertido en un símbolo de la resistencia. El miedo invadió los hogares. Miles de personas, entre ellas Samcam, se exiliaron en Costa Rica, como habían hecho antes generaciones de nicaragüenses.
Yo permanecí en Nicaragua. Aunque había roto con el sandinismo desde 1993, nunca pensé que Ortega sería un peor tirano que Somoza.
Cuando en mayo de 2021 dejé mi casa en Managua para visitar a mis hijas en Oregón, Estados Unidos, no sabía que me marchaba para siempre. Mi marido y yo empacamos poca ropa porque esperábamos regresar en julio. Pero conforme se acercaban las elecciones previstas para noviembre de ese año, Ortega y Murillo empezaron una redada y encarcelaron a posibles candidatos de la oposición, además de a periodistas independientes, empresarios y defensores de los derechos humanos.
Mis amigos me alertaron del peligro y aconsejaron que no regresara, así que no lo hicimos. Darme cuenta de que no tenía donde vivir me sacudió. No olvido cuan desorientada me sentí. Casi un año después, nos trasladamos a Madrid con una oferta de trabajo. Alquilamos nuestra casa en Managua. Mis amigos y lectores españoles me hicieron sentir bienvenida. No estaba exiliada de mi lengua, y eso era una bendición. Durante un tiempo, me sentí segura.
Pero, en febrero de 2023, recibí la llamada de un amigo de Nicaragua. Lo que me dijo me dejó anonadada: el régimen de Ortega nos despojaba de nuestra ciudadanía a mí y a decenas de nicaragüenses, entre ellos mi hijo. Sin derecho a la defensa nos declararon traidores. Además, confiscaron nuestros bienes, anularon nuestras pensiones y más tarde borraron también nuestros nombres de muchos registros públicos.
Al día de hoy, el nicaragüense que viaja corre el riesgo de que se le prohíba regresar a su país sin ninguna explicación. En el aeropuerto para retornar a Managua, las compañías aéreas les impiden abordar y les informan que “no están autorizados” para volver. Los funcionarios de migración están legalmente facultados para denegar la entrada a cualquiera que se considere una amenaza para la paz y la seguridad. Incluso una publicación crítica en las redes sociales puede desencadenar una prohibición.
Temerosos de su propio pueblo, Ortega y Murillo han dado rienda suelta a su paranoia. Agentes de policía patrullan las calles. Las reuniones públicas, incluso las procesiones religiosas, están sujetas a restricciones. Una reforma constitucional reciente convirtió a la pareja en copresidentes y oficializó la existencia de una fuerza paramilitar. En medio de rumores sobre el deterioro de la salud de Ortega, Murillo parece tener prisa para asegurarse de que nadie desafíe su sucesión. La semana pasada, se dio a conocer que el excomandante sandinista Bayardo Arce, un rico y poderoso aliado de Ortega, había sido detenido, una medida que muchos entienden como una purga de la élite dirigente del país.
Para impedir la resistencia de la sociedad civil, el régimen ha cerrado miles de organizaciones no gubernamentales. Decenas de sacerdotes y misioneros católicos han sido detenidos o expulsados del país. Las universidades han sido tomadas. La Prensa, el periódico nicaragüense que tiene casi una centena de años y ha sido un faro de la libertad de expresión, se vio obligado a trasladarse al extranjero después de que sus oficinas fueran allanadas y gran parte de su personal tuviera que salir del país.
Ahora, el régimen de Ortega está extendiendo su largo brazo más allá. Lo que le pasó a Samcam se lee como una advertencia de que hasta quienes vivimos en el exilio estamos vigilados. Es el mismo mensaje de los más sangrientos dictadores del mundo de que nadie está fuera de su alcance.
EFE y The New York Times.
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